Hoy día la mayor parte de mis revelaciones y andanzas tiene lugar dentro de mi cabeza, pero eso no quiere decir que ellas carguen con la vergüenza de la falsedad. Lo que ansío indicar es que el hecho de pasar por determinadas experiencias cruciales deja en la memoria, como le sucede a todo el mundo, un reguero de hipótesis y remembranzas, y es allí, en ese reguero, donde se afinca lo real. No ocurre, creo, de otra manera. Ni siquiera a pesar de la ficción —¿o gracias a ella?.
De lo que se infiere, con y sin mistificaciones, que el proceso de lo real —el proceso materialmente realista, digamos— es tan personal como trans-identitario. Eres quien eres porque recuerdas —y re-haces— quién fuiste.
Todo es veloz. Lugar común. Pero en la Isla la velocidad aumenta a despecho de cualquier paradoja en torno a la lentitud y la parálisis. Aquí las épocas se suceden unas a otras con un ardor y un apremio casi ridículos. Y, claro está, no hay fijador. No hay tiempo para sedimentar, a no ser que te refieras a la incertidumbre, que siempre está sedimentándose capa tras capa.
Ya sabes: no pueden sorprenderte ahora cruzando la frontera entre Estados Unidos y México porque hay nuevas medidas de control fronterizo. Pero si llevas, ripiosa, una mochila verde y dentro los guardias hallan, al registrarte, un libro (los Selected Poems de Emily Dickinson), una carta de tu amor —no de amor sin más, sino de tu amor—, un cucurucho de maní y un llavero que diga “Recuérdame siempre”, te dejarán pasar, un poco extrañados, mirándote cómo te alejas. Eres la última criatura sobre la Tierra que representaría un peligro para la sacrosanta Seguridad Nacional.
El principio activo del kamishibai: teatro de papel. En 12 o 14 láminas de papel tienes que contar tu historia. Una voz, la tuya, va refiriendo qué ocurre —qué te ha ocurrido— y por un bastidor de madera ranurada van pasando las láminas. En ellas puede haber dibujos simples, o trazos, o colores, o manchas. La voz —tu voz, repito— es lo que se aproxima a definir qué contiene cada lámina. Se recomienda no usar figuraciones identificables. El kamishibai constituye un grupo de agregaciones suplementarias, no una reafirmación.
Dicho de otra manera: en la ripiosa mochila verde puedes meter las láminas del kamishibai y explicar, desplegadas una a una, qué historia te ha traído allí. Lo habitual es que, sin abandonar el puesto fronterizo, uno de los guardias acceda a escucharte. No tendrías a mano el bastidor ranurado, pero sí las láminas. Y será suficiente.
Ahí me ven, persiguiendo los mejores precios de los tomates y las zanahorias, persistiendo —a eso se le llama monomanía— en la idea de hacer una ensalada de vegetales (tomates, zanahorias) con cebollas. Vinagre de fruta es el mejor. Ahora venden vinagre de manzana, marca La Costeña. No sé de dónde procede. Hay un código de barras ininteligible.
En la fotografía de cubierta de mi libro Carnaval y otras historias he puesto mi mano abierta con mis piedras —una, el ónix, me la regaló un amigo…; las otras las recogí en una playa de Grecia—, unos auriculares azules y dos o tres barajas —el Joker es un bronce arcádico que representa a un sátiro con una bonita erección. El conjunto descansa sobre una almohada en la que dibujé, con rotulador negro, las cuatro letras de una palabra: NADA.
No viene mal que pongas una de las piedras dentro de la mochila ripiosa. El ónix, porque es negro, brilla y tiene una veta tornasolada —del color de la plata bruñida— que de pronto induce a pensar en la esperanza. La esperanza es un don pervertido. En Cuba apenas queda. Pero en las fronteras, sí. Las incertidumbres suelen ser malas, y aun así algunas soplan como vendavales de ilusión.
José Lezama Lima intercambiaba postales pornográficas con forajidos de corta edad que merodeaban por los portales del Paseo del Prado en busca de sitios para obrar. Se escondía detrás de las columnas, arreglándose su corbatica, y vigilaba.
En la madrugada, por los alrededores de la esquina de Trocadero y Paseo del Prado, los putos, risueños, venden, trasnochados, copias fraudulentas del célebre capítulo 8 de Paradiso. De eso y otras cosas trata “Carnaval”. Escribir un texto así es como divulgar el reverso de una moneda cuyo anverso se explica mediante una performance.
(Entre paréntesis: ayer te escribí por WhatsApp y te dije que leyeras, para ganar en serenidad y capacidad de persuadir, los Diarios de Mary W. Shelley. Entereza, imperturbabilidad, mesura, denuedo discreto. Sobre todo, cuando se entera de la muerte de Lord Byron en Grecia, asistido por dos jovencísimos —e inexpertos— médicos. En ese entonces la moda era realizar sangrías y prescribir laxantes. El cuerpo no aguantaba mucho, la verdad).
Sobre la performance: hacer con poliespuma una réplica de la isla (una réplica que mida 10 metros de largo) y llevarla, por todo el Paseo del Prado, hasta el malecón y arrojarla al mar. La isla se arroja a sí misma a la bahía. Y flota a la deriva. Otro lugar común.
Entonces te presentas en la frontera y hablas. Pero eso se lo aconsejo a alguien que tuviera la intención de formar parte del desangramiento de un país empobrecido por la desidia, la codicia, la brutalidad, el deshonor.
En específico: se lo aconsejo a alguien que solo lleve las láminas de su historia —sin el bastidor ranurado del kamishibai— y un tomo de versos en una mochila ripiosa. Se lo aconsejo a alguien antes de la época de los patrocinadores. Qué tristeza. Pero siempre te queda el recurso de regalarle al guardia tu ónix veteado.
De William Godwin tengo que leer su Ensayo sobre los sepulcros.
Olvídate de los grabados de Toshio Saeki, del dibujante maduro y pervertido que se esmera en adornar con tinta el pubis de una jovencita que muerde el pulgar de su mano izquierda mientras se levanta la blusa.
Olvídate de esas cosas. Es el conticinio y se supone que los guardias estén fumando, pensativos, mientras arrastras los pies y te dan el alto, como en las películas. “¡Alto! ¿Quién vive?”, grita uno. Soy yo quien vive sin vivir de veras, piensas.
Pese a todo busco mi eudaimonia. Empieza, sin embargo, la era de los patrocinadores y no sé qué pasará contigo cuando llegues a esa frontera, al puesto fronterizo. Pero por suerte no estás ahí. No estarás. Es muy posible que hayas aceptado mi consejo de leer la biografía de Mary W. Shelley escrita por Anne K. Mellor, o poner en orden tantas intuiciones que te atraviesan cuando lees a Esquilo. El lenguaje del ser carece de temporalidad, por suerte.
Un último consejo, un último recuerdo: mantendrás en tu mano la frialdad del ónix mientras te acercas a la frontera. Y recordarás las palabras de Hölderlin: “Mi alma, que aquí abajo fue frustrada, / No hallará reposo ni siquiera en el Orco, / Pero si logro forjar lo más querido y sagrado, la poesía, / Les sonreiré satisfecho a las feroces sombras / Aunque tenga que dejar en el umbral mi voz”.
Quiero que un hombre me mire y me vea
Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.