El capítulo cubano de los libros que podrían leerse con una sola mano —en dependencia, como suele pasar, del grado de “convocatoria imaginal” del lector— comienza en una prehistoria que no por lejana en el tiempo deja de ser asombrosa y hasta despampanante.
Los padres literarios, en Cuba, del desenfreno sexual y el morbo fantasioso, son escritores del realismo social posromántico —los llamaré así—. Han escrito alejados de la ligereza contemporánea del discurso pornográfico, pero se avecinaron a ella gracias a una convicción poderosísima: el sexo y su lenguaje arman una dimensión inescapable.
Sin embargo, en mis tiempos de investigador literario, varios colegas de experiencia me aseguraron que algunas de esas notorias y circunspectas figuras también se ganaban su dinero escribiendo páginas pornográficas de cordel, folletos urgentes y urgidos —impresos a la mayor brevedad porque tenían gran demanda— que, con disimulo, eran vendidos en los quioscos y hasta en las bodegas.
Parece que no, pero en Cuba —pondré ese ejemplo— siempre hubo pornografía y “alto erotismo”: películas, libritos, fotografías, volantes, postales coloreadas, más una literatura congruente con esos asuntos. Aquí ha ocurrido de todo. Muy normal, digo yo. Y, en cuanto a libros, uno no debe dejar de citar algunos que son pasto de la avidez arqueológica y de la curiosidad del coleccionismo.
Lejos, a inicios del siglo, están Miguel de Carrión, Alfonso Hernández Catá, Jesús Masdeu y José Antonio Ramos. Y que conste que eso fue antes de las criaturas pansexuales de Lezama y el manoseado capítulo 8 de Paradiso. Menciono a tales escritores en virtud de lo que subraya Henry Miller acerca de la relación entre obscenidad y pornografía. En lo referido a la graficación del sexo, aquella es saneadora y no tiene pelos en la lengua; mientras que esta alude a un pacto más o menos hipócrita entre lo que se insinúa y “lo que se ve”. Digamos que esos escritores no son obscenos, pero sí insinuantes, y manejan sin preocupación la impudicia que se esconde en lo reticente.
Como son varios los textos que elaboran un conjunto de imágenes que, a su vez, invitan al lector a meterse mano o a pensar en hacerlo, seré breve y gráfico al detenerme en este parque jurásico de la narrativa cubana. Voy a ser más exacto: se trata de invitaciones a invitaciones. Un convite de segundo grado.
Hernández Catá tiene un cuento, “El gato”, donde hay un misionero occidental al amparo de una familia —de Shanghái, si no recuerdo mal—. Una joven muy, muy, muy joven lo asiste. El misionero trae consigo un gato. Los adictos al porno asiático —del pueblo thai a las gentiles damas chino-japonesas— saben que la vulva de una asiática indulgente y liberal se comporta como una de las regiones más misteriosas del universo. Una recóndita y devoradora empatía surge en la relación entre el misionero y la chinita. Esta o es descuidada en su vestir o es insinuante. Y un día el misionero se ahorca.
Pero donde Catá aprieta de veras es cuando publica su novela El ángel de Sodoma. Allí conocemos la historia de José María, joven sereno y varonil pero desde dentro —y secretamente— amujerado. He aquí a otro suicida con “cutis de jazmín” —de acuerdo con Hernández Catá—, émulo de Anna Karenina —la pasión por los trenes en marcha es obvia—. El episodio más emotivo transcurre en una función de circo. José María no puede apartar la vista de los músculos de un trapecista. Sin aludir a ella, Catá describe el proceso de una frenética erección.
Carrión es un simulador de los mejores: se pone a titular creativamente las novelas que lo hacen pasar a la historia de la literatura cubana: Las honradas y Las impuras. Ya sabemos que en dichos títulos hay un cruce de paradojas. Las mujeres honradas son las verdaderamente impuras y las que carecen de “distinción” social son impuras, culpables a causa de su pobreza; a la larga, sin embargo, resultan dueñas de una honradez muy firme. Una de esas “impuras”, Victoria, vive cómoda en un ámbito familiar burgués que la aburre. Un buen día, se entrega en el reservado de un local a un hombre de muy buen ver, un seductor: Fernando. La escena es tremendísima. Carrión no nos lo refiere a las claras porque no es un narrador obsceno, pero lo que allí sucede es esto: Fernando extrae su pene ya listo, Victoria descorre su vestido y se sienta encima de él y se mueve, clavadísima. Ambos disfrutan así de ese procaz y ventajoso esplendor del coito.
Jesús Masdeu dio a conocer a inicios de los años 20 una novela bayamesa: La raza triste. Es, según recuerdo, un libro provinciano bien escrito, pero silenciado por el olvido. Lo mejor de sus imágenes, para la sensibilidad erótica contemporánea, y en especial lo que de eso uno puede ver en Cuba, es la temprana interracialidad libertaria del sexo y el deseo. Tenemos a un médico discriminado y casi acosado —por mulato y por pretender abiertamente a una joven blanca—, y un vínculo erótico que no por estar en segundo plano deja de tener energía.
La narrativa cubana siempre ha promovido y soportado pruritos sociologistas que, en ocasiones, tocan las puertas del ridículo. Pero Masdeu subraya un problema real y, al mismo tiempo, pone a la amorosa y desafiante pareja bajo las solitarias sombras de un cementerio. La calentura es insoportable, nada puede aplazarse ni evitarse ya: sobre una lápida, góticamente, el mulato penetra a su novia. La escena posee, creo, una indirecta pero colosal lubricidad.
El caso de José Antonio Ramos y su novela Caniquí es muy singular: el autor nos arroja al siglo xix. Estamos en una hacienda, sumidos también en el arquetipo de lo interracial. Aquí son detectables varias vueltas de tuerca. Sexo directo no hay, pero sí una morbosidad facetada y exasperante.
Más allá del obvio simbolismo de emancipación que Caniquí, negro insurrecto y efigie de virilidad, representa de continuo, su “diálogo” con la joven blanca Mariceli, la hija del hacendado, deviene una mutua contemplación atónita, llena de pasmo. Hay una simpatía muda, una curiosidad recíproca. Mariceli clama contra el dolor de la esclavitud y por otro lado entra en contradicción con su propia religiosidad. Se autofustiga en su capilla personal. Caniquí la ve sangrar. No entiende mucho. Ve que “su niña” está adolorida pero también ¡deleitándose! en ese padecimiento. La empuñadura de la fusta es fálica.
El cuerpo del negro se constituye, para la jovencita, en una extraña mixtura de fruición y esperanza, y Ramos arma un proceso de significaciones, un jeroglífico erótico, un ideograma del deseo y sus fantasías. Le toca al lector aparejar el enunciado.
A no ser en los predios académicos, momentos así se han olvidado hoy. Pero se encuentran ahí, en esos libros. Y en otros más recientes como Adire y el tiempo roto, del arrinconado Manuel Granados: más sobre sexo interracial; en el Calvert Casey de El regreso: la sombra intransferible de la muerte y las prostitutas gozosas; y en Siempre la muerte, su paso breve: una aproximación al anómalo y canónico fetiche del deseo homosexual que el héroe, recio y patriarcal, enarbola y difunde casi sin saberlo.
Después, más apegados al hoy, al ahora, aparecieron Guillermo Vidal, Pedro Juan Gutiérrez, Alberto Garrido, Jorge Ángel Pérez, Pedro de Jesús, Anna Lidia Vega, Rogelio Riverón, María Liliana Celorrio, Michel Encinosa, Ena Lucía Portela, Michel Perdomo, Jesús David Curbelo. Sobre ellos, y también sobre textos y escritores muy jóvenes, de estos años pre y pospandémicos, daré razones y ejemplos coleccionables en mi próxima entrega.
Por el momento, y como una irritante coda donde lo extraño se metamorfosea en ofrenda y agasajo, quisiera decir que, hasta donde conozco, no hay un texto o episodio de la narrativa cubana actual donde haya una semiosis de la masturbación —en este instante me refiero a la masculina— a la altura de esa semiosis que vemos, tan a las claras, sin tapujos, con una sinceridad casi cínica, en El yo sublimado, cortometraje de David Moreno. ¿Conocen ustedes esa obra? Vale la pena. Por lo general, en estas cuestiones la literatura va por delante del cine. Aquí ha ocurrido al revés, y de qué manera.
© Imagen de portada: Алекке Блажин.
Para leer con una sola mano (II)
La mayoría de los hombres ignora qué —y cómo— les gusta a las mujeres —a cada una en sus individualidades más libres.