Introito
No puedo explicar, excepto invocando un efecto estético que se infiltra en lo somático, el regocijo que me produce el hecho de que estemos a poco tiempo de cumplirse el primer centenario de dos obras canónicas de H. P. Lovecraft: “La llamada de Cthulhu” y “El color que cayó del cielo”.
Con esos dos cimientos, tan visibles, arranca la fundación de la que acaso sea la más alarmante y sediciosa mitografía de la literatura de horror sobrenatural —y, a la larga, de ciencia ficción— del siglo XX.
No se trata de cuentos breves, sino, convenientemente, de textos de cierta extensión. Dada la envergadura diegética que poseen, y su capacidad de configuración de mundos extremados, a ambos textos podrían sumarse esas obras maestras que son “La onírica búsqueda de la desconocida Kadath” —que suele publicarse en antologías, aunque tiene todas las características de una noveleta— y En las montañas de la locura, considerada en firme la única novela de Lovecraft.
Deambulando tan solo por ese cuadrivio, Lovecraft habría podido ser quien fue y quien iba a ser, y dejar la huella que dejó. Pero un escritor de su talante y su talento necesitaba extenderse, ramificarse, pintarrajear los pormenores del sobresalto, el pánico y lo indecible, darles más pinceladas a sus figuraciones, crear una red móvil (de sentidos y anécdotas) y expandirla.
A mediados de 2006, Jorge Enrique Lage me envió una fotografía en la que podía verse el extraño frontis de un edificio situado, con incierta probabilidad, en algún rincón de Providence, Rhode Island, o tal vez en una ciudad centroeuropea orgullosa de poseer tradiciones fondeadas en lo macabro.
El estilo de la fachada, cubierta por dos enormes gigantografías con frases en inglés, parece tener origen en esos intentos actuales, tan espectaculares, de anunciar y proponer. Sin embargo, a cualquiera que lea las frases y entienda lo que dicen, poca duda le cabrá de que son referencias al mundo de Lovecraft, si es que en realidad no son, de veras, citas destinadas a promover aún más el sobrecogimiento que su obra produce.
Una de las frases dice: “Sordos altares de carne”. Otra subraya: “Clavado en una miseria pagana”. Y así, entre las treinta que componen la fachada, leemos estas otras: “La prole de Azagthoth”, “Sangrante caos fluorescente”, “Matanza neumática”, “Míticas y sodomizadas cabras de hielo”, “Molinillos de carroña herpetiforme”, “Necrosodomía ancestral”, “Secreciones triunfantes”, “Sucia e infame niebla pagana”, etc.
El repertorio, delicadamente artificioso, es digno del duque Des Esseintes, el incomparable héroe de Al revés, la novela más célebre del Decadentismo y una de las mejores del siglo XIX.
¿Cómo es una cabra de hielo, sodomizada por demás? ¿O una niebla pagana? Estamos en la comarca de lo irrepresentable por indecible, de lo indecible por inimaginable.
Más allá de los escritores “citables” como herederos fuertes de Lovecraft —el primero, para mi gusto, sería el formidable Clive Barker—, quiero insistir en un nombre extraordinario: Thomas Ligotti.
No pondré punto final a este preámbulo sin decir algo sobre el autor de La conspiración contra la especie humana, el escalofriante Noctuario y Teatro Grottesco, además de otros libros suyos, turbadores —y me refiero no a la “fácil” perturbación gótica, sino a una perturbación literaria— y absolutamente ajenos a la masividad de las lecturas.
Baste decir que Ligotti, guionista del cortometraje independiente The Frolic —basado en un cuento homónimo perteneciente a su libro Canciones de un soñador muerto—, usa un estilo que es el cruce de la lengua de Edgar Allan Poe con el entendimiento de la lengua de Lovecraft, pero en función de una necesidad pictográfica indoblegable.
Si hay un escritor anclado a la weird fiction en quien la extensibilidad contaminante de lo sobrecogedor se expresa en lo descriptivo más que en lo narrativo, ese es Ligotti. La médula de su desacostumbrada originalidad se encuentra, creo, en el viaje a ciertos detalles que la sombra (física y mental) oculta y revela para castigar la soberbia humana, con respecto a eso que llamamos conocimiento sensible de lo real.
Téngase en cuenta que la disposición de cierto número de objetos específicos, el color de una pared, los excesos de silencio, o la forma de las pinceladas en un cuadro que represente algo donde la soledad sobreviva, son asuntos del mayor interés para Ligotti.
Independientemente de lo que nos pueda relatar, su escritura de ficción deviene ecfrástica de una manera alucinante y es consciente de espejar lo desvaído, lo mortecino, lo impreciso.
Fetichista de las cosas marchitas, de lo en apariencia inanimado, de las individualidades pesimistas, depresivas y solitarias, a causa de descubrir una otredad no compartible y apenas enunciable, Ligotti, que cumplirá 70 años el próximo mes, procura enfrentarse como un midnight rambler a un espacio-tiempo maleable, como el reloj chorreado de Salvador Dalí, o como una pintura que un observador intenta narrativizar —desde los presupuestos de la descripción— a pesar de la simultaneidad de sus horripilantes sorpresas.
Todavía hoy, el cuadrivio de Lovecraft tiene un poder inmenso. Un color de imposible esclarecimiento —ni siquiera comparándolo con otros— que expresa la maldad inherente a un ser que no pertenece a nuestro mundo. Un mensaje onírico que se adueña del inconsciente y que proviene de una criatura —un dios menor, pero ciclópeo— que preferiría despertar y renacer en ausencia del ser humano. Un viaje por una ciudad completamente soñada y cuya existencia es absurdamente probable. Una visita arqueológica al continente antártico, durante la cual se descubren indicios de una vida latente y aterradora.
Tras modelar y mostrar estas señas de lectura, dejo, a continuación, las huellas de un merodeo noctívago personal, entre lo anómalo y lo melancólicamente celebratorio.
El espectador
El espectador caería en un éxtasis aparente, trivial, y experimentaría una inquietud vaga —pero por momentos injuriosa— a causa de la mirada de los otros. Sería advertido por ellos y prevenido gracias a las huellas de un ir y venir sin fin, con los ojos oscuros, lamidos por la opacidad, ciegos tal vez. Y esto lo pondría en una mala situación.
Ya no sería un sujeto confiable. Debería permanecer allí, detrás de su mesa, con la luz apagada, en el suelo, renunciando a su cómoda silla. Debería estar cerca de las hojas caídas que recuerda y de las raíces que evoca, cuando, feliz, daba sus viajes a casa de sus padres a través de un recóndito bosquecillo.
¿La oscuridad lo auxiliaría ahora, preso como está en la caricia de lo oscuro? ¿O admite ya la lobreguez voluntaria de quien sabe que solo tiene el recurso de sumergirse dentro de sí?
Ficus sangrante
“The proper way of eating a fig in society”,[1] dice el maître, un japonés minucioso.
Hay una libélula verdiamarilla que cuelga del techo del restaurante. Se mece con finura escalofriante. La mano del japonés señala hacia una mujer solemne.
Me acerco con astucia, por detrás. El japonés aclara, con susurros, que ella elige cenar a solas y que siempre pide filete de venado casi crudo con higos secos y una copa de vino del país.
Observo las manos de la mujer: usa guantes de piel roja. No se los quita ni siquiera cuando acaricia los higos y va ablandándolos. Después los lame discretamente un rato, antes de escoger uno, ya blando, y partirlo en dos mitades.
El higo se abre manso, en una especie de desmayo. La mujer bebe un sorbo de vino y regresa a la fruta. De la rajadura brota una melaza turbia. La mujer hunde allí la lengua. El higo es ahora un higo vencido.
Fin de los días del fin
Patrones en el caos. Patrones que no deberían estar ahí, surcando el espacio como sombras de metal. Palabras levíticas. Un dictamen tras otro. Diminutas doctrinas cayendo como ordenanzas. La cascada del dolor. Agujeros en la piel de los esperpentos que salen del Mare Tenebrarum.
Que el diálogo de los súbditos no sea sino con los sacerdotes puros o con la Nube de Yahvé. Que nadie mire a hombre o mujer empañados por deterioros físicos, pues son deshonrosos y viles en la forma. Que los holocaustos sean ofrecidos por manos lavadas con ceniza y mirra, y que la carne sea cortada en los horarios establecidos. Que las vírgenes con menstruo duerman aparte, en las afueras, en compañía de los enfermos. Que los manjares sean abrasados con sal. Se inmolarán solo criaturas sin defectos. Y que nadie consulte a nigromantes o adivinos, pues Yahvé volverá su rostro contra los infractores y serán exterminados con dolor.
Tan lejos, tan cerca
En la Tierra de la Reina Maud hay un promontorio en forma de silla de montar. A unos doscientos metros de allí, hacia el norte, unos exploradores sin patria levantaron una cabaña de paso donde arde un fuego que te salva la vida.
En la cabaña besé los labios de una mujer que soñaba con tulipanes azules y pájaros devotos del sol. La mujer era la hija de un ballenero y se dedicaba a preparar comida para once alemanes que trabajaban en una estación científica.
Me encontró un día, mordido por una bestia marina, agonizando, y me condujo a su tribu y me curó. El ballenero, hombre educado en Nueva Zelanda, le preguntó qué iba a hacer conmigo. “Lo dejaré ir”, recuerdo que dijo.
Y me llevó a la cabaña de paso, no sin antes despedirse de su padre. “Ten cuidado, solo tienes trece años”, dijo el ballenero.
Poco después ocurrieron la entrega y la inmolación, y empecé a devorarla, sin prisa, tras besar la frialdad de sus muslos y lamer el destello dulce de su sexo.
Una historia de cine
He aquí a Satán descendiendo por la ladera de una colina muy árida, cansado, absorto en las palabras que le dirá al Sabio Doctor para enredarlo en sus pensamientos y doblegar su astucia.
Mientras baja, en dirección a la villa donde el Sabio Doctor tiene su laboratorio, concibe dos o tres ideas que enseguida desecha por impracticables. Descubre un pequeño cementerio abandonado. Por entre las piedras crecen manojos de rúcula llenos de flores amarillas. Las liebres acuden. Satán las mira perezoso y se entretiene un momento, abrumado porque no halla qué decirle al Sabio Doctor para engañarlo.
Entonces ve cómo una hiena se aproxima a las liebres y acierta a atrapar una con un mordisco que le rompe el cuello. El negro cerebro de Satán se ilumina. Se acerca a la hiena, la mira a los ojos, la amansa.
Las mandíbulas ensangrentadas se entreabren de placer cuando se acuesta bocarriba, con intenciones de jugar. Satán acaricia el vientre espeso, las tetas prósperas, el agujero semiabierto del sexo.
Y así, olvidado del Sabio Doctor, extrae su pene atroz y lo clava allí profundamente. La hiena gime a punto de preñarse. Aquí empieza la verdadera historia del Anticristo.
Un encuentro
Tengo cerca de mí al señor Howard Phillips Lovecraft. Nos hemos citado en un recodo de la carretera 237. Hay una explanada donde la hierba crece. Después emergen unos montículos de arena por los que se asciende hacia una meseta sembrada de palmeras.
Las sombrillas polícromas se abren allí como flores enormes, junto a pequeñas sillas plegables. A esa hora el sol casi se pone y ya no hay nadie en la playa. Nos miramos, nos reconocemos y nos saludamos con una leve inclinación. Avanzamos hacia la humedad de la costa y nos detenemos. Nos separa un metro de suelo rocoso.
—¿Es aquí? —le pregunto.
—Aquí mismo —contesta el señor Lovecraft y mira al horizonte.
—Pero esta zona está llena de bancos de arena, y los bañistas descuidados ni siquiera se enteran del peligro —comento.
—No, no son bañistas descuidados —sonríe y se ajusta las gafas.
—Bueno…, he oído que resbalan y las olas los golpean y se ahogan —susurro antes de encogerme de hombros.
—Mire allí —me indica con una mano que tiembla.
A cierta distancia se nota ya la cresta de uno de los bancos. Encima, de pronto, ha aparecido un hombre desnudo con el rostro vuelto hacia el poniente.
—¿Ve?, hay quienes prefieren el mar a esta hora —confirmo feliz.
El señor Lovecraft me mira, entre incrédulo y alarmado.
—¿Usted no se da cuenta de que él no es un bañista?— exclama.
—Claro que sí, mírelo —murmuro e intento tranquilizarlo.
—Vámonos de aquí ahora mismo —dice y me da la espalda.
Y echa a andar hacia la carretera. Del agua que se arrastra sobre las rocas proviene un sonido cósmico y paralizante.
© Imagen de portada: Recreación de ‘La llamada de Cthulhu’, de H. P. Lovecraft.
Nota:
[1] La manera apropiada de comerse un higo socialmente.