Virgilio Piñera: las fábulas, la tumba, los graznidos (II)

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Un Viejo Papagayo Graznador… ¿cuántos años tendría ahora? ¿107? ¿Lo hallaríamos absorto, lúcido, casi sin plumas, perdido en el interior de sus pensamientos, admirando unos cromos de Wilhelm von Gloeden y escuchando el Oedipus Rex de Stravinsky con la voz de Jean Cocteau

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La narrativa de Piñera presenta al lector varios dilemas: el de la imposible postergación del enjuiciamiento, el de la referenciación de la parálisis de lo real, el del desajuste entre lo real y la conciencia, el de la obturación, el atasco, la agresividad, el desconcierto, el antiheroísmo, la comprobación de la pérdida, la comprobación de que lo único en verdad sólido es el yo y las comprobaciones del yo.

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Más en concreto yo prefiero aludir, en el caso de un hombre como él —a quien siempre he visto como ese sujeto que construye tenazmente su yo, que levanta su yo como dentro de un viaje encarnizado dentro de la escritura—, a la libertad intelectual y la identidad literaria, a lo deliberado de una personalidad creadora.

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Se trata de un escritor donde, en lo concerniente (por ejemplo) al relato en prosa, desde sus inicios conviven esas dos maneras de producir escritura y producir realidad: por un lado, la posposición clásica —el discurrir del relato hacia su desenlace, entre personajes, paisajes, acciones y efectos de acciones—, aunque esa escritura esté intervenida por lo grotesco, el horror simpático, la crueldad, la somatización de lo incómodo y lo fantástico, que son circunstancias de dramatización o desdramatización concertadas en una lógica singular. Por otro lado, el encapsulamiento de los hechos en un estado de cosas, una composición como de naturaleza muerta sin estar muerta, en esos textos que Antón Arrufat ha calificado de “ficciones súbitas” y que son, en fin de cuentas, lo contrario de la posposición, puesto que fotografían un momento arrancado de su pretérito y su futuro presumibles. 

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Me refiero a textos que describen/producen la atmósfera de pequeños dramas estacionarios, de índole más o menos episódica, y cuyos elementos constitutivos aparejan una especie de pintura en lo simultáneo (la simultaneidad de muchas de esas prosas, que juntas arman un mundo exclusivo, casi sin parangón).

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La convivencia a que aludo —posposición clásica y encapsulamiento de estados— hablan de un escritor proteico que, en apariencia, se desdobla. Ahí florecen no una poética doble, sino más bien dos fases suyas que ya estaban sincronizándose desde (ojo con esto) inicios de los años cuarenta. Y, como siempre allí, la precisión de lo helado (los hechos en primer lugar), la expulsión sistemática del adorno, y la abolición del estilo (metáfora y estilo, según la idea de Proust) en el viaje a cierta razón y cierto orden. 

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Lo discontinuo, lo inarmónico, lo fragmentario, lo oscuro, lo supuestamente amorfo, podían conducir y de hecho condujeron a una poética de la discreción y la sobriedad, o una poética de contornos y entornos realistas, independientemente de su soporte más o menos fantasioso. La voz que salía de allí, ¿acaso no era inquietante? El Papagayo Graznador emulsiona y acrisola lo real, lo muy inmediato, y después cuenta historias como si nada. El efecto es extraño, cuando menos.

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Estamos en presencia de una lengua magra que fluye anclándose con fervor en las frases lexicales y que se sumerge en una especie de manierismo displicente, donde la sospecha de lo ramplón se articula, anómala, con una idea de lo literario en la cual no comparecen los pactos de la tradición con lo bello. Esa lengua es la de la negación y la imagen multiplicable de la negación, más el predominio de una lógica (o la aceptación de una lógica) donde el graznido se refiere al trastorno tragicómico del mundo. 

Una voz que no pierde jamás su histrionismo, de “La carne” y “La boda” a “Tadeo”, de “El Gran Baro” a “Belisario”, de “Natación” y “La montaña” a “El caramelo” y “Salón Paraíso”. O del sentido del escape del dolor y la lascivia en La carne de René, al sentido de la renuencia al compromiso en Pequeñas maniobras y esa descacharrante fuga distópica que presenciamos en Presiones y diamantes.

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A propósito de esta novela de Piñera, publicada en 1967: allí hay un catastrofismo muy serio que no abdica de la payasada, y también una advertencia sobre la desustanciación del espíritu, si así pudiéramos hablar. Una advertencia, claro está, en un estilo lenguaraz, del descoco y la insolencia. Contra toda suntuosidad. 

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Desde 1959, y en especial por aquella época estruendosa (estruendosa de veras), no han faltado en Cuba escritores muy hábiles y fuertes y lectores muy inteligentes, y también funcionarios tocados por la soberbia, ensombrecidos por el ejercicio del desprecio, y, al cabo, por una confusión épica consagrada a la “corrección política” y a las tonterías de la idea del compromiso social inmediato de la literatura.

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El denominador común de la actitud humana en esas novelas de Piñera: escapar, desbandarse (por miedo, pero también por aversión), huir, desertar, escabullirse, ocultarse y desaparecer de todo excepto de la literatura, o más bien de lo literario, ese estado mental que el sujeto podría elaborar para sí como refugio. Por otro lado, el denominador común del estilo: objetivismo, austeridad, ausencia de lo sentimental (una suerte de estoicismo impasible), impersonalización y “facticidad” (preeminencia del detalle). Y la inspección desvivida (y no sentimental) del sujeto. 

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Una voz que declara, con su hacerse y sus fluencias, que el fervor por la literatura no se determina en la comprobación narcisista del yo durante el proceso constructivo de su lenguaje, sino más bien en la adherencia gravitacional de ese lenguaje con respecto a los mundos que funda y en los cuales interviene. Ese es el campo de fuerza que le sirve a Piñera de territorio de emplazamiento y radicación y que tiende a convertirse en uno de los núcleos de sus ficciones.

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Pero habría que recordar otra vez ese maravilloso y acerado texto, “Grafomanía”, en el que Su Excelencia el Viejo Papagayo se burla de las solemnes falsedades, de la cargante machaconería del realismo lógico, del detritus de la literatura y, a la larga, de quienes creen que la literatura posee una misión social (una creencia donde se esconden dosis enormes de vanidad).

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Y, sin embargo, ahí está el personaje de Tadeo, que necesitaba ser cargado en brazos y que le impone al mundo su osadía. Tadeo, ese individuo que, como si tal cosa, propaga un mensaje de humanismo entre la comicidad y lo ilógico. A Tadeo no le da pena, no siente pudor. Él pide ser cargado y ya. Se separa violentamente de las convenciones y su cuerpo mengua hasta enflaquecer para que ser cargado no se constituya en una faena abusiva. ¿Pero acaso no va el humanismo, hoy, en contra de la lógica de eso que se llama “desarrollo del mundo”? Claro que sí.

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Cuando Piñera murió, en 1979, la realidad social cubana hizo que al siguiente año la profecía de Pequeñas maniobras se cumpliera en una desbandada que se transformó en estampida, en éxodo. 

Nunca he visitado la tumba, en Cárdenas, de ese hombre que amaba el sexo en su vertiente helenística (para decirlo con guasa sana y medio sarcástica, pero muy afirmativa) y que, jesuita de la escritura, plantó para siempre dos o tres hitos en la cultura de su país. 

Un hombre que se ha convertido, creo, en el escritor más grande que ha tenido Cuba. Espero que, metamorfoseándose en isla, como él mismo soñó en uno de sus poemas, no le falten esas flores sencillas que suelen merecer los mártires.




Virgilio Piñera: las fábulas, la tumba, los graznidos

Virgilio Piñera: las fábulas, la tumba, los graznidos (I)

Alberto Garrandés

Hace 40 años a Virgilio Piñera le dio un infarto y se murió un día como hoy: 18 de octubre. Estábamos en 1979, a un paso del Gran Éxodo. El Viejo Papagayo Graznador, la criatura enjuiciadora de “Grafomanía”, emitió, como aquel personaje de Samuel Beckett en Cómo es, su último cuac. Dijo cuac-cuac y dejó de respirar.