Veamos esta premisa: hay una Habana (post)apocalíptica que no se ve a simple vista. Está dentro de la gran mayoría de las personas y en algunos espacios alegremente atormentados por la irrealidad y el lenguaje.
Lo otro es la Ciudad Maravilla (aderezos por doquier), los solares de la calle Teniente Rey (un arquetipo), las ciudadelas, los bares secretos y los apartamentos donde la estética del delito es tan precisa que apenas logra escapar de sus metáforas ni de sus personajes.
Raúl Flores ha devenido un raro de la narrativa cubana contemporánea. Me gustaría hacer no el brevísimo recorrido crítico que se espera (citar un manojo de cuentos e indicar algunos fragmentos y decir cuál es su relación con el realismo canónico, la literatura cyberpunk, lo fantástico, el ensueño, el juego, el sueño lúcido y esa zona donde lo extravagante y lo ordinario se abrazan), sino subrayar e intentar enunciar, en lateral, cuáles son los vectores y magnitudes que hacen que su obra lo transforme ya en un raro tan raro.
Los cuentos de Raúl Flores: apelaciones filosóficas y movimientos de espejos que circunvalan algo que se constituye siempre en un misterio de la conciencia: lo real. Habría que empezar por ahí.
Él siempre me ha parecido una persona de significativa cordialidad, a lo cual se añaden dos cosas: su circunspección frente al mundo inmediato y su alegre escepticismo. Si uno es un crítico o se precia de serlo, acabará por hacerse mil preguntas de toda índole. Sin embargo, no siempre hay que contestar. Existen preguntas que se bastan a sí mismas. Preguntas sin contestación aparente porque en el acto de preguntar ya hay un indicio de la verdad. O eso suponemos.
Sé que Raúl Flores escribe con música, oyendo música, aturdiéndose con música, y necesita hacerlo así. Yo, por mi parte, no oigo música cuando escribo porque la música me distrae y acabo atendiendo más a la música que a lo que hago. ¿Qué peso tiene la música en su obra? Un peso grandísimo, diría. Es más: resulta muy complicado entender ciertas aristas de sus relatos, y de libros enteros suyos, absteniéndonos de considerar la intensidad de su vínculo con la música, en especial el rock.
Lo interesante sería descubrir el origen de estas diferencias, o comprobar, en efecto, qué matices de estilo, ritmo, estructuración y atmósfera genera toda esa música que él escucha mientras escribe. O cuánto debe la psiquis de sus personajes a determinadas canciones y formas musicales (y, por supuesto, a determinadas películas).
Uno de los rasgos que más me impactan de la obra de Raúl Flores es su devoción por los intervalos, los paréntesis, lo transicional. Por otra parte, él escribe con claridad: intenta ser escueto y simétrico en su sintaxis, no dar rodeos. Pocas metáforas, si me pongo a comparar su estilo con el de otros.
Aquí hay ya una disputa: lo transicional, tan dado a lo metamórfico, diríase que no admite paz (o una paz estable) con la sencillez elegante del discurso. ¿Por qué sucede así? Bueno, habría muchas contestaciones posibles. A propósito de esto, recuerdo a Dostoievski, quien en sus Diarios escribe: “Yo, como en los sueños, acepto la realidad sin chistar”.
La mente central de los textos de Flores acaso se parezca a una emulsión hecha con suspicacia mansa, con una dosis de sarcasmo de buenos modales, y una porción de humor que intenta no hacernos reír, sino compadecerse (a una prudente distancia) del estado general del mundo sin caer en lo patético. Como si la realidad fuera, la mayor parte del tiempo, un encadenamiento de pequeños y breves malentendidos.
Sin embargo, tengo la impresión de que Raúl Flores estaría de acuerdo con John Keats (y algo de eso está en sus cuentos) cuando Keats dice: “Todo lo que me recuerda a ella me atraviesa como una lanza”. Ojalá un buen crítico ponga su empeño un día en visibilizar lo femenino y sus representantes en sus libros, dentro de los cuales (sospecho) late un mortecino y laxo romantic revival.
Leo sus narraciones y comprendo, poco a poco, que el universo que anhela representar no existe salvo en un nivel sináptico que, como es obvio, se halla en el interior de los sujetos. Se trata (y no me adentraré ahora en el conflicto entre representar y presentar) de modelos superpuestos de lo real, y cada uno de ellos nos explica por qué hay apenas un paso o un segundo entre la acera cotidiana de una calle cualquiera en La Habana y ese reducto del que hablo y que es o suele ser el espacio-tiempo de las historias de Raúl Flores. Por eso digo que su literatura posee algo difícil de hallar hoy: la cualidad de inquietar.
Su prosa es el residuo de la imagen de Jack Sparrow metamorfoseado en jovencita leather, o una luminaria verdosa encima de una caja registradora, o un tipo hablando sobre una nave alienígena colosal.
Podemos pensar también en una canción de Norah Jones en un espacio de David Lynch, o en ropa interior femenina usada, o en camareras de piernas deleitables y muy comestibles, o transcribir esas secuencias y enviárselas a Jim Jarmusch a ver qué dice.
Hay muchísimo más, claro. Como eso (importantísimo) de vivir el proceso de la escritura en tanto hecho que merodea, tangible, por entre los personajes. Metaficción, pero sin academicismos. Metaficción desde la perspectiva de la ficción misma.
Algunos personajes suyos saben eso, lo intuyen, lo discuten sin darse cuenta de que están hablando de literatura, o que están siendo “hablados por la literatura” en un recinto que ellos crean para sí, al tiempo que ese recinto los crea a ellos como pulsiones, sombras, voces.
Es difícil lograrlo, tiene uno que ser un escritor de verdad. Un escritor con una conciencia íntima de los materiales con que trabaja, alejado de las modas y las tonterías de la publicidad, atento a su tiempo y a la naturaleza de su época. Un escritor lector, con hambre de saber y de comportarse como una esponja en relación con esos pequeños mundos que lo obsesionan.
Pondré un único ejemplo. Un cuento que me parece paradigmático, o que, acaso sin serlo, contiene elementos congruentes con la poética de Raúl Flores. Imaginen a un personaje avispado, cadencioso, llamado Melissa, que ha sido tiempo atrás discípula del narrador/testigo del cuento, que a su vez es un escritor.
Melissa: “joven escritora” que interrumpe creativamente la visita del escritor y un raro amigo suyo (otro escritor, precisamente aquel que habla de la nave alienígena colosal) a un sitio llamado Trés Tés.
Supongan ustedes que ese otro escritor, llamado Benny Alberto (un tanto ampuloso y envanecido), de pronto quiere sobrepasar la creatividad repentina de Melissa y se abre la camisa y enseña, a sus compañeros de mesa y de paso a otros circunstantes, una extraña mutación genética que reside en su abdomen, una criatura que se aposenta allí mismo.
Supongan que el narrador no puede con eso y se siente mal y va al baño, mareado, dazed and confused, y el baño no funciona y Melissa, que vive enfrente, los convida a ambos a su casa, en cuyas paredes los muebles y los objetos están todos señalizados y donde hay copias de El grito, de Munch, y de Desayuno sobre la hierba, de Manet.
¿Qué espacio-tiempo es ese? Hemos caído de lleno en una tipología de Raúl Flores.
Melissa se desnuda para mostrar en qué proyecto trabaja en ese momento, y en su cuerpo (su obra rediviva) también todo está señalizado, escriturado. El narrador advierte, con horror, que en el sexo de Melissa no hay nada, o hay un blurred spot, un espacio pixelado, y acude al baño a vomitar. No puede con aquello. Entonces Melissa se acerca a Benny Alberto, que desde la llegada al apartamento se ha dejado caer en su cama, cansado y ebrio, y le abre la camisa y agarra a la criatura y la zafa, literalmente, de su portador: la independiza. Y la criatura le da las gracias.
A su regreso del baño el narrador ve que la criatura está sentada, escribiendo en inglés un texto titulado como el cuento al que estoy aludiendo: “Ni una sola alma sola para nadie más”. Este es uno de los más ingeniosos atrevimientos literarios de la narrativa cubana de los últimos años.
Se supone que el homúnculo imita a Benny Alberto, pero no es así. Incapaz de escribir una buena línea de prosa literaria, es Benny Alberto quien ha suplantado al homúnculo, aprovechándose de su talento. Además, al cabo nos damos cuenta de que es el homúnculo quien ha escrito ese cuento de Raúl Flores, creándose así una aterradora mise en abyme en reversa temporal.
Hemos caído en el fondo de la más pura extrañeza. La extrañeza de ese futuro quimérico que convive con el presente y que es una malformación del presente, o un símbolo del presente, o quizás una metáfora relacionada con una impactante interrogación: ¿quién escribe?
Desde Misuri, casi llegando de derecha a izquierda al centro de los EE. UU., me llega una notificación. Proviene de la Washington University en St. Louis. De repente veo un oso en rojo y verde. La notificación, escrita en inglés, dice:
“Flores, a jukebox who thinks is a victrola or viceversa, an autor of analogical pixels, a writer who impersonates a music lover, a melo-maniac mutant”.
Esas palabras están firmadas por Orlando Luis Pardo Lazo. El documento es un Pdf con el sello universitario. Al final veo una fotografía de OLPL delante de la Capilla Graham. Usa un albornoz grisáceo y el sol le da en el rostro. Está entre dos gigantografías, una de Tennessee Williams y otra de Clyde Cowan: exalumnos notables. Un dramaturgo turbador, emancipado, y el fantasioso descubridor del neutrino, respectivamente.
Uno comparte una cama, un trozo de pan, una idea, pero no un texto literario, pues este deja un efecto único en cada lector al dialogar directamente con él.
Como dice Odisseas Elytis, se necesita muy poco para que la luz de este mundo se transforme en resplandor sobrenatural y viceversa. La literatura brota de una alta porción de aislamiento, de nuestro arraigo donde sea, de la importantísima capacidad de distraer al lector y de un conjunto de actos de sublimación donde uno miente, vuelve a mentir, discrepa, se humilla, dice la verdad y vuelve a mentir con mezquindad o sin ella escondiendo sentimientos y cosas diversas. He ahí algunos ardides que, en lo que toca a un escritor con autenticidad visceral, impiden el desvanecimiento de esas ilusiones que nos mantienen con vida.
Uno de los terrores que padece un escritor consiste en ver la vastedad de sus propias posibilidades y calcular con recelo sus energías. Eso, por un lado. Por el otro está el envenenamiento progresivo que se origina en contemplar, sin opciones de hacer nada, el sufrimiento general del mundo, y el regocijo de ver que el mundo perdura, a su modo, a pesar del crimen, la corrupción, la estupidez y el ansia incontrolable de autoridad y predominio.
Pero entonces llega la imaginación y nos salva: porque soluciona problemas y crea nichos donde refugiar al yo de esa mentira amarga que es la firmeza y la permanencia de la verdad.
¿Cómo se sobrevive a tanta belleza? Raúl Flores ha producido una forma de derribar, como si tal cosa, los dogmas de la literatura (en los cuales se reflejan los dogmas de la vida) y de expresar un tipo de libertad inexorable.
Librería
«Una novela breve y feliz». Ahmel Echevarría
Fantasía Salinger: 85 años de Holden Caulfield
¿Es posible conciliar morbo con inocencia en quien ejerce la seducción? Esa inocencia feliz de una chica de 18 años sentada encima de un escritor notorio y lleno de misterios, de 53 años, comiendo palomitas mientras ven películas o escuchan música, ¿es falsa?