“Con qué seguro paso el mulo en el abismo”.
José Lezama Lima, Rapsodia para el mulo.
Cuando empiezas a avanzar por entre los primeros días de 2024, notas que el algoritmo bajo cuyo imperio nos encontramos (LOL, risas, jajaja), cumple, cada vez más fielmente, con la prolongación del “estado de cosas”. The song remains the same. Preferiría no escuchar eso, ni verlo, ni comprobar que es así.
Preferir es un acto que se inserta, pues, en la cadena de los imposibles. Preferir presupone la escogencia. Esta se expresa en la libertad de elegir.
Un algoritmo es una secuencia finita (o que aparenta finitud) de instrucciones bien definidas. Pero estamos hablando de un algoritmo que se reescribe a sí mismo periódicamente, añadiendo unas variables y/o quitando otras.
Velo por mí, siguiendo una guía de lecturas. Por ejemplo: Bartleby the Scrivener (Putnam’s Magazine, 1853), de Hermann Melville. Recomendable cualquier edición en español que reproduzca la traducción de Jorge Luis Borges. Siempre he tenido a mano listas de libros dispares, mayormente clásicos.
Cuando lo real llega al cero absoluto de su inmovilismo (o cerca de cero), vale la pena encerrarse antes de cada inmersión en la escritura. O que más bien el encierro sea permanente si la escritura es permanente. Hay una escritura física, directa, visible, y otra de índole mental, capaz de englobar a la otra. Es aconsejable distinguirlas correctamente, si vives en la Isla.
Cuando eres consciente de ellas, podemos afirmar que la existencia es escritura. O que la escritura se traga a la existencia. Bartleby es un escribano muy viejo. Acaba de cumplir 170 años y sabe muy bien lo que hace. O tal vez se ha liberado de la tiranía de necesitar saber lo que hace.
Preferir qué. Aquí no puedes usar ese verbo. Preferiría que ellos no estuvieran ahí. Horda de vampiros, chupasangres desvergonzados. Si los observas bien, te darás cuenta de que han comido carne humana desde hace tiempo.
De preferir preferir preferir, prefiero helado con miel. Es, sin embargo, un vicio corcoveante y muy poco económico, y uno es un escritor poveretto.
Preferiría no hacerlo, I would prefer not to, digo yo. I would prefer not to make any change, dicen ellos.
Nada de cambios, indica el texto de Melville. El escribano Bartleby contra la minuciosa perplejidad de su contratista, que se ve rechazado de continuo.
William Blake ilustró Paradise Lost, de John Milton, en una edición de 1808. Hizo un número grande de obras. En la que era la casa de Ezequiel Vieta en La Habana, hay (o hubo) copia de una de ellas, en blanco y negro.
Colgaba de una pared interior. Beatriz Maggi me la mostró cuando hablamos, cierta vez, de Milton y la versificación latina. Es una insólita pieza de aliento moderno, radicalmente apartada de la temática de Paradise Lost.
Allí se ve a una mujer de pie, frente a un hombre que está sentado ante unos legajos. La mujer, especie de Eva, empuña una navaja a un par de centímetros del cuello del hombre. Este, con los ojos entrecerrados, no parece dormido. Más bien evoca con fuerza algo, o simplemente aguarda.
Impermanent contra ephemeral, le decía yo a Beatriz Maggi, sin saber que hablábamos no de etimologías, sino del paso de las épocas y, por contraste, del hundimiento en la fijeza. La tradición latina, en Milton, lo impulsaba a usar impermanent. El griego tardío (bizantino, dicen) propone ephemeral, que significa que algo sólo dura un día más o menos.
Lo que Blake representa en esa incómoda y fatídica escena, alude al acto de ejercer un gran estímulo por medio del cual la mujer intentaría despertar al hombre, sacarlo de su círculo vicioso, liberarlo de ese preferir no hacer que enaltece y condena a Bartleby.
Pero también podemos suponer que lo que allí ocurre es algo muy distinto. Que el hombre, pongamos por caso, ha pactado con la mujer la manera de realizar una suerte de suicidio asistido. Sin embargo, esa posibilidad es tan alambicada que debemos rechazarla.
Bartleby es un hombre educado. Hace correctamente su trabajo de escribanía, pero se centra en lo que ya tiene a mano para convertirlo en algo muy propio. No acepta, pues, encargos adicionales e imprevistos de su superior y tampoco abandona la oficina.
¿Cómo interrumpir la “creativa” autofagocitación del algoritmo?
Una de las formas es apagar lo real, entrar en su sistema operativo (la relación, tan misteriosa, entre conciencia y autoconciencia) e instalar uno nuevo. Nuevo de paquete, como suele decirse. Romper el celofán que envuelve el nuevo e instalarlo, a medida que el viejo va borrándose.
Si antes nos parecía que el viejo era insustituible, el nuevo permite que nos enteremos, casi de golpe, que los poderosos sistemas operativos disfuncionales no eran tan poderosos y sí más disfuncionales que lo que creíamos.
Sólo así Bartleby despertaría y dejaría (o empezaría a dejar) de decir esa frase: I would prefer not to.
Apagar lo real es casi como decirle a la Matrix: “basta, se acabó la ilusión”.
A glitch in the Matrix, dirán algunos. Un fallo “técnico”.
La Matrix escondiéndose de quienes intentan extinguirla. La Matrix procurando hacer que creamos que ella ya no está, cuando en verdad sigue ahí, metamorfoseada por el algoritmo (que no ha desaparecido). La Matrix fingiendo su muerte e, incluso, referenciando unos pomposos funerales donde todo Gran Cadáver es, si acaso, los restos de una piel que se muda.
Es entonces cuando la Eva de la navaja amenaza, sin resultados aparentes, al hombre de los legajos. “No puedes meter la vida dentro de la escritura”, le dice.
Como él no se inmuta, ella enfatiza su frase al introducir una variación: “No puedes meter TODA la vida dentro de la escritura”.
Estremecida por el pertinaz silencio del hombre, cuyo rostro se asemeja lo suficiente al del escribano de Melville, la mujer, no sin horror, le pone la navaja sobre la piel del cuello.
A primera vista, todo esto parece un remedo menesteroso de Philip K. Dick. No lo dudo. Pero es tan sólo, si acaso, una alegoría incompleta de la inmediatez. Lo más triste es que la alegoría se sustenta en el sedimento y la costra de lo que al inicio llamé la prolongación del “estado de cosas”, que es metastásico. Metástasis quiere decir renovación de fases, cambio de lugar.
Estamos en eso, en el camino hacia la última renovación. Y será crudelísimo. Es una suerte tener a mano al mulo de José Lezama Lima. Animal obstinado, animal de la entereza, con su lento y seguro paso en el abismo.
Alguien grita: “¿Qué preferiría de qué pinga?”
Es una mujer enturbiada, madre de dos hijos. Preferir todavía no es una opción.
Y en la televisión: “¡Ansío ver tu cabello y tu hermoso rostro!”, le dice a Shrek, ingenua, la princesa. “No ansiéis tanto”, contesta él, simpático, oculto bajo un yelmo caballeresco.
Estamos en eso, también. ¿Habrá que, de vez en vez, descualquierarse, como dicen los colombianos?
Ansia incalculable y monstruosa.
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