Vivimos en una gran Nación que es el sueño o el recuerdo o el anhelo de un país.
Vivimos en una Nación que conoce la grandeza (por tradiciones, figuras, sueños e historia), una Nación agraciada.
El país que sueña (el país soñador) está ahora mismo roto, fracturado, y además no solo no se parece a esa gran Nación, sino que, desde los algoritmos simbólicos del Poder, hace esfuerzos inútiles para que la Nación, con sus imágenes y su rentabilidad emocional y cívica, se ajuste como un disfraz a su cuerpo y se confunda con él. O sea: que pueda fundirse con él.
Pero el cuerpo del país admite por poco tiempo ese disfraz. Un país disfrazado de Nación no avanza. Y si avanza, lo hace por senderos cortos y, al final, cerrados. Ahora mismo probablemente estoy refiriéndome al Estado y los poderes del Estado, por medio de los cuales el país intenta vertebrarse.
No puedes sostener un país así, no puedes embrollar el ser con el querer ser. Ni el querer hacer con el poder hacer. Ni la intención con lo real.
Digamos, por ejemplo, que puedes tener sexting, pero al cabo comprendes que, aun cuando el sexo está allí, todo eso no es más que un vestíbulo, una antesala potenciadora. Si prolongas el sexting y lo conviertes en sexo, la petite mort será en vano, o casi.
Período refractario y melancolía. Uno cree que llegó a un sitio material, y no llegó. Así de simple. Uno cree que estuvo allí, obedeciendo a una especie de llamada de Cthulhu, pero el sello de R’lyeh no se ha roto y uno no consigue encontrarse con el pulpo-calamar-batracio que duerme soñando. Si nunca topas con Cthulhu es porque Cthulhu no es real, o porque no estás preparado para llegar a él.
Las estadísticas de positividad en lo que toca a la COVID-19 lo invitan a uno a extremar la autorreclusión. Pero por suerte existen WhatsApp y el teléfono y hasta los simpáticos canales de Telegram.
El diseñador gráfico Edgardo Montiel vive entre Puebla (México, su tierra natal) y Providence (Rhode Island, EE. UU.). Atrapado en La Habana, ciudad donde empieza (qué mal momento) a desarrollar un negocio, un día me dice, impávido: “Este país de ustedes es más imaginario que real”.
Las cosas que uno descubre. Providence, recuerden ustedes, es la ciudad de H. P. Lovecraft. “I am Providence”, se lee en su tumba.
Los bodhisattvas que se encargan de darnos noticias sobre qué gran país es el nuestro, tal vez sean practicantes del budismo Vajrayāna, donde la realidad de la conciencia es lo único que existe. En ellos se pone de manifiesto una suerte de ideoplastia: han creado un país a partir de una meditación profunda, larguísima, intensísima, y han obtenido un tulpa en el que creen con indestructible firmeza porque se trata de una construcción donde han intervenido millones de mentes.
El tulpa Cuba es, sin embargo, una entidad que no honra sus predicamentos, porque lo que no es tulpa y sí es inmediatez tangible subraya, con obstinación de hechos desnudos, que el país no se parece a la Nación y que los bodhisattvas pueden adentrarse en una meditación de semejante naturaleza gracias a algo muy simple: no son ciudadanos de a pie. Intentan, por medio de un esfuerzo de la voluntad, de la fantasía y lo quimérico, dar vida a una entidad de índole mística que, como los ideales y los sueños, no alcanza a vivir más allá de los límites de la conciencia.
Ese esfuerzo es defendido no como esfuerzo sino como escenario perceptible. El tulpa Cuba es un artificio. Un chasco, un revés, una argucia. Pero quien así vea las cosas merece el deshonor, el castigo, el abucheo violento, el insulto y el descrédito. En eso los bodhisattvas son implacables.
Edgardo Montiel tiene en La Habana una pequeña oficina. No es sino una habitación perennemente rentada a una ingeniera que ahora no tiene trabajo. Por otra parte, le paga un salario (decente para los estándares de Cuba) a una joven graduada de Estudios Socioculturales, a quien le confía labores de secretariado. Aunque no hay mucho que hacer, las cosas pronto mejorarán. Y así Edgardo y su secretaria no tardan en hacerse amantes. Si hay compañía, las reclusiones fomentan la intimidad o la favorecen.
“Esto de masturbarme por WhatsApp y Telegram no está mal, pero me aburre”, se lamenta Edgardo. “¿Y cómo te va con esa muchacha?”, lo interrogo. “De maravilla, nada como el sexo real”, afirma. Después me pide libros, le gusta leer por las noches. Es un hombre cultivado, como suele decirse.
“Nada como el sexo real”. Nadie te miente, y si te mienten eso es también sexo: su mentira verdadera. Nadie te describe algo que no ves, ni te promete cosas. El sexo es puro presente. El sexo es inmediatez, nitidez y recuerdo. El sexo no es un tulpa de nadie. No es un país ficticio y roturado, en su faz real, por una monstruosa cadena de fracasos.
“Desde antes de visitar este país ya me llamaba la atención su manera de presentar una cara bonita que apenas encuentras por ahí, a no ser que te dejes llevar por la omisión y el bienestar del avestruz”, me explica enigmático. Comprendo lo que quiere indicar. “Y ahora el virus se comporta con más agresividad que nunca”, comento. “¿Solo el virus?”, duda y sonríe.
Edgardo hojea los libros que le he traído y veo que se siente feliz de tenerlos ahí, físicamente. Aunque maneja una laptop y una cómoda tableta, no se siente inclinado a leer en una pantalla. Lo invito a hacer la prueba. Me dice que no, que la lectura en papel es lo suyo. La amante-secretaria, un lugar común de la pasión discreta y la sensualidad amistosa, se aproxima con unos files. Edgardo los agarra y la mira de arriba abajo.
“Ella no es un tulpa ni está en una pantalla, por suerte”, reconoce. “Eres afortunado”, concedo.
Con el paso de los días los hechos arrecian, como escribe Jorge Luis Borges. Hay noticias de nuevos actos de repudio, vandalismo físico y emocional, injurias televisivas, descalificaciones vejatorias en las redes sociales. Cuando regreso a ver a Edgardo, el día antes de mi cumpleaños, noto que en su improvisado escritorio hay tequila, un plato con limones y unas cervezas.
“Te invito”, dice alegre. “No bebo, amigo”, contesto. “El tulpa se desmorona, ya lo ves, y mañana es un gran día”, murmura y empuña un cuchillo. El aroma del limón recién cortado es una delicia. “¿Y tu secretaria?”, pregunto. “Está en la ducha, aderezándose”, entona significativamente y alza las cejas y mueve la cabeza. “Tienes razón, el tulpa llegó a su fin”, digo ensombrecido. “Este es el momento más peligroso”, asegura mi amigo y añade: “Hay que quedarse en casa… Aquí”.
La puerta del baño se abre y la secretaria sale, envuelta en un salto de cama de un suave color mamey. Enciendo el televisor y descubro que hay un reportaje acerca del “mercenarismo cultural”. Edgardo vuelve a alzar las cejas y se pone serio. “¿Y eso qué pinga es?”, exclama en buen cubano. “Eso mismo, una pinga”, recalco. “Quita la mierda esa”, aconseja. Y yo apago el televisor y veo a la muchacha repentinamente desnuda.
“No estarás sorprendido, ¿verdad?”, ríe el mexicano. La secretaria tiene una reluciente mata de pelos en el sexo. Un bollo hecho como de mármol y obsidiana. “¿Y esto… un trío?”, pregunto retórico e impasible. “Es la víspera de tu cumpleaños, adelantémonos a la celebración”, subraya mi amigo. Televisor apagado, rumores de placer, certezas del fin de un tiempo y el inicio de otro. Al menos eso, me digo. Y la mata de pelos acaricia mi rostro. Afuera el tulpa es una cosa mustia y deslucida. Insiste en ser escuchado, creído, reverenciado. Pero el sabor de la secretaria, más su espontánea ternura, no me dejan pensar. Mi amigo bebe despacio y nos mira. Se sumerge en un tequilazo de los mejores que he visto.
Ezequiel Vieta: casi 100 años
¿Cómo habría sido conversar con Ezequiel Vieta sobre el 27N, las agresiones a artistas, los secuestros de teléfonos celulares, las denigraciones sin derecho a réplica, las reclusiones forzadas? Él quería escribir sobre la locura, la libertad, las formas de la crueldad y la sobrevivencia de lo humano.