Monstrificación 4.0 en La Habana

Los escarnios de amor, la devoción, la insensatez, el miedo. Todo mezclado. O la huida por ciertas calles patrulladas por hombres necios que acusan sin razón. Vamos, Sor Juana: ¿no persiste acaso lo íntimo en medio de lo público? “Si es que esa noción se mantiene”, interviene Beckett y cierra los ojos. Todos esperamos a Godot.

Paisajes nocturnos donde las arboledas acumulan el rocío que empieza a caer. Es la 1:00 a.m. Arriba, en las copas, los gorriones hacen silencio. Duermen. Abajo las voces se asordinan. Hablar bajito se impone. Mejor así. Los hombres necios miran a la gente pasar. Es una caminata pública (jóvenes que regresan) donde los ojos se evitan. Todo, o casi todo, está en los ojos. No hagas contacto visual. No lo hagas.

Latinerías que aparecen de pronto para disuadir al miedo de aposentarse en el alma. El miedo devora el alma, dice Fassbinder. Latinerías bobas, imitativas y llenas de errores, como un “Textus tremulus”. Palabras arremolinadas, fantasías, el olor próximo del mar. Uno se pone a tararear una melodía o silabear un soneto de Shakespeare. Los hombres necios miran y remiran. No les da pena mirar ni remirar. Estudian, vigilan. Y no se trata de una vigilia.

Se supone que suba por la calle Línea hasta G (¿subir o bajar?). Ahí, en Línea y G, me asalta la música de “Blackbird”, de The Beatles. No creo que haya mirlos en Cuba. Picos amarillos, plumajes negros. Pero cualquiera se pondría a cantar o silbar si el miedo lo invade. Mientras lo hago, camino y camino y no me doy cuenta de que he llegado ya a solo una cuadra del malecón. Todo no es sino un locus solus. De repente el muro carece de visitantes. Y es cuando, de momento sin conocer la causa, pienso en las momias de Guanajuato.

Visité en 2008 el museo de las momias, poco después de su reinauguración, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Me llevaron en automóvil, en compañía de una editora francesa que chapurreaba el inglés sin mirarme a los ojos. La única referencia que yo atesoraba consistía en ese pasaje prologal donde las momias le hablan en silencio de la muerte, en el Nosferatu de Werner Herzog.

El malecón está vacío, o casi. Hay hombres inquietos y corpulentos que dan paseos breves y observan la calle. Uno de ellos saca unos prismáticos y mira hacia una esquina, en la acera que acabo de abandonar. Me doy cuenta de que los prismáticos apuntan a un carro de la policía. Sentarme en el muro y darle la espalda a la ciudad son actos unidos por la bisagra de mi alma, el alma que debo tener.

Nunca me ha dado por el live art, supongo que no tengo tiempo para eso, ni para irme a otros espacios creativos. Tal vez deba dejar de concebir tantas novelas y retomar mi añorada y prístina vocación. La imagen de la cámara de Herzog, paseándose por entre las momias bajo una luz amarillenta, se constituye en un recuerdo inquietante, aunque más bien lleno de una tristeza rara. Y ahora, al observar las rocas, imagino a esas momias formando un semicírculo iluminado por la luna. Cuerpos resecos y verticales que el salitre vulnera y que se apoyan en atriles de hierro.

¿Qué tipo de metáfora verosímil o aceptable escapa de semejante composición? Algo hay allí que compromete el ánimo y cataliza las presunciones. Cuerpos muertos y que son como náufragos. Sobreviven por medio de expresiones de pánico, desconcierto, horror, melancolía. Las contracciones de la piel, en el abandono de la vida, dan lugar a anatomías espantosas. Y el contacto de esos cuerpos con tierra rica en alúmina desata un proceso: la monstrificación.

Herzog utiliza la secuencia-proemio de las momias de Guanajuato como un aviso acerca de la inutilidad de todo acto frente al destino final del cuerpo, pero su película es la historia de un ser malvado que ama la vida y es consecuente con ella hasta en el vestíbulo de su propia expiración. Las momias en las rocas, alumbradas por la Luna, serían, por obra y gracia de ese live art, criaturas muertas en vida, pero susurrando sus plegarias y rogativas ante la mayor fuerza natural y mística que rodea la isla: el mar.

¿Qué diría Virgilio Piñera si estuviese vivo, ya no ahora (no hay que exagerar) sino, digamos, justo en 1980, el año siguiente de su muerte, o en 1990? Murió unos meses antes de que empezaran los actos de repudio. Murió cuando aún no se pronunciaba aquella exhortación abominable: “¡Que se vayan!”, donde caben toda la afrenta y el desamor y la ignorancia del mundo y los mundos por venir.

En La Habana sobreviven los actos de repudio y se asiste a una resurrección de los poderes de la muerte civil. No hay desintegración en el polvo de las tumbas, ni huesos desperdigados, ni trozos de piel pegados a los ataúdes. Soy consciente de que empleo metáforas góticas acaso muy transhistóricas, pero el hecho es que las formas de la muerte son ahora muchas, demasiadas, y que el lenguaje apenas alcanza.

Momias por doquier. Y el mar. O la ciudad que los fríos ocasionales no logran calmar. Estando en el museo, muy desatento yo con respecto a los atractivos de Guanajuato (me perdí la Basílica de Nuestra Señora), tuve que salir a beber un refresco a ver si mi ánimo se reparaba. Si uno no está listo y antes ha tenido contacto con la muerte, ver las momias puede ser una experiencia sorprendente, como la de aquella mujer, ya sin vestigios de ropa, en quien se pueden apreciar la vulva y los labios mayores en una crispación desolada y atroz.

Tener contacto con la muerte. La costumbre. El cuerpo de mi padre llegó a la funeraria de Luyanó, en 2001, y el hombre de guardia quitó la sábana de golpe. En el cuerpo de mi padre se reunieron de inmediato una repulsión incómoda y una pena lacerante.

Sin embargo, a pesar de todo, y a pesar de los pesares, aunque el muro del malecón esté semidesierto, la novedad alcanza a imponerse de súbito, como una dádiva inesperada. Porque, ciertamente, la vida se afirma allí donde parece sucumbir. Y tuve un breve encuentro con una profesora coreana que se llama Ang Dew.

Hemos tenido que aprender a dialogar sin saber cómo es la nariz ni la boca de nuestro interlocutor, y la verdad es que semejante circunstancia (el arte de usar los nasobucos) se transforma, a la larga, en una desdicha. 

Tras hablarnos un poco, la profesora me cuenta que en su país también hay momias y momios. Nos sentamos en el muro, observando el oleaje suave y susurrante. Le digo que estoy deprimido. Que el país me agobia. Que no tengo dinero. Que la estupidez reinante se ha asociado con la desidia, el extremismo y la maldad. Y entonces me da un caramelo de miel y menta y me enseña unas fotos en su teléfono.

No estoy, lo digo de veras, preparado para sorpresas tales, pero hay fotografías que se constituyen en hechos perentorios: el vello que circunda la vulva de Ang Dew es la Selva Negra. No diré que se parece a la tarta típica de la cocina de Baden, sino a la Populus Nigra de los romanos arcaicos, el bosque de abetos de Baden-Wurtemberg.

Le doy las gracias a Ang Dew y empiezo a chupar el caramelo. “Estoy aprendiendo el castellano”, dice. No pronuncia “castellano”, sino “caztellano”. Qué cómica la profesora. “Voy a quedarme a vivir en tu ciudad”, añade con mucha corrección. Abro los ojos con asombro y sonrío. Y ya me veo navegando por entre sus muslos, como un Simbad infinitesimal, mientras lo real adquiere un tinte pavoroso.




Alberto Garrandés

La vuelta a la manzana

Alberto Garrandés

Ya se sabe: estatismo, encadenamiento, y un paisaje vigorosamente renovado para que todo siga, con Lampedusa, en lo mismo con lo mismo: recelos, discursos y más discursos, promesas, cálculosmaniobras. Una vecina exclama: “No sé adónde repinga vamos a parar”. La palabra “repinga” despliega un señorío inmediato.