J. D. Salinger nació hace 100 años. Escribió relatos excepcionales sobre la angustia interior de la juventud. O, más en concreto, sobre jóvenes de inteligencia audaz y capaces de notar el ralentizado pero testarudo derrumbe de casi todo.
Holden Caulfield, protagonista-narrador de The Catcher in the Rye, tiene 17 años. La obra más famosa de Salinger apareció en 1951, así que podemos inventar un poco y decir que Holden nació, pues, en 1934. Tendría ahora, si no ha muerto, 85 años. Y seguro continúa hablando mal de todo y deprimiéndose cada cinco minutos y con ganas de vomitar.
Este raro milagro de la ficción no pasa por alto el hecho de que uno puede, conmovido o no, darse cuenta del mecanismo que mueve o inmoviliza al mundo, pero que no por eso (no por ejercer así una lucidez que devasta al espíritu) deja uno de lado la posibilidad de sumergirse en la abyección.
Percibir el derrumbe de casi todo no le impidió a Salinger desear a mujeres muy jóvenes, situadas en el filo (embotado o no) que separa el fin de la adolescencia de lo que viene después. Y aun así continúa siendo el autor de The Catcher in the Rye, una pieza literaria que ha soportado desde el elogio más alto (la novela más importante del siglo XX) hasta el insulto más alto (el libro más pernicioso del siglo XX).
“Soy un escritor de ficciones, no un consejero”, le dijo a uno de sus incontables fans, un hombre que condujo casi 300 millas para verlo en Cornish y hacerle preguntas sobre su propia vida, tras leer mil veces The Catcher in the Rye. “No sé nada, no tengo respuestas”, insistió Salinger.
Estaban en el desvío de una estrecha carretera que conducía a la casa del escritor. El hombre le dijo que era periodista y Salinger se esfumó en su auto inmediatamente. Entonces el hombre escribió una nota disculpándose, y Salinger reapareció de improviso y tomó la nota y la leyó. “Lo siento, no puedo responder, no sé qué decirle a usted… yo escribo ficciones”, se lamentó.
A inicios de la década del 70, la jovencísima escritora Joyce Maynard, de 18 años, empezó una relación con J. D. Salinger. “Si me lo permite, le daré algunos consejos sobre cómo espantar a esa gente molesta y descortés que busca husmear en la insolicitada notoriedad de los demás”, le dijo a Joyce en una carta. The New York Times Magazine había publicado un artículo de la joven, y de repente Joyce se hizo célebre. Un texto “viral”, diríamos hoy. No hay ni que detenerse a pensar un segundo en la espontaneidad de Salinger. Vio la foto de Joyce, leyó su trabajo y le escribió con el propósito de seducirla.
¿Qué cosas (de sexo, claro) le hizo Salinger a la chica Maynard? ¿Qué le insinuó, qué le pidió hacer, qué pasó por su mente? La chica Maynard se presentó en el portal del bar donde el escritor estaba esperándola y de allí salieron hacia el célebre búnker. Preciso es notar que ella misma, en un exitoso documental acerca de Salinger, reconoce que el vestidito que su madre cosió para la extraordinaria ocasión era bastante corto y holgado.
La hija de Salinger suele decir que las mujeres, en su vida, son como proyecciones de sus propios deseos. Uno puede especular sobre esto y aventurar la idea de que acercarse a jovencitas así era como acercarse a figuras en formación, moldeables aún, adaptables a formas demoradas de la avidez sexual, donde había un mutuo y deleitable proceso de circumambulatio (la pradáksina budista).
No parece insensato relacionar la pradáksina con la personalidad envolvente de Salinger, y ambas cosas con un inevitable instinto de sugestión. La misma Joyce relata (en Salinger, un documental de Shane Salerno estrenado en 2013) cómo ella a veces se sentaba sobre el regazo del escritor, en un cómodo sofá (hay un dibujo de Joyce que corrobora o recrea esa situación), y así oían música de los años 40, separados del mundo inmediato (al menos él). Se trataba de una distancia esencial, mas no por ello dramática. La distancia que va de la Glenn Miller Orchestra a Led Zeppelin, por ejemplo.
Maynard descubre que Salinger solía cultivar relaciones epistolares con mujeres muy jóvenes, y que escondía un modo de ser bastante destructivo. La gente siempre se asombra al ver falsas contradicciones entre la grandeza literaria y la sordidez personal. Por cierto, a propósito de esa palabra: en uno de sus mejores relatos, “For Esmé –with Love and Squalor”, las traducciones al español no se deciden a usar una sola entre las dos acepciones: la escualidez (física, moral y vital), o la sordidez (igualmente física, moral y vital). En el fondo ambos conceptos se acarician el uno al otro con una fruición sorprendente que roza la neurosis y que posee, sin dudas, un fondo de erotismo imposible de revocar.
El Holden Caulfield que quiere irse de su casa, después de visitar Nueva York, de modo que todos lo dejen tranquilo, y hacerse el mudo para no tener que hablar, y buscar un empleo humilde en una gasolinera, con un block de notas y un lápiz en el bolsillo con el propósito de comunicarse (esta palabra es excesiva) con los demás, es como la naturaleza de Salinger, que permanece en su interior librándose del peor vicio de todos: la insinceridad. Pero ese Salinger buscaba, además, un reducto donde subsistía la inocencia. Buscaba esa inocencia, o creía hacerlo. Porque detrás de ella había un morbo inconfundible.
¿Es posible conciliar morbo con inocencia en quien ejerce la seducción? Esa inocencia feliz de una chica de 18 años sentada encima de un escritor notorio y lleno de misterios, de 53 años, comiendo palomitas mientras ven películas o escuchan música, ¿es falsa o, de ser auténtica, estuvo reñida con las incoaciones y revoloteos de la lujuria? ¿O representa una alianza difícil pero posible, una articulación compleja y hacedera tan solo en lo muy fugaz?
La impresión que deja la chica Joyce Maynard (que ahora tiene 66 años) es que Salinger era un hombre que huía sin mucho éxito de su obscenidad (y de la obscenidad del mundo) para refugiarse en la meditación vedanta y la escritura sobre seres de excepción (el joven Caulfield y los muchachos de la familia Glass). Pero que, al depender de la observación del mundo, escogía a mujeres dotadas de algún “toque” exclusivo y en quienes la voluntad y la personalidad fueran tan débiles (o estuvieran tan poco desarrolladas) que una parte del yo de Salinger alcanzara a inocularse sin dificultades para crear un ser obviamente irreal, o de realidad efímera.
De ser cierto, el procedimiento se constituiría en algo endiablado y de una vileza colosal. Sin embargo, no es inadmisible conjeturar que Salinger podía, en su pensamiento, armonizar la tensión de sus manos sobre los muslitos flacos pero sensuales de la chica Maynard, con el Absoluto del Yo Indivisible (su yo vedanta) y con el proceso de incorporación /abolición del mundo. Al final quedarían esas manos codiciosas, anhelantes, buscando lo que siempre se busca en esas circunstancias. No por genial y extraordinario, el autor de The Catcher in the Rye dejó de ser un señor terrestre y voluptuoso. No hay que romperse la cabeza.
¿Salinger y la meditación budista? Okey, sin lío. Rimbaud escribió Las iluminaciones en medio de un vendaval de groserías. Era un jovencito de talento portentoso (capaz de cambiar el rumbo de la poesía) y de maneras insoportables. Lo curioso es que ambos tenían un hambre ciclópea e irresistible por la naturalidad y lo espontáneo. Por la sencillez. Por la sinceridad.
La inestable relación de Joyce Maynard y J. D. Salinger duró unos ocho meses, entre mediados de 1972 y los primeros meses de 1973. Muchísimos años después, en 1998, ella lo cuenta todo en un libro memorialístico, At Home in the World. Pero, más allá de la cortesía que podemos poner en práctica al creer en todo lo que allí se revela, hay un hecho terrible que aporta un matiz. Ignoro si ese matiz se asocia a una feroz búsqueda de claridad, o si es un gesto vengativo que no podía, a esas alturas, hacerle el menor daño a la inmensa reputación de Salinger: la chica Maynard, entonces ya con 45 años de edad, subasta las cartas del escritor ese mismo año.
Otra cosa: no todas las cartas tuvieron ese destino. Hay algunas que no han visto la luz. Uno recuerda las cartas de James Joyce a Nora Barnacle. O las “cartas inmersas” de Humbert Humbert a Lolita, en la novela homónima de Vladimir Nabokov. Quien le escribía a Maynard, ¿era la persona Salinger, el recluido del vedanta, o una versión acrecida (más madura, más descarada, más abierta) de Holden Caulfield?
Hay otra cuestión. Si tiene su origen en el ímpetu de un yo opulento y descomunal hacia donde el mundo vuelve los ojos, la salacidad cortesana deviene un estado prodigiosamente apetecible: está lleno de lenguaje y cultura.
Mucho tiempo ha pasado ya. En relación con todo eso, los hechos pierden importancia o ganan o cambian sus jerarquías según se miren. Sea como sea, vale la pena recordar, a propósito, lo que Holden Caulfield declara al final de The Catcher in the Rye: “En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo”.
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