Nosferatu: vulvas y vampiros

Probar la sangre, el hierro, la perturbación del óxido en la herida. Herida clásica en forma de agujeros en el cuello. Herida como pequeño corte en la zona femoral. Herida sangrante como tajo en la vulva. La vulva-tajo: puerta con dos batientes. Pocas cosas más inspiradoras que beber un poco de sangre menstrual durante un galanteo exaltado, que anhela convertirse en dádiva.

La trivia no trivializante del vampirismo cinematográfico nos cuenta que este año Jude Law ya cumple 50 y ha interpretado a un chupasangre anticanónico (The Wisdom of Crocodiles, Po-Chih Leong, 1998), tan sofisticado como sentimental. 

Thandie Newton, maleable y movediza, también cumple 50 y se ha metido bajo la piel de una víctima del vampirismo (Interview With the Vampire, Neil Jordan, 1994). 

Por si fuera poco, Chistopher Lee, el más sensual y villano de todos los vampiros, cumpliría 100. Dato curioso: cuando Lee nace, F. W. Murnau estrena su película Nosferatu, eine Symphonie des Grauens(Nosferatu, una sinfonía del horror), que es, sin duda, la primera versión realmente moderna —y todavía inseminadora, de acuerdo con Francis F. Coppola— de la célebre novela de Bram Stoker. 

El ego de Herzog es del tamaño de la ciudad de Delft, en cuyos canales colocó la embarcación que trae a Drácula con sus ataúdes.

La mejor y más arriesgada ofrenda de Werner Herzog a la película de Murnau es Nosferatu, el fantasma de la noche (1979). Depurada y suntuosa en lo que toca al personaje del vampiro, la temeridad de Herzog consistió en revisar —y revisitar en son de homenaje y apropiación— la historia de Bram Stoker e intervenir en la configuración —desde casi todos los puntos de vista posibles, incluido el sexual— del conde Drácula, sin desistir de la realización de un homenaje señorial y filosófico.

Mediante la inmutabilidad del vampiro, la dimensión antropológica del personaje hace que el tiempo “pese”. Él incorpora el tiempo como un “peso” adicional. El tiempo ya no es “algo” donde lo efímero y lo duradero se anulan mutuamente.

Lo que distingue a esta película de otras de su tipo es la híper-conciencia de su artisticidad —Herzog dibuja una historia sobre el mito de la sangre y la libertad, en condiciones de un expresionismo visual que se avecina al teatro— y la elaboración de un estilo capaz de expresarla. 

Su Nosferatu representa un tipo de cine operático, manierista, altanero. El ego de Herzog es, probablemente, del tamaño de la ciudad de Delft, en cuyos canales colocó la embarcación que trae a Drácula con sus ataúdes llenos de tierra pagana y sus ratas. Es el ego de un creador escrupuloso y épico, resuelto a interrogar al espectador por medio de imágenes de una espesura conceptual enraizada en gestos románticos poseedores de una estirpe densa e invulnerable.

Si se trata de una criatura multiforme (con manifestación carnal en murciélago, lobo, crisálida carnívora, mamífero preternatural), entonces el vampiro es infinito.

La fascinación ejercida por el vampiro todavía da para mucho. Coppola se atrevió, en Bram Stoker’s Dracula (1992), a subrayar la pasión desde la sangre y lo bestial, pero no avanzó hacia la graficación de lo que habría sido un estallido transgresor: la gestualidad sexualizada, la posesión somática. Tan solo anunció brevemente (Lucy Westenra violada en el jardín de su mansión) que el monstruo podía hacerlo mientras mordía.   

En Herzog, la construcción del vampiro es intemperante y transhistórica: un Klaus Kinski cuyo maquillaje se encuentra más allá de la iconografía barata presente en las penny dreadfuls, pues su fealdad va de la tristeza a la cólera, del sentimiento de pérdida a la avidez por la vida. 

Su contraparte, Jonathan, es a la larga un sucesor que hereda esa avidez y la multiplica, ya que —y esta es la idea que gobierna lo específico de la historia que Herzog relata— no hay sobrevida, no hay trascendencia, no hay resurrección.

Tal vez sean esos “detalles” los que transforman cualquier expresión audiovisual del vampiro en una hoja en blanco, o en un espacio mental siempre con capacidad de incorporar. Si se trata de una criatura multiforme, que no escapa nunca de los límites del Romanticismo, y si esa capacidad suya se formula en la manifestación carnal de los variados aspectos de su yo (murciélago, lobo, crisálida carnívora, mamífero preternatural), entonces el vampiro es infinito, por así decir. 

¿Qué puede uno perder, en un contexto de guerra perdida contra la enfermedad, si nos zambullimos en las pasiones?

Nosferatu, el fantasma de la noche es una obra maestra, lo cual se explica por medio de un hecho: la resolución de sus formas, desde las más inmediatas (vestuario y maquillaje) hasta las más abarcadoras (dirección de arte y cualificación emotiva del paisaje), es un correlato mediato de la resolución de sus ideas. 

Herzog es temerario: subraya los miedos más profundos e indescriptibles —la secuencia del paseo de Jonathan y Lucy por la playa, donde el océano y la costa producen una atmósfera de lirismo presagioso— e insiste en los símbolos de la caducidad, representada como trastorno por el propio vampiro. 

Él es la criatura que no puede morir y, sin embargo, cree en una decadencia “gloriosa” que llega a matarlo, pues se entrega por un instante al amanecer —al sol, a la vida, a la pasión— a cambio de una tornadiza eternidad asegurada por Jonathan, quien ha estado transformándose para adquirir su condición. Cuando Lucy se sacrifica y deja que el conde la desangre, Jonathan está a punto de ser el inquilino de turno del castillo. Y se marcha a cumplir con su nuevo destino, cabalgando veloz por la orilla del mar.

El diseño secularmente patriarcal de la existencia ve, como una rareza —conducta weird, actitud very queer en su sentido más amplio—, el hecho de que un hombre consuma parte de la sangre menstrual de una mujer durante una caricia bucogenital. 

He imaginado, en tiempos de crisis absoluta, a una Habana acribillada por los extremos de la miseria material y moral.

Escribo esto y me doy cuenta de mis tiquismiquis academizantes. ¡Qué fino! Mamar un bollo ensangrentado nos pone al borde de lo aceptable. Óvulo borrascoso y desmenuzado. Proteínas y orgasmo. Y uno ahí, tan vampírico, tan satisfecho y campante. Tan orgullosamente manchado.

Herzog interviene en la expresión de la muerte —el acabamiento paulatino como fin categórico e irreversible— en dos momentos cruciales: al inicio (en el prólogo de la película) y al final (cuando la ciudad es asolada por la peste). 

En el umbral de la película, la cámara pasea por los rostros y los cuerpos de las momias de Guanajuato. Esta suerte de proemio audaz, donde el verismo de Herzog adquiere una magnitud inusitada, no tiene nada que ver con la trama, pero se instaura como alusión filosófica a la corporalidad de la muerte, su fealdad casi inefable, su estetización dentro de lo raro. 

En el desenlace, cuando Drácula invade la ciudad, la atmósfera de terror y desencanto nos retrotrae al mundo del carnaval, cuyas manifestaciones, desde los tiempos de la decadencia de Roma, desafían a la muerte. La hostigan, la incitan. 

¿Qué puede uno perder, en un contexto de guerra perdida contra la enfermedad, si nos zambullimos en las pasiones? El carnaval también es eso: la inmersión en la verdad del cuerpo y el desafío de toda falsa autoridad moral. 

El sujeto vampirizador es una mujer de corazón puro.

Lucy camina por la Plaza Mayor. A los hombres que cargan los sarcófagos les grita que ella sabe quién es el causante de todo. Enloquecida, deambula por entre pequeñas hogueras, muebles rotos y nubes de humo. Hay una mujer sentada, moribunda. Y un caballo que agoniza. Y unos cerdos enormes que defecan y gruñen. Y personas que bailan y beben en medio del trasiego de las ratas.

Varias veces he imaginado, en tiempos de crisis absoluta, a una Habana acribillada por los extremos de la miseria material y moral. Por ejemplo, La Habana de los basureros inabordables visitados por tropas de gente menesterosa… y por ratas. Y le he pedido a las Potestades Incorpóreas que jamás nos manden uno de esos huracanes que son pura devastación, porque entonces extrañaremos este tiempo en que la melancolía y el desamparo todavía pueden contarse, narrarse, mientras alguien grita que hay que resistir. 

Se trata, con Herzog, de un gran espectáculo antes del obsequio o el conferimiento. Lucy se prodiga, se consagra, y entonces, de súbito, el vampiro fascinado empieza a ser el objeto de una vampirización. El sujeto vampirizador es una mujer de corazón puro. De hecho, en esa integridad moral —un grado de entereza muy literario, muy arquetípico y estrictamente romántico— se encuentra el origen de un erotismo singular. 

Antes de morder a Lucy en el cuello, Drácula acaricia uno de sus muslos, lo descubre, está a punto de hurgar en su sexo, y roza su vientre y su pecho. Es el no-muerto que recuerda, al fin, cuán seductora —y letal en este caso— puede ser la belleza de una mujer. Un fenómeno que, incluso en los términos del alma romántica, se extiende hasta hoy y se infiltra en casi todos los mitos donde el amor y la muerte le hablan al cuerpo y al espíritu, con todo el rigor que se desprende de una certidumbre: no existe otro mundo salvo este.

El polígono tenebroso. He ahí el origen.




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Quiero que un hombre me mire y me vea

Alberto Garrandés

Una mujer que quiere dejarse mirar, atisbar, y también acariciar, interrogar. Proponerle y ofrecerle al hombrelo que ella es primariamente. Y averiguar si puede o no seducirlo.






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2 Comentarios
  1. Delicioso y alusivo artículo, aunque tal vez existan otros mundos. Porque sobran pruebas de que Garrandés también juega a las incertidumbres.

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