Desnúdate, coge un paño y quítale el polvo al piano

Imagínate que amas a una mujer que es pianista y que, porque ha enmudecido en un momento equis del pasado, debe usar, para comunicarse, el lenguaje de señas. 

Imagínate que esa mujer llega a tu vida porque quiere recuperar su piano. Imagínate, siguiendo a Northrop Frye, que hay metáforas visuales enciclopédicas, de donde se infiere que el cine puede beneficiarse de ellas si hay sensibilidad suficiente para descubrirlas, inventarlas, configurarlas sin echar mano de ese lenguaje que las resguarda y ordena sin ser dicho

Imagínate que sientes que esa mujer trastrueca el orden que conoces y que una extraña embriaguez te acomete y que un día te descubres a ti mismo limpiando, desnudo, el polvo del piano. Como si él fuera ella, o como si ella estuviera allí, enclavada dentro de un objeto/aposento que es, además un símbolo hiper-denso.

No tengo ni que decir que esas metáforas, capaces de reunir en un factótum un grupo de vectores de fuerza transhistóricos, también —y sobre todo— pertenecen a la gran literatura —sea ella lo que sea.

Una de las más contundentes del cine —de ese cine que es novelesco o pre-novelesco, debido a la “conducta” de su poiesis—, y acaso una de las más complicadas, es la del piano de Ada McGrath. Solitario en una playa, junto al borde de las aguas, se alza sereno en una costa azotada por el viento.

Ada (Holly Hunter en una interpretación prodigiosa) observa su piano desde una colina, mientras unos nativos, comandados por su flamante esposo (Alistair), cargan los bultos de su equipaje. Ella, escocesa casada a distancia, es muda. Llega con su hija para instalarse en Nueva Zelanda. Ve que el piano queda allí, inmóvil en la borrasca, y no sabe si logrará recuperarlo. Pesa mucho y, de momento, no hay suficientes hombres para cargarlo.

Hay metáforas visuales enciclopédicas y el cine puede beneficiarse de ellas si hay sensibilidad suficiente.

Ada tiene un pretérito europeo vinculado a la música, a la ópera en específico, y a un director de orquesta que es el padre de su hija. La historia de The Piano (1993), obra de Jane Campion que hoy cumple treinta años, es la de un triángulo amoroso evanescente, saturado de crueldad y deseo, donde el cuerpo viene a representar lo sagrado. 

Pero también es la historia de las relaciones de esa metáfora prestigiosa —el piano solitario dialogando con las aguas, produciendo una revelación quimérica, inaccesible— con la metáfora de una mujer hiperestésica cuyo cuerpo, confinado a una renuncia total, solo podría ponerse en sintonía con otro cuyo dueño fuera capaz de imaginar su belleza invisible —o difícilmente expresable.

(Entre paréntesis: para manifestarse con todo su poderío, la inteligencia emocional no tiene por qué ser “culta”. Para manifestarse dentro de un humanismo sensitivo, cobijado en el amor y lo intransmisible, no tiene ella que pasar por el conocimiento razonado de la cultura. Hay una verdad de los hechos de la cultura y una verdad más simple, pero más activa y hasta heroica, que rebasa los hechos y se embosca y aposenta en la frondosidad de los instintos. Los hechos no es que estén mal, pero constituyen una modalidad inferior de esa verdad que realmente incumbe en tanto tenacidad y contundencia del humanismo, de lo ecuménico.)

¿El piano de Ada es ella misma? ¿Llega a ser Ada el alma de su piano, podríamos entender ese enlace e imaginar, encarnado en ella, el tejido incorpóreo de lo que el piano representa? ¿Seríamos capaces, al mismo tiempo, de comprender lo que en el piano hay de carnal, y lo que de asolamiento y tristeza hay en su declinación como objeto? Y, entonces, ¿en qué consiste el deslumbramiento de George (Harvey Keitel) frente a ese misterio casi sacramental que Ada despliega entre el sexo, el deseo, la metáfora del amor, la música y el martirio? 

Un pretérito europeo vinculado a la música.

George, a quien Alistair le ha vendido el piano de Ada, penetra en el territorio de la fascinación y la gracia. Es un hombre rústico pero le ha sido concedida esa dádiva. Y deberá llegar a Ada por intermedio del piano, su teclado, su sonido, que está a medio camino entre las palabras no dichas por la mujer y la música del piano. 

Alistair, hombre no correspondido, ama como puede y lleva su doloroso desaliento —que condesciende a una especie de súplica desdichada y sin palabras— al mundo de la mutilación. Entre la desesperación y la ira, le corta un dedo a Ada.

George recibe el piano y por él le da a Alistair unas tierras. Lo hace trasladar desde la costa hasta su casa. Alistair le ordena a Ada que le dé clases de música a este. Ella se resiste, el piano es suyo, y allí, en ese punto, empieza la tragedia, porque George solo quiere escuchar a Ada y devolverle el piano si ella acepta hacer un intercambio progresivo. Se trata de un intercambio cuya finalidad es, en lo que a él concierne, el sexo. 

Sin embargo, antes de que el sexo llegue, la metáfora de la mujer-piano irá desenvolviéndose, de momento en momento, en un extraño reemplazo transmutativo de cuerpos. Uno de esos momentos es el de George, desnudo, acariciando el piano solitario y lustrándolo con su propia camisa.

A medida que el soma brota y se manifiesta, otorgado con lentitud, paso a paso, por Ada, la música lo diluye, lo metamorfosea en algo que trasciende el cuerpo, como si ella misma, al mostrarse poco a poco —hasta la desnudez total—, trocara su cuerpo —y, de paso, el de George— en una transcripción apaciguada por la idealidad, o por algo que se asemeja a lo ideal. El deseo de George es domesticado sin refrenarse, va siendo sublimado sin dejar de ser un deseo que anhela y acepta el sexo. Y así el sexo deviene pasión lírica.

 
Para manifestarse con todo su poderío, la inteligencia emocional no tiene por qué ser ‘culta’.

La conceptualización lírica de lo real, concretamente del amor —o de lo que sea que se llame así, a propósito de un conjunto inestable de emociones y “carencias sugestivas” que suele prescindir de las palabras—, es cosa de la invención literaria, de la imaginación logocéntrica. Pero hay ciertas metáforas del amor y el deseo que no pasan por el lenguaje, sino que más bien apelan al lenguaje por medio de una reunión de actos articulados.

George, desnudo, limpiando el piano. Una desnudez abierta, total, sin disimulos, y que no es el centro de nada conocido allí —en todo caso el centro es el acto de limpiar un piano que ya no es un piano—, puesto que deviene adjudicación, renuncia, devoción, franqueza, legitimidad, credo, fe. 

La penúltima parte de la metáfora, antes de la mutilación, tiene lugar cuando Ada, que ha estado encerrada por Alistair —quien la ve teniendo sexo con George—, extrae del piano una tecla y, con una aguja, labra en un costado una frase: Dear George, you have my heart

Envía la tecla a George, que está a punto de irse, desconsolado por la ausencia de Ada. El resto de la historia es previsible: Alistair mutila a Ada y comprende que ella ama a George. Por la noche le pide a este que ambos se vayan, para que al siguiente día todo parezca un sueño. 

Ada, George y su hija abandonan el selvático enclave donde han vivido hasta entonces. Cuando están en la barcaza, en mitad de las olas, Ada le pide a George que tire el piano al mar. Ahora es un objeto inservible, está dañado y su destino ya se ha cumplido. Así tiene la metáfora de Jane Campion su último momento, que dialoga con el primero, cuando el mar y el piano se vieron frente a frente por primera vez bajo la mirada de una mujer.

Bienaventurados los que en un territorio hostil (físico y/o de la conciencia) hacen del amor un enclave para protegerse y vivir.


© Imagen de portada: ‘The Piano’ (fotograma), de Jane Campion (1993).




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