En un país donde la sobrevivencia y sus estándares tienden cada vez más a cero, el hecho de poder aferrarse a determinadas cosas se transforma en una extraña ventaja.
En los bordes de lo abisal es donde más fuerte se percibe la llamada de ciertos objetos intangibles. No sirven para “comer” (aunque son nutritivos), pero sí para curar. Curar desde dentro de cierto paisaje de cierta resistencia.
Aunque es posible sentir pudor al hablar en esos términos.
(Dejemos constancia del pudor).
Ursula K. Le Guin dice que los grandes poderes tienen siempre la apariencia de lo inescapable y lo eterno, y que eso mismo se pensaba sobre el derecho divino de los grandes reyes. De modo que, en cuanto a poder material, nada de lo que parece forzoso, permanente e irrecusable, lo es de veras.
Ad majorem spei gloriam.
Leemos que el universo es un objeto continuo de cuatro dimensiones, y, sin entender del todo a qué se refieren los físicos cuánticos, uno podría estar de acuerdo con la feliz posibilidad de que todos los puntos del espacio y el tiempo estén interconectados.
Repasando el llamado paquete semanal (ya se sabe: documentales, películas, música y videoclips en esta isola truccata), me encuentro con una buena copia, sin subtítulos, de Oblivion (2013), la película de Joseph Kosinski.
Allí, en un momento raro de las tareas que suele cumplir Jack Harper (Tom Cruise) en una Tierra casi totalmente evacuada, a causa de la devastación radioactiva, aparece ante nuestros ojos un volumen de textos de T. B. Macaulay, político y poeta decimonónico inglés que se especializó en dejarse seducir por el misterio persistente de la ciudad de Roma.
El libro, una reliquia de bordes semiquemados, que Harper halla en una biblioteca hundida por los derrumbes, no es otro que el célebre Lays of Ancient Rome, con el que Macaulay dejó claro, en su día, que era un experto en la composición de eso que lo críticos denominan narrative poem.
En una Roma invadida (invasión cultural, en realidad) por los etruscos, un héroe habla. Se llama Horacio. Y asegura: To every man upon this Earth / Death cometh soon or late; / And how can a man die better / Than facing fearful odds, / For the ashes of his fathers, / And the temple of his gods.
En un mundo hipertecnificado, sin bibliotecas como las conocemos, sin libros físicos (que son lo que sobrevivirían, en definitiva), y donde se pone a prueba, de continuo, la ilusión de lo real (a los sobrevivientes se les borra la memoria), son esos los versos en que se detiene Harper, asediado desde antes por sueños y figuraciones incomprensibles.
Versos muy claros: para un hombre no hay mejor forma de morir que enfrentándose, por las cenizas de sus padres y por los templos de sus dioses, a contingencias aterradoras.
Hay que aferrarse, en términos prácticos, a algo duradero.
¿Pensar en la cultura es pensar en términos prácticos? Un trozo de pan. Un poco de arroz. La cuerda floja del dinero.
Aferrarse a algo que no sea el resultado de la impermanencia y que se distancie del predominio material (me tiembla la mano mientras escribo eso) con el vigor propio de la entereza.
Y, de momento, puede uno extrapolar realidades concretas. Porque, en todo tiempo y todo lugar, uno mantiene vivas las cenizas de sus padres, y limpia, de vez en vez, los templos de sus dioses.
Y hay libros y pinturas y películas y piezas de teatro que pueden exhibir, sin desmayo, esa maravillosa cualidad de ser padres, templos y dioses. Obras sobre la perduración del espíritu y la valentía y el honor de cultivar el yo, más allá de lo temible del contexto.
Porque uno vive en Cuba y el contexto horroriza. O desalienta. O estremece. O deprime. Y no se trata de un pesimismo lógico (cuyo origen está en la repetición incesante de lo calamitoso y lo indigno), sino del sentido común.
Cuando, años atrás, estuve frente al tríptico El jardín de las delicias, del Bosco, en el Museo del Prado, algo se rompió y se construyó rápidamente dentro de mí.
Existen mil formas de compendiar la rareza histórica del alma, pero la del Bosco es única, en especial a causa de lo que se ve en el panel de la derecha, arriba: un conjunto de edificaciones nocturnas de donde brotan haces de luces, como si hubiera una batalla, un bombardeo, un combate aéreo.
Estamos hablando de una obra realizada entre 1490 y 1500. Las predicciones eficaces sí existen, entreveradas acaso con la lucidez del ensueño.
El No, desde Franz Kafka hasta Virgilio Piñera. El No rotundo. Oponerse. Decir que No. Algo así (a partir de la pesantez ontológica de la negativa, de negar, de condenar) sucede en las páginas de En la colonia penitenciaria, de Kafka, un largo relato en el cual un explorador-inspector visita un penal donde se castiga la desobediencia.
Como la máquina de castigo es tan perfectamente espantosa, y como además su mecanismo escapa a toda comprensión de la decencia, la compasión y la justicia, el explorador da su veredicto. Le preguntan qué cree del procedimiento y declara su disconformidad, su antagonismo. Discrepa. Y entonces, como si oyera sus palabras, la máquina de castigo se rompe y estalla en mil piezas.
El procedimiento ha envanecido, de tal forma, a sus ejecutores, que disentir de él ni siquiera es motivo de represión (en el cuerpo del disconforme). No lo apalean. No lo meten preso. No lo encierran dentro de un auto policial. Lo que ocurre es simple: el procedimiento estalla. Se anula. Desaparece. Muere.
La esperanza es martirizada porque quiere ser conducida, a la fuerza, a las fronteras de la muerte. Sus torturadores deciden humillarla así, precisamente porque no puede morir. La esperanza es torturada del modo más horrible porque no admite ninguna condena, según indica Maurice Blanchot.
Otra cara de la esperanza es la obstinación tragicómica. Hay un momento en que los personajes de Esperando a Godot, la célebre pieza teatral de Samuel Beckett, expresan su deseo de irse, de marcharse.
Godot no llega. Y verbalizan el deseo de renunciar, de rendirse ante la gravedad de la ausencia, que es como un vacío persistente. “Vámonos”, dicen. Pero no se mueven.
Uno está en el malecón, aguardando. Pensando en el destino final, en cómo se ha llegado hasta donde se ha llegado. Uno quiere abandonar el malecón. Y no lo abandona. Estás en el muro, junto al mar, con alguien que comparte tus pensamientos, y ese “vámonos” se repite, igual que la inmovilidad del no irse.
Después uno escucha el adagietto de la Séptima Sinfonía de Beethoven y empieza a reconocer, en la emoción de la música, una especie de relato.
No puede demostrarse que sea un relato, claro está. No hay ningún tipo de verbalización allí, ni acciones presumibles. Ni siquiera se detectan emociones, puesto que, para determinarlas, las palabras hacen falta.
Y, aun así, Beethoven traza una especie de recitativo-súplica, una “descripción” donde se implora algo que podría parecerse al amor, al crédito que cobra el optimismo cuando le da la espalda al desconsuelo.
Y entonces uno recuerda La decapitación de San Juan el Bautista, de Caravaggio, y conecta esa turbación del padecimiento físico (el decapitador usa un gran cuchillo y, quien ordena decapitar, señala hacia un cazo donde se recogerían la sangre del mártir y, en especial, su cabeza) con otras turbaciones: las que, por ejemplo, se producen, en tanto resultado de procesos intimidatorios bien documentados, cuando vemos, en los grupos armados de los cárteles del narcotráfico, mutilaciones y decapitaciones a machete de sus prisioneros.
La idea contemporánea de la muerte se enrama en las ideas antiguas del castigo. Ir a procedimientos medievales de castigo equivale a sembrar el terror. Lo terrible vuelve a suscitarse debido a la propia belleza del cuadro de Caravaggio, cuyas dimensiones son “incomprensiblemente” grandes: 5.2 por 3.7 metros.
“Todos los que me aborrecen, aman la muerte”. Este exergo, tomado de los Proverbios, figura al inicio de un extraordinario poema del cual podría uno engancharse: Muerte sin fin, de José Gorostiza.
“Lleno de mí me descubro en la imagen atónita del agua”, leemos. El yo en los otros es la riqueza del yo. Y, a medida que avanzamos en el texto, descubrimos una advertencia y un saber íntimo acerca del desorden a que podría someterse, peligrosamente, la materia sin Dios, en la que la muerte no significará ya nada y su umbral sería, entonces, la ausencia de esperanza.
Al final de Paradiso, José Lezama Lima introduce una tentadora e inquietante proposición: el hecho simple de poder empezar (en el “ritmo hesicástico” al que se alude en la célebre página final de la novela), o poder recomenzar continuamente a partir de cualquier desorden, cualquier desavenencia sensorial. E, incluso, a partir de cualquier desastre. Porque siempre, sugiere el poeta, nos quedarían los poderes representacionales (y de conexión persistente y tenaz) de la metáfora.
En la poiesis, que trasciende toda configuración o realización lingüística, hay un proceso libertario primordial. Y es eso lo que en verdad importa: la libertad.
Pero, además, uno alcanza a ver, con algo de suerte, las obras monumentales de Anselm Kiefer. Y por medio de ellas uno asiste a una extraordinaria comprensión (Kiefer revisita el pasado, pero no deja de imaginar el futuro) de lo que es el terrorismo de estado, la opresión espiritual, los gobiernos tiránicos, la guerra contra el yo, la coartación de las ideas.
Toda esperanza pasa hoy por la testificación de la desesperanza. Y Kiefer usa mucho la imagen de las flores y el agua en ámbitos derruidos, donde hay cascajo, figuras de plomo y habitaciones vacías y cercadas en las que apenas existe la luz.
Esas imágenes nos aproximan a la obra fílmica de Andréi Tarkovski, que es, en mi opinión, el humanista más abarcador e intenso de la historia del cine. Tarkovski usa lo devastado y lo solitario como ámbitos del despertar de la esperanza (en Stalker, de 1979). Asimismo, usa la destrucción de ciertos dones materiales (en Sacrificio, de 1986) como símbolo de esa renuncia que busca encontrar, en consecuencia, los dones del espíritu.
Volveré al principio.
Paul Auster, autor de la “Trilogía de Nueva York”, fallece a los 77 años
Por Tom Vitale
“Paul Auster, autor cuyas novelas abordaban cuestiones existenciales de identidad, lenguaje y literatura y creaban misterios que planteaban más preguntas de las que respondían, ha muerto”.