Supongamos que, en las condiciones de una irresistible seducción mutua, te arriesgas a no hablar. O sea: no decir, no contar, no identificarte, no expresar lo que sientes. Renunciar a las palabras.
Oclusión y atasco voluntarios del lenguaje. No calificar, no hacer presunciones, no mencionar ni un nombre, desistir de las genealogías. Eres tú y esa mujer. Supongamos que solo hay un papel escrito: una dirección donde realizar los encuentros, una fecha, una hora. Nada más.
Luego de reunirse en la habitación, dejarlo todo a la silenciosa expresividad de la desnudez, al discurso del desvestimiento. No hay situación más perentoria y apelativa que la de quitarse la ropa frente a alguien a quien gustas y que te gusta: la mirada viaja por el cuerpo pero se detiene y se fija, una y otra vez, en los ojos del otro.
A propósito: Lucian Freud, el gran pintor inglés, ha señalado con insistencia que él pintaba cuerpos desvestidos, no cuerpos desnudos. Esta distinción, donde hay un matiz que se origina en el drama de lo privado/secreto expuesto u ofrecido, es la que, de algún modo, observamos en una película como Intimacy (2001), de Patrice Chéreau.
Un cuerpo desnudo pasa conceptualmente por el ojo cultural. Un cuerpo que se desviste, y accede al sexo entrando en él por sus suburbios, representa el riesgo de una revelación, de una verdad interior. El riesgo de producir un relato.
No hablar, desnudarse, no hablar, excitarse, caricias, no hablar, tener sexo, dar libre curso a más caricias, no hablar, contenerse, despedirse, no hablar. Y hasta la próxima vez.
Si esa primera vez el sexo funciona bien así, está claro que, sin el lenguaje, irá poco a poco dejando de funcionar. O perdiendo materialidad bajo la presión extraordinaria del lenguaje que no se dice, que no se articula. La nada fonocéntrica.
El lenguaje es el gran suplantador, el gran déspota, el gran engañador, el gran interventor que se apodera de los demás lenguajes y les dice, hasta convencerlos: “Ustedes son ineficaces por insuficientes”.
Al parecer, resulta terrorífico el hecho de sospechar que, de cierto modo, hay una cosa cierta: sin el ejercicio de las palabras, toda lengua deviene absolución y primacía. He aquí una extraña libertad instaurada desde el momento en que es posible llegar a la verdad sin que el habla intervenga.
Lo más significativo de esa película, ganadora del Oso de Oro del Festival de Berlín, es que detrás de las cámaras había un realizador fuertemente entrenado en el montaje vanguardista —como director de escena— de óperas célebres.
Este trabajo de Patrice Chéreau, en un universo tan contaminante como el de la ópera, quizás se destila y se infiltra, en lo que toca a una obra absolutamente moderna e inmediata como Intimacy, bajo la forma de un movimiento actoral muy preciso, a ratos minimalista, de una intensidad sobrecogedora y que revela, al ser observado y disfrutado bien de cerca, la existencia de un complicado diagrama de movimientos, entradas, salidas, tonalidades y contrastaciones.
El sencillo y denso asunto de Intimacy es el de la articulación sexual, somática, piel con piel, de un hombre y una mujer que se reúnen los miércoles para tener sexo. La cuestión es esa, sin más: tener sexo. Qué simple parece.
La mujer es casada, actúa en un grupo de teatro de aficionados, y el hombre ha huido de su casa y trabaja en un bar. Lo que Patrice Chéreau quiere que veamos es el proceso de esa articulación que condesciende con rapidez, y sin el menor escamoteo, a la mecánica del sexo. Una mecánica básica, casi desesperada, que está muy lejos de convertirse en pornografía, aun cuando se trata de sexo explícito.
La pornografía “clásica” te vende, por lo general, un rendimiento. Y te invita a hacer eso que ves, o acaso te propone comparar lo que haces con eso que ves. Pero más allá de estas cuestiones, tan básicas, a ello se adiciona la que, de un tiempo a esta parte, es ya la nueva condición de la imagen pornográfica la de ser un paseo por los posibles estratos de ti mismx, incluso en “contextos no pornográficos”.
El secreto de la pornografía: su sigilosa hiper-fluidez.
En cualquier caso, lo que vemos en la película son dos cuerpos comunes, casi corrientes, alejados de la retórica luz detallista del cine XXX, y que se entregan al sexo sin reparar ni en lo “bien hecho” ni en lo “mal hecho”.
Yo diría que es un sexo atropellado, dispar, vacilante, objetable —digámoslo así—, y de un dramatismo donde el lenguaje es, por suerte, el gran ausente. Porque Patrice Chéreau evita el lenguaje, lo aparta, y tal parece como si hablar, explicar y enunciar fuesen actos peligrosos e infernales.
En verdad, el peligro se encuentra en la magnitud oscuramente sentimental de ese drama que crece a medida que avanza. De pronto el lenguaje va apareciendo porque el sentimiento también lo hace. Y los encuentros sexualizados de los miércoles devienen encuentros amorosos, encuentros del sentimiento.
Los altibajos del sexo, las pequeñas disfunciones del deseo y del cuerpo, expresan justamente eso: la emergencia de un mundo sentimental con el que hay que lidiar ya, y con el que ambos personajes no han contado y que los sorprende, en un asalto repentino, solapado también, sin que sus respectivas vidas —y esto es lo sobrecogedor de la película— se vean derrumbadas.
¿Cómo resistir la embestida del amor —¿se tratará de eso, el amor?— cuando ya tenemos una tradición, un conjunto de usanzas que nos han hecho ser quienes somos? ¿O es que lo que nos toca hacer es justo lo contrario: no resistirnos al asalto del amor? ¿Y qué hacemos con el “mundo hecho”, ese mundo funcional de nuestras costumbres? ¿Lo tiramos, lo silenciamos, nos olvidamos de él?
Recuerdo que, en la hiperconsciencia de prescindir del lenguaje, el gran artero del día a día, acordamos mantenerlo todo en ese filo de navaja que es un par de correos electrónicos. Era otra época, no teníamos WhatsApp, ni Facebook, ni Telegram.
Nos conocimos personalmente en la antesala de una exposición. Nos miramos y hubo sonrisas. Algunos gestos de matización. Y de ahí enfilamos hacia un apartamento de alquiler por horas. Escogimos no los miércoles, como la pareja de Intimacy, sino los jueves.
Cuando algo te asombra mucho, te quedas sin habla, enmudeces. Eso es un asqueroso e hipócrita lugar común. Sin embargo, su piel —una especie de mayólica antigua, de color vagamente dorado— me hizo enmudecer de veras. Y cedimos a la intimidad.
Pero un escritor necesita su lengua. Un escritor es la lengua que usa. Y nada existe fuera de ella, lamentablemente.
Qué tristeza.
© Imagen de ‘Intimacy’ (fotograma), de Patrice Chéreau.