Cuando sientes que la realidad a tu alrededor no se mueve, o se mueve imperceptiblemente para regresar al mismo sitio, te pones a examinar tu vida y puede que llegues a la conclusión de que eso que se llama “principio de la sincronicidad” no es más que una circunstancia estética que deja huellas estéticas. Al parecer hay causas y efectos encadenados, pero no es así. Hay una gran causa y un gran efecto. Lo otro representa apenas un conjunto de sucesos felizmente simultáneos y en los que el gatopardismo es (cuando es) una iniciativa de ejecución tosca, bastante ordinaria.
En mi columna anterior aludí al Panopticon de Jeremy Bentham. Una estructura que propicia la aparición de una visualidad radial (y radical). Un sistema de observación para vigilar y castigar.
En 1971 me llevaron a un barrio residencial de La Coronela, lleno de chalets, a estudiar en la Escuela Vocacional de Vento, nombre provisional de la que iba a llamarse Escuela Vocacional V. I. Lenin. Un tiempito más tarde, el día que cumplí 14 años, el 31 de enero de 1974, a la caída de la noche, Fidel Castro y Leonid Brézhnev ya inauguraban oficialmente la institución, levantada en pocos años en las afueras de La Habana.
El área central, marcada por un escenario de madera construido en tiempo récord, se llenó desde temprano de hombres silenciosos y austeros que lo escrutaban todo. Hacía unas semanas que yo había empezado a padecer de insomnio. Vivía, solitario, entre un tenue y a la vez áspero bullying político y el bullying doméstico.
Las reglas de disciplina se habían endurecido. Como yo pertenecía a un taller de artes visuales (se llamaba Taller de Artes Plásticas), integré de inmediato un pequeño equipo de pintores con brochas y acuarelas y dos escaleras de tijera que darían color, rápidamente, a un dibujo previamente trazado con lápiz en una hoja de papel de 5 metros x 5 metros que adornaría el escenario. La hoja de papel se llenó de colores en tiempo real; es decir: mientras el “acto cultural” se desarrollaba. En Cuba una actividad “oficial” respetable siempre consta de dos partes: la “cultural” y la “política”. Eso no falla.
Mi insomnio se aderezó con meriendas y refrescos, y hasta con café. Era, como digo, el 31 de enero de 1974 y nadie, excepto yo, se acordó de mi cumpleaños. Supongo que mis padres lo hicieron. Curiosamente, el insomnio de esos días me conecta, visto en retrospectiva, con el actor Christian Bale. Supongo que ustedes se acuerden del Bale de El maquinista, la extraña y asfixiante película de Brad Anderson donde Bale adelgaza hasta lo esperpéntico. Yo era casi tan flaco como él. El día antes, el 30 de enero de ese mismo año, nacía Bale.
El mundo de la música celebra los 50 años de la aparición (en 1971) de Led Zeppelin 4. Dicen que ese es el mejor disco de la mejor banda de rock-fusión de todos los tiempos. Recordando a Bentham y las vigilancias y los castigos, no me resulta difícil acordarme también de que el día en que, escondidos en el último cubículo de mi albergue, unos amigos y yo escuchamos aquella música en un tocadiscos portátil; se cumplía un año de la histórica visita de Fidel Castro y Brézhnev a la Lenin. Ya estábamos en 1975, el momento del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba.
El padre de uno de aquellos amigos había traído de Londres el disco de Led Zeppelin. 1971 era una fecha extraordinaria. Con 11 años (nací en 1960, en la antaño llamada Quinta Covadonga, tan asturiana como mis abuelos paternos), mis padres me habían becado, insensibles a mi rechazo o mi indiferencia, en la que ya se juzgaba, espasmódica y guturalmente, la mejor escuela vocacional de América Latina. Allí, en los televisores de las aulas mejor equipadas, vi un recital de Joan Manuel Serrat.
Serrat visitó la Lenin en el primer lustro de la década de los 70. Tendría 30 y poquitos años y era un hombre encantador. Usaba el cabello largo. Aterrizó en La Habana (creo que Francisco Franco vivía aún) tras la aparición de Mediterráneo, su exitoso disco insignia, que lo situó entonces como uno de los compositores/intérpretes mejor dotados de la música en español. Anduvo por aulas, bibliotecas, oficinas y pasillos aéreos en compañía de una nube de profesores, músicos y dirigentes culturales. Lo vi al lado de una tela mural pintada, expresamente para la Lenin, por Servando Cabrera Moreno.
Cuando matriculé, en los días finales de agosto de 1971, en la que luego se conocería como la Lenin a secas, hacía unos meses que Igor Stravinski había muerto. Escuché su música por primera vez en ese año de 1975, durante una clase de dibujo. El pintor a cargo del taller tenía una buena colección de música sinfónica (antes se decía “música clásica”, por aquello de que el clasicismo musical era el movimiento más “respetable” o más “noble”) y por lo general ponía a Mozart y Haydn. El día que oí La consagración de la primavera la clase de dibujo se jodió un poco. Lo que allí sonaba era atrayente, perturbador y raro.
Como ya dije, 1975 fue el año del Primer Congreso del Partido y se suponía que yo, con mi grupo de estudio, estuviera atendiendo a alguna emisión televisada de la “magna cita partidista” (por ejemplo, Fidel Castro leyendo el largo y sustancioso “Informe Central”) en vez de, como un intelectualoide (así me llamaron una vez por aquellos días), estar oyendo la musiquita insólita de un ruso que, para colmo, había vivido los últimos treinta años de su vida en Estados Unidos.
Stravinski escribió un libro, Poética musical, que es una mezcla de objetividad, atrevimiento y sentido común. En un hombre inclasificable esas cualidades suelen ponerse entre comillas. El caso es que desde temprano aprendí algo que Stravinski me enseñó, ya en firme y manifiestamente, años más tarde: escoger un solo camino significa retroceder. Esta maravilla de motto me ha hecho la vida más fácil, pero también más complicada. El yo no es una materia fija sino la enunciación de una conciencia corrediza. Ni siquiera es el representante de una identidad inequívoca, consolidada.
Exactamente diez años después de entrar en la Lenin (en 1981, y en un pos-Mariel que recordaba demasiado bien los actos de repudio que hoy, cuarenta años más tarde, retoñan tan expeditamente), los profesores de una asignatura llamada Cátedra Militar notificaron a la Secretaría Docente que yo estaba desaprobado. Cursaba entonces el tercer año de la licenciatura en Filología y fui dado de baja automáticamente. En el vestíbulo de la Facultad de Filología colgaba una tela vertical donde se leía: “La Universidad es para los revolucionarios”. Enseguida iba a proclamarse que las calles también lo eran. Solo de ellos.
En 1971, además de Stravinski, murieron Miguel Matamoros, Louis Armstrong, Jim Morrison, Nikita Jruschov y Bola de Nieve. La nota discordante ahí es Jruschov, aquel poderoso líder soviético que, según dicen, mandó asesinar al bailarín Rudolf Nuréyev, al conocer los detalles de su deserción en París, y que dijo que Boris Pasternak era un escritor reaccionario y de baja calidad. Opiniones así se repiten. Un solo tema con numerosas variaciones.
También en 1971 Pier Paolo Pasolini dio a conocer El Decamerón y Stanley Kubrick La naranja mecánica. Por si fuera poco, aparecieron el Macbeth de Roman Polanski, Muerte en Venecia de Luchino Visconti y Solaris de Andréi Tarkovski. Un cine que, por pura coincidencia, ve la luz en el año del nefasto Congreso Nacional de Educación y Cultura, y que habla de la crueldad del Poder, la libertad inalienable del ser humano, la principalía sanadora de la belleza y la autoconstrucción del sujeto.
1971-2021. ¡Cincuenta añitos! Se dice fácil. Una vida.
© Imagen de portada: Portada del disco Led Zeppelin 4 (detalle).
Limbo / ‘Vortex’
Hay una plaga, la COVID-19, y un caos económico-financiero y un panóptico visible e invisible. Un panorama muy medieval y absolutista, solo que con nasobucos, celulares, espías y redes sociales.