En su libro Before Pornography: Erotic Writing in Early Modern England (Oxford University Press, 2000), Ian Frederick Moulton dedica todo un capítulo a Thomas Nashe, escritor devoto de Pietro Aretino y un satirizador de existencia accidentada y pródiga en persecuciones.
Un profesor de retórica en Cambridge, Gabriel Harvey, pasa de admirar los versos de Aretino, a odiarlo y vilipendiarlo a través de una agria (y simpática) polémica con Nashe. Estamos en Inglaterra en los años ochenta del siglo XVI, cuando una especie de antiitalianismo se alzó hasta convertirse en corriente. El oportunismo político puede matizar de forma dura las opiniones literarias y los gustos estéticos en general.
Antes de todo eso, Harvey había llegado a comparar, entusiasmado, la fuerza literaria de Aretino con la de Quintiliano, Maquiavelo, Rabelais, Lutero, Tácito, Suetonio y otros. A Nashe le molestó la nueva y repentina actitud de un profesor que conocía al dedillo no solo las obras de Aretino, sino también su marginalia. Harvey admiraba, en secreto, la lengua sin sosiego del italiano: hombre venenoso y de talento audaz que ennegreció impávido sus relaciones con Roma y tuvo que mudarse a la incomparable Venecia, ciudad de libertades extremadas.
La disputa literaria entre Nashe y Harvey fue, al parecer, una de las más importantes y entretenidas del siglo XVI en Inglaterra, pues estuvo rodeada e intervenida por disquisiciones sobre asuntos vecinos y difíciles de evitar: la moral pública, la moral privada, el dilema del cuerpo en tanto espacio impreciso, el sexo (variaciones muy concretas que fomentaban el escándalo) y la libertad. El eje, Aretino, sigue siendo hoy piedra de escándalo a causa de los Sonetos lujuriosos y una pieza teatral titulada La cortesana. No debe su fama a sus textos sobre arte, por ejemplo.
Parece que el tiempo ni corre ni camina. Más de 400 años después, uno destapa los avisos y comentarios de Facebook y nota de inmediato que, mutatis mutandis, aluden, como se dice, a lo mismo con lo mismo: microtribunas sobre sexualidad y osadía política, moral y sexualidad, sexualidad y racismo, violencia de género y sexo, patriotismo y sexualidad, etcétera, etcétera.
Es triste, aunque también da un poco de risa.
Aquellos eran los tiempos, años más o años menos, no solo de Harvey, de Nash, de Thomas Middleton, del pre-gótico John Webster y de Thomas Dekker, sino también de Ben Johnson, Shakespeare y Marlowe. Y en la guía secreta (y no tan secreta) de Londres ya se conocían y eran muy apreciados los sujetos que hoy llamamos queer, los efebos amadamados, los jovencitos y jovencitas custom-made; de modo que tanto el sexo como el género quedaban en entredicho, gracias a construcciones disímiles, y estaban dentro de un ámbito ajeno a las clasificaciones, que resultan incómodas.
Los teóricos de pacotilla, asomados a las redes sociales y discurseando aquí y allá sobre lo queer, olvidan que en buena parte de Europa, durante el Renacimiento y en siglos posteriores, ya todo eso existía… y de modo muy práctico.
Pero el punto es la cuestión de Aretino, que se incrementa y diversifica a partir de varias polarizaciones: la “indecencia” sexual contra la política, o la “fidelidad ideológica” contra los gustos sexuales, o la graficación del sexo X, Y o Z como pasquín “capaz de abolir” la “integridad” moral.
A Leonardo da Vinci lo acusaron de sodomita cuando tenía 23 o 24 años. Bastó un anónimo congruente con la hipocresía moral y los ideologemas propios de una ciudad-estado como Florencia.
Puedes vestirte de novia, de chica emputecida y seráfica, y bailar semidesnuda, disfrazada de hetaira veneciana, delante de un conjunto de hombres bien bragados, ávidos (vergas bravuconas afuera) de ponerse a tu disposición. Puedes entregarte sucesivamente a todos ellos (algunos lo harían también entre ellos mismos) y acabar en el suelo recitando un poema de Carilda Oliver Labra bajo el imperio del semen y la roturación. No pasa nada. Todo deviene performático. Un videoarte. Una cirugía en la piel de lo “anómalo”. Pero si, habiendo hecho todo eso, te opones y protestas y comentas y dices, entonces sí pasa, y mucho: eres inmoral, sucio, indecente y peligroso.
Uno examina la época de Nashe y repasa sus obras, o las de Middleton y algunos otros, y descubre un discreto ejército de criaturas que, incluso a pesar de la desventaja tecnológica, se ponen al nivel de las metamorfosis de hoy, cuando el cuerpo, el sexo y el género entran en el espacio del enjuiciamiento (de la crisis) para elaborar luego sus discursos sobre el yo, el otro y sus más perentorias libertades.
Moulton señala en su libro que, en medio de las llamas que Aretino provoca, en los textos de Middleton ya hay mujeres hombrunas y varios tipos de afeminamiento. Esas mujeres (como las butches de hoy, supongo) no desean a hombres de cierta madurez que desearían a otras men-like women, sino a muchachos. Porque la figura del muchacho se encuentra allí bajo el doble sello de la feminidad. El Renacimiento inglés trataba con irresolución erótica e imponía incertidumbre genérica a ciertos jovencitos.
Figuras del riesgo social y la indeterminación. Los niños, hasta la edad de siete u ocho años, vivían casi siempre en compañía de mujeres y vestían indistintamente, con ropas para varones y para hembras. Según Moulton, entre esas edades y las de la pubertad, el desenvolvimiento social y erótico de los muchachos estaba marcado por su asociación con la suavidad, la falta de vello, la delicadeza corporal y otros detalles. Muchos adolescentes propendían a la feminización, y dado que había una distancia larga entre la pubertad y la edad promedio en que un joven contraía matrimonio, por lo general se veían envueltos cotidianamente en prácticas sexuales “ilícitas”: sexo con hombres mayores, con prostitutas y prostitutos, con mujeres casadas, con otros jóvenes…
Esta suerte de riqueza del tejido sociosexual, ¿cabe decir que se hallaría al amparo de supremacías financieras, económicas y políticas? Sí. ¿Y acaso ha desaparecido hoy? Claro que no.
Y ahora preguntemos con cautela: ¿puede hablarse de un empoderamiento social que crecería o se haría más nítido, ¡o más convincente!, con la presencia de lo que ha dado en llamarse “desórdenes aretinianos”?
Posiblemente. La combinación parece un forcejeo raro y descalificador, pero no lo es.
Ha llegado una segunda cuarentena, en concreto para La Habana. Por suerte existen los libros (mejor los electrónicos: no hay que salir a buscar nada a una librería que está cerrada o semivacía), las películas del Paquete Semanal, WhatsApp y sus videollamadas (llenas de familiaridad o de intimidades), Facebook y sus muy transitorios espacios de micropolítica, sus boberías consuetudinarias, sus histerias ineludibles, sus bufonadas insoportables. Y la sacrosanta televisión, donde los efectos de la penuria son satanizados una y otra vez. Pero el Aretino y su desfachatada sinceridad siguen ahí, dando lucha. Qué tipo más ingenioso y más chingón.
Tarkovski y la pospandemia
“Dios todopoderoso, ahora sí se formó”, exclama mi vecina. Y horas después yo le digo que viene lo que viene y se junta con lo que ya vino y se asentó como un sarro petrificado: pequeñas, grandes y sucesivas hecatombes financieras, pactos invisibles, tejemanejes nauseabundos, oportunismos de una impavidez inconcebible.