Quimérico y corpóreo

Dedicado a la membresía del Club de las Crines.
  

Nada más variado e indistinto que una vulva. 

Con el transcurrir del tiempo, uno comprende que el conjunto de sus trazos repetitivos no lesiona, empero, su plural diversidad, y que, al mismo tiempo, esos trazos perviven para que una forma ya mítica, que es la de las grandes naves nodrizas aposentadas en el Nilo hace dieciocho mil  años, no se pierda: verticalidad de pirámide que se invierte, presencia de vello —o no—, labios mayores que se abren y dan paso a la portezuela de los labios menores —una portezuela que a veces es la Gran Puerta de Kiev—, el clítoris, el orificio para el desagüe, y la entrada de la gruta vaginal. 

No creo que se me olvide algo, independientemente de los accidentes de lo teratológico y de las precisiones/correcciones sociales, que a veces lindan con lo horrible.

La puerta de Kiev alude a la entrada victoriosa de los bogatiros, rodeados de campanas, y es también el núcleo de una pintura de Víktor Hartmann. En ella y otras del mismo pintor se inspiró Modest Mussorgski para componer su célebre suite Cuadros de una exposición

Lo maravilloso de los labios menores es que acaso se constituyen en la zona de mutabilidad más inestable y sorprendente de la vulva. Un bogatiro es un hombre de la Gloria, un guerrero de hazañas seductoras que entra lleno de triunfo, como un pene ante el cual las puertas, por fin, se abren. 

Se trata de una forma tan persistente y universal, que si dibujas un triángulo invertido, incluso incompleto —pero que deje ver esa punta de flecha señalando hacia abajo—, ya se sabe —cualquiera podría saber— que estás aludiendo a la vulva, a la médula somática de la feminidad, al biofundamento de la mujer. 

Internet lo tiene todo sobre el Mons Veneris, desde idioteces periodísticas hasta reportes médicos sobre tratamientos para eliminar infecciones. Las redes están llenas de información basura sobre la vulva. 

A veces es de utilidad adentrarse en esos vericuetos. Aunque uno nunca sabe, porque el Mons Veneris posee una romántica, prestigiosa, laberíntica y onírica genealogía, y, de acuerdo con determinados mitos del feminismo reduccionista, un hombre está incapacitado de por vida para conocer de verdad el Mons Veneris, que es una suerte de Arcano Mayor y, al parecer, solo otra mujer puede descifrarlo.

Pero las “nuevas masculinidades” ya existen, y uno se queda más tranquilo.

En sexto grado, con 11 años, me dio por dibujar esos triángulos de líneas imperfectas. Mi padre había comprado unos atlas llenos de láminas y en formato pocket-book, de Geografía, Historia, Física y Biología. En este último había dibujos coloreados, no fotografías, y allí vi la que iba a ser mi figuración preliminar de una vulva. 

Observé larga y repetidamente aquello y me fasciné, impávido, con algo que, sin dejar de ser sensual y hermoso, tocaba, de algún modo, las fronteras de lo horrible. Por cierto, con esta idea me encontré después en una película donde, por primera vez, la vulva se metamorfosea en monstruo activo y agente penetrador: Alien, de Ridley Scott.

Desde entonces, y sin una pizca de horror, nunca he podido dejar de pensar, cuando enarbolo la frase “ponme el bollo en la cara”, en esa criatura que salta impulsada por su cola y se pega al rostro de sus víctimas con el fin de preñarlo de la manera más espantosa jamás vista. 

La trascendencia gráfica de la V (uve) habita en su trascendencia como estampa, no de una zona de la anatomía femenina, sino de un concepto hiperdenso. No estaría mal escribir un texto amorfo, agenérico, en torno a la V. 

Ya existe uno, la novela V, de Thomas Pynchon. Pero nuestra época merecería acaso otro, cuya radicación tenga que ver con la virtualidad de lo real. La V es, en definitiva, un símbolo, pero que yo sepa no existe otro James Joyce, por ejemplo. 

El Mons Veneris, me cuenta un amigo escritor que no vive en Cuba, es, para él, no un calvero ni un claro de bosque sino justo eso: una pequeña eminencia boscosa. 

En la isla hay muchas entelequias —convertidas en fábulas de diversos orígenes, entre la ignorancia y las modas— acerca del Mons Veneris. Que si debe ser afeitado, que si basta con recortarlo, que si lo mejor es dejar un milímetro de altura y suprimir lo demás, que si la naturalidad es lo preferible, que si la higiene está en proporción directa con el rasurado absoluto, etc., etc. 

“Yo uso mi bollo como me sale del bollo”, escuché decir a una escritora en una convención de talleres literarios, allá por 1987. Se recortaba la espesura formando un ridículo corazón negruzco que, partido en dos, terminaba por ser bonito y deleitable. Su expresión, una boutade, conecta bien con eso que se llama mise en abyme.

El abismo del bollo: incorporativo e implosivo. Ninguno es poca cosa. Ninguno. 

El amigo a quien aludo pertenece, claro, al Club de las Crines, como yo mismo, y aunque se ha enterado a destiempo de que el vello púbico es un regulador natural de la temperatura en esa zona del monte, no tiene un criterio definitivo sobre el asunto, a no ser el que se expresa en su predilección. 

En teoría, en países fríos es mejor dejarse la mata, mientras que en zonas ecuatoriales la mata debería talarse para que se refresque y la piel no sufra a causa de sudores ni escozores, aunque las modas en el vestir relativizan hoy todo eso.

La cuestión de prevenir traumatismos o roces es bien delicada, porque, como les sucede a los miembros del Club de las Crines, hay pocas visiones más bellas y excitantes que un Mons Veneris hendido de pura excitación, o deliberadamente abierto mientras el desfiladero es custodiado y protegido por la maleza. 

Esta maleza, desde Gustave Courbet, tiene algo de magia, de cosa agreste y hasta de escondite, y uno se enlaza enseguida con la novela pastoril y con esos relatos donde el olor del sexo no es un agravio sino un complemento de extraordinario valor emotivo.

Así que uno puede esconderse ahí, vivir ahí, soñar ahí y no salir de ahí salvo para realizar actividades menores, subalternas, como escribir.

Casi nadie piensa ya en la “romantización” del Mons Veneris en el campo cubano, la campiña, el ámbito rural. Es en verdad increíble cómo ese escenario, tangible e intangible, deviene un sistema que a su vez deviene parque temático con sus señalizaciones, sus usos, sus modos, sus gestos y sus estilos. 

Es una región casi “expulsada” de la historia mítica de la Isla, pero que se mantiene en estado latente cuando, debido a extraños sincronismos, uno, lector de clásicos, regresa a la Grecia de Cloe y Dafnis y el sexo “natural”.

Tengo otro amigo, a quien llamo El Ballenero, que me trae películas de los años 70, en lo fundamental francesas, italianas y españolas. Es un coleccionista nato cuya divisa es NO BORRAR. 

Creo que ya adquirió su octavo disco externo y ha tenido que elaborar un enorme listado de filmes. Tiene dos obsesiones: el orden y el bosque. El bosque es la metáfora que usa para referirse al Mons Veneris

Me dice: “Te traje mucho bosque”. Y con esa declaración, que podría pertenecer al mundo taciturno y hermético de los espías, quiere decir que me trajo películas de esa época donde abundan los desnudos femeninos frontales y el rasurado no existe. 

Mi amigo escritor vive en un país en el que la nieve no es infrecuente y ha tenido experiencias con vellos enconados. Entonces, duda. Pero, aun así, no llega a aceptar el afeitado. Porque ese vello no por enconado hace desaparecer la idea de que lo mullido del Mons Veneris lo protege durante el invierno, el vaivén, los golpeteos, el frotafrota. 

Si no hubiera vello ahí, tal vez se produciría alguna lesión, independientemente del hecho de que las lesiones también se producen cuando la breña del Mons Veneris se enreda con otra breña, sea cual sea.

Conozco a una doctora holguinera, hace tiempo asentada en Estados Unidos, que me dio abundantes explicaciones, durante una visita a La Habana —somos amigos desde que nació mi hijo—, sobre la necesidad de desmochar el monte, de matar incluso las raíces. ¡Y no con el láser de Obi-Wan Kenobi, sino con otro! Qué desdicha.

Cuando estuve becado, entre los 12 y los 18 años, aprendí a tener sexo oral. Zarzales foscos, espesuras tremendas, matorrales inverosímiles. Entonces todavía no había visto reproducciones de El origen del mundo, de Courbet, que acaso sea la representación más serenamente bella e insinuante del Mons Veneris

La primera vez que vi el cuadro recordé mil cosas. “Así que era esto”, me dije, olvidándome así de la mezquina cronología. Y en ese instante crucial, el arte y la inmediación de lo real empezaron a confundírseme. Hasta hoy.

En la preeminencia de la V habitan su sueño de la perpetuación y su delirio transhistórico.



© Imagen de portada: ‘La Gran Puerta De Kiev’ (detalle), de Vasili Kandinski.




Un jabón, unos pelos, un enano singón y una camisa Calvin Klein

Un jabón, unos pelos, un enano singón y una camisa Calvin Klein

Alberto Garrandés

Riverón es uno de los poquísimos narradores cubanosque hace lo que quiere con esas difíciles acotaciones de los diálogos, tras la cuales —ya lo he dicho: la mayor parte de las veces se trata de un ‘asunto de oído’— una página puede elevarse a la categoría de irrepetible.