No son cuatro gatos los que se interesan en esos textos donde la escribanía se detiene en el sexo, entre la calentazón y la maroma verbal. ¿De verdad cree alguien que la literatura centrada en los viajes por el interior del placer está destinada al fracaso, al agujero de la mala calidad y lo trivial, a los anaqueles que guardan lo más notable de lo suplerfluo? Nou. Niet.Nein.
Dichoso aquel escritor con oficio, talento e imaginación que alcance a escribir un relato pornográfico. Una narración —estoy conjeturándolo metido en una novela— que clasifique allí mientras sortea el peligro mayor: romper lo centrípeto que suele dominar a la expresión del sexo y seguir de largo, avanzando gozosamente atado a las líneas de la acción. Porque la épica del sexo, como centro del relato en prosa, acostumbra —sin exclusividad— amarrarse de mil maneras a lo contemplativo y sus peligros, aunque hay cierta cantidad —poca, sinceramente— de narración en la descripción. Eso, amigos, ya lo sabía Homero cuando, temerario, se detiene a describir el escudo de Aquiles en medio de la ondulación, el estrépito y el ajetreo de las batallas.
Entre paréntesis: a quien quiera introducir mucho sexo realista en una novela y hacer de él un protagonista medio escondido pero inexpugnable, yo le recomiendo la lectura del audaz Homero y después de Lessing: Laocoonte o sobre los límites en la pintura y poesía. Sirve de mucho para adquirir una autoconsciencia del fluir de determinadas formas de escritura que se entrelazan sin enemistarse.
Los muchachos de Las polluelas, una pieza cortísima de Guillermo Vidal, son zoofílicos. Uno los vislumbra saturados de deseo y no por esas polluelas que acaban moribundas y encharcadas tras penetraciones rampantes y olvidables, sino por las tetas y las formas del short ajustado que usa María Julia. Ella se sabe atisbada, le gusta ser objeto inabordable de fantasías, y allá van los jovencitos a destrozar a las polluelas.
En la época en que un destello de un cuento ya podía ser una invitación al toqueteo, la narrativa cubana estaba ocupada en asuntos “más serios”. No dudo de la gravedad de estos, pero siempre he lamentado —¡qué aburrimiento!— la ausencia de una liberación.
Un escritor no tiene por qué hacerse responsable, y menos aún en Cuba, de referenciar los desastres del entorno. Y por eso me gustó siempre el modo abierto y casi supurante con que un personaje de Alberto Garrido evoca el roce de su pinga en el culo de una muchacha (El muro de las lamentaciones), o el detallismo expedito y diestro de Anna Lidia Vega en Conductos privados, o el morbo cultural de Jorge Enrique Lage en La Máquina.
Ustedes pensarán lo que quieran, pero a propósito de ese último cuento diré que un libro encima del pubis de una mujer desnuda siempre queda muy bien. Tan bien como el oscilante búcaro con flores sobre la pinga vivaracha de Peter Gallagher en Sex, lies and videotape, aquella célebre película de Steven Soderbergh.
Hay un fetiche que siempre ha azuzado mi imaginación: oír —y, si puedo, ver— a una mujer orinando. El acto en sí se me antoja extraordinario y despliega una energía casi lírica. Tiene un complemento que me atreveré a consignar aquí: lamer los labios menores tras la ejecución de esa intimidad fisiológica que ya no sería tan íntima y donde al final la fisiología se derrumba.
Pues bien: me refiero a esto porque si hay una historia que da libre curso a ese factible delirio y lo pone al servicio de la graficación del sexo —en el espacio-tiempo de la convención realista y también en la mente de los personajes— es Los gatos de Estambul, de Rogelio Riverón.
El mejor ritual de apareamiento que conozco (un torneo de intenciones, falsas pistas, conjeturas, petulancias tramposas y deseos sobreexpuestos) lo narra Michel Encinosa en un relato ígneo titulado Lo mismo que quieres tú. Marco Antonio es un mecánico morbosísimo que necesita y se complace en tener un confidente; y Carmen, cómplice y discípula, es una jovencita que aprende rápido y que vive excitada 24/7. El texto deviene un elogio liberador, sin riberas, de la amistad, la masturbación y los ensueños más ocultos.
María Liliana Celorrio y Jesús David Curbelo arman, cada quien a su modo, dos caras de una misma moneda: la expresión directa del goce.
Ella habla de una entelequia de lo irresistible: la lengua de un tigre recorriendo los muslos de una mujer. Pero también escribe este diálogo: “Me parece que yo te doy bastante lengua y todo mi salario” / “No es dar lengua, sino saberla dar. A mí no me gusta que me eches la saliva ahí, con el disimulo. Yo quiero que te tragues todos mis flujos y no que los escupas en mi sexo”.
Socarrón, Curbelo manipula en Una mujer diferente el misterio y la expectativa —en torno a Andrea Machado, una habilidosa y bella mujer trans— desde el centro de un deseo que llega a ser punzante y que al final es descrito con solvencia en su definitiva, turbadora y graciosa realización. Y observa: “el sexo no consiste en un eficaz entrenamiento físico para ejecutar piruetas sobre el lecho, sino en una elasticidad mental que permita a los amantes disfrutar lo trillado cual si acabaran de inventarlo”. Al instante de la sodomización de Andrea Machado no le falta poder.
Curbelo es traductor, además —y al cubano, pormenor importante—, de los Sonetti lussuriosi (Sonetos lujuriosos) de Pietro Aretino, inspirados, como se sabe, por los grabados pornográficos del pintor Marcantonio Raimondi, quien, a su vez, se dejó sugestionar y conquistar por los modernísimos dibujos —las posturas sexuales acostumbradas y las que no—de Giulio Romano. Recuerdo que esa traducción vio la luz en el número 69 —nunca mejor cifra— de la revista Unión, de la UNEAC, cuya circulación motivó melindres, tembleques y aspavientos.
Hay un escritor semiolvidado de los años 90, Michel Perdomo, por cuya obra siento un aprecio que no decae. Perdomo tiende a ser un místico del triángulo amor-violencia-sexo y ha encauzado ese entresijo con sinceridad estilística y sin distanciarse del placer que se suscita en lo que narra. Cuando uno lee Los amantes de Konarak y Peces ciegos, comprende enseguida que la fornida morbosidad visible allí no es hija de un juego ligero, sino de una ambición sostenida por la angustia.
Pero…, ¿recuerdan ustedes la novela El paseante Cándido, de Jorge Ángel Pérez, libro descacharrante, procaz, satírico, que sin sonrojos, y centrado en la fascinación por el cuerpo masculino, dialoga con una corpulenta e inquebrantable tradición literaria donde el sexo es intimidad, política, fiesta y sacramento enigmático? Allí, sin exculpación ni ensombrecimiento, hay un credo sustancial: el de la principalía de la pinga. El falo de la alta cultura, y más si deviene canónico y tipológico, es, para toda individualidad y todo tiempo, la hermosa y desazonadora pinga cubana, con fama cierta en Barcelona, Munich, Manhattan, Buenos Aires, Nigeria, el Vaticano, Moscú o Pekín.
Un apunte a la deriva: a sabiendas de que hay mentes hipersensibles y hambrientas, no olvido algunos pasajes, como para meterse mano, de relatos como Oyendo a Miriam H, de Marcial Gala; La espalda marcada, de Yunier Riquenes; Al borde del mar, de Jamila Medina; Ars Amatorio, de Agnieska Hernández; o el siempre legible Ne me quitte pas, de Legna Rodríguez Iglesias.
Y ahora, una coda en busca de algo parecido al hoy, que incluso con optimismo no deja de ser ni opaco ni irresoluto.
Conozco relatos de Lis Monsibáez —prefiero El penco—, una escritora que sabe lidiar con la intensidad de lo grotesco cuando se acopla con el sexo y, en concreto, con los detalles de una penetración altisonante.
De Ariel Maceo he visto un texto, El cliente, que con naturalidad va más a lo sugerido que a lo contado para establecer una contrastación donde lo muy sensual sale ganando a pesar de un desenlace donde cunde el horror.
De Ariel Fonseca conozco un cuento muy breve, Postal desde Berlín, que revela la doble faz del sexo urgido y urgente: su placentera trivialidad. El cuento empieza así: “Me fui con la alemana para el baño”.
Junior F. Guerra construye, desde la experiencia de la fotografía y el fotógrafo, un narrador muy morboso, muy lleno de reticencias, de declaraciones sinceras y de argucias. Ese narrador es un mirón nato y se propone hacer disfrutar, gozar. Y ya sabemos que, en este mundo metastásico y nauseabundo, hay pocas versiones válidas del humanismo, entre ellas esa. Aludo a sus textos Obturador y Powershot. Leer a Junior F. Guerra permite preguntar si la estética de la sensualidad, tan próxima al deseo, debe resguardarse o no de la emoción moral.
Quiero dar fin a estos meandros seminíferos con Milho Montenegro y su texto “Turmalina negra”, fragmento autónomo de una novela titulada Impúdica. Una geóloga especialista en gemas masturba con el pie, en un bar, a un escritor que se come las uñas. El escritor se excita mucho y ella también, a pesar de lo desagradable del hábito de aquel, quien de repente empieza a contarle a la geóloga su triste historia: cómo la que iba a ser su esposa se fuga con su mejor amigo, un mulato que no tiene un pene tan grande como el suyo —la geóloga ha calibrado ya, con su travieso pie, las grandes dimensiones de la pinga del escritor—, pero que es el hombre preferido de su novia.
Al final, luego de volver a su casa, la geóloga se masturba con un vibrador y se complace en fantasear: que la exnovia del escritor, el mulato y ella se reúnen para hacer un trío. Concluida esa deliciosa quimera, y tras el orgasmo, la soledad y el vacío la asaltan con ventaja. Lo que aquí gana es el codiciable régimen de la compañía, que no existe.
Bienaventurados quienes hacen del buen sexo algo que va más allá de sí mismo, aunque su suficiencia nos lleve de antemano, sin necesitar de nada más, a la grandeza de su reino, a la infinitud de su poder y al lenguaje de su gloria.
© Imagen de portada: Алекке Блажин.
Para leer con una sola mano (III): Libros cubanos
En Cuba siempre hubo pornografía y “alto erotismo”: películas, libritos, fotografías, volantes, postales coloreadas, más una literatura congruente con esos asuntos. Aquí ha ocurrido de todo. Muy normal, digo yo.