‘Tusitala’: contar el deseo (I)

Según Annie Ernaux, han tenido que transcurrir milenios antes de que pudiésemos ver “de veras” un encuentro sexual. Es decir, ver “eso” con las garantías, las ventajas y los trastornos que ocasiona un distanciamiento favorable. 

Presumo que Ernaux no habla de la autovisualidad del sexo (espejos colgantes o laterales) ni alude al dibujo, al grabado, a la pintura ni a otras formas clásicas de representación. Más bien está refiriéndose a las mimetizaciones hallables en una pantalla, al mundo como pantalla (cine, televisión, ordenador, teléfono) a pesar de los recelos que suscita, en torno al realismo puro, el hecho de verlo todo dentro de un recuadro tecnológico “intangible”.

No hay forma de disfrutar de esas imágenes sin caer en dos abismos: el del placer que produce rechazar cualquier tipo de juicio moral sobre la “abierta visualidad” del sexo y el de suspender o rechazar la quimera (puro delirio esperanzado y candoroso) de que estamos viendo lo auténtico, lo-que-es, la “verdad verdadera”. Desprendernos del juicio moral es saludable, renunciar a la expectativa de asirnos a “lo real” es lucrativo.

La primera vez que vi una eyaculación no fue en una manoseada revista pornográfica, ni en una postal vintage. Fue mi propia eyaculación a los diez u once años, tras un juego del cual nadie (absolutamente nadie) me había hablado. 

Mi prepucio cubría y descubría placenteramente mi glande y, abstraído en aquel movimiento, de pronto hubo un pequeño monte Fuji explotando y vi correr una sustancia tan pródiga, olorosa y densa como desconcertante. Me asusté mucho, no puedo decir otra cosa. De inmediato sentí deseos de orinar y tuve miedo porque intuía que aquel coloide ignoto seguiría brotando interminablemente hasta drenar mi existencia.

El capital del deseo, frase que aprendí no recuerdo dónde, es algo que siempre he puesto entre signos de interrogación. Para alguien habituado, dentro de la escritura de ficciones, a discernir el deseo de su realización imperfecta, y también habituado a representar el deseo como ante-utopía y post-utopía del sexo, las cosas son o muy difíciles o muy fáciles. 

También aprendí que el presente del deseo es, sin que jamás podamos evitarlo, mucho más rico y peticionario que su posterioridad. Un deseo a posteriori equivale a una reescritura activa, a una revancha donde el “presente del antes” se adentra, como una matrioska, en el “presente del después”.  

Antes de empezar a enfrentarme a ciertos descubrimientos y equívocos, ya tenía claro que la scientia sexualis es, en ocasiones, tan excitante como el ars amandi. En un punto muy definido del tiempo de la sensibilidad, que obviamente es otro muy otro, y cuando masturbarme ya se constituía en una actividad diaria y sin temores (al menos sin los temores clínicos), se juntaron la scientia sexualis y el ars amandi. Empezar a vivir ahí, en esa articulación, es como empezar a vivir dentro de una escritura que todavía no se transforma en texto.

Pajero, pajizo, pajuso o pajuzo: nombres entre el escarnio suave y el humor. Pajearse era cosa de jovencitos sin novias y/o sin opciones de novias, aunque conocí la masturbación colectiva, que es una actividad cómoda: para el disimulo, los espejismos, las confusiones tolerables y la refocilación simple. Pero por lo general un pajero es un tipo muy curioso. Un mirón nato. Un observador taciturno, sosegado y rítmico. Y yo leía con atención diversos atlas de anatomía humana y escuchaba los relatos extraordinarios de una condiscípula que, exaltada y en voz baja, se comportaba como la tusitala del sexo. Y todo porque su hermana se había casado y vivía con su marido en un cuarto improvisado por medio de un tabique de cartón tabla, junto a la cual dormía la sorprendente narradora, que veía todo lo que podía ver y escuchaba todo lo que alcanzaba a escuchar.

Uno puede construir su esfera de Dyson alrededor del deseo; por otra parte, no es improbable que uno cuide sus propias escenas de sexo (me refiero a las reales, las contables, el sexo cantabile) como mismo cuida uno el equilibrio, el contrapunto, el relieve y la tejeduría general de una pieza literaria. 

Aprendí que ese lugar común que advierte: “no planifiques nada, pero recuerda hacer ciertas cosas”, deviene una forma útil de aleccionar y adiestrar. Por otro lado, escribir ficciones sobre el deseo y el sexo, y además practicarlo con devoción y cierto grado de hiperconciencia, es una forma de vivir casi exclusivamente dentro del lenguaje.

La condiscípula absorbía, día tras día, lo que avizoraba y oía a través de aquel tabique que ni siquiera se elevaba hasta el techo.

Entre paréntesis: imagino este lance imaginario con mi tusitala real y clásica. Antes de descubrir el sexo yo tenía pesadillas horribles con grandes ratas voladoras que se movían en el aire de mi habitación, semejantes a criaturas de Lovecraft. Al mismo tiempo, el sexo estaba ahí, intocado, como un regalo envuelto, sin abrir, y las ratas se desvanecían. 

Muchos años después, pensando en las islas de los Mares del Sur, donde los cuerpos resultan indescriptibles, ya el sexo era el regalo de los regalos, como una caja dentro de otra que contenía otra y otra y otra. 

En los Mares del Sur vi una vez, en un sueño, a R. L. Stevenson rodeado de oyentes. Contaba en voz baja historias raras, dulces y llenas de enigmas. Cierta vez hicimos un aparte y le expresé mi admiración no por sus novelas sino por sus ensayos literarios, que no le dieron fama. Había una muchacha que no le quitaba los ojos de encima. Es mi amante, dijo señalándola con tímida cautela. Tendrá muy poca edad, comenté. No se engañe, ya cumplió trece años y es casada, aseguró él. Sonreía a pesar de su enfermedad. Qué buena compañía, lo felicito, murmuré. Tenemos sexo a escondidas de su esposo… pero lo que ocurre en esos pocos minutosexcede todo el vocabulario de Shakespeare, exclamó cerrando los ojos.

Durante un tiempo, antes de que ingresara en la beca donde hice estudios secundarios y de preuniversitario (la fúlgida y recién estrenada Escuela Vocacional V. I. Lenin), estuve enamorado de mi tusitala, que se parecía bastante a las ninfas de la Polinesia Francesa pintadas por Gauguin. Tal vez por eso la asocio a esa fantasía colonial donde Stevenson agoniza. Descubrí el dorado oscuro de sus muslos en el patio de la escuela, durante las clases de Educación Física. De vez en vez ella tocaba mis manos con orgullosa madurez y yo perdía la noción de lo real.

Describir y contar el deseo sexual (sobra insistir, mas no me refiero ahora al sexo) es algo que solo sirve si uno comprende la índole logocéntrica del deseo en tanto multitud de conexiones. El estado del deseo supone la existencia de una espera en forma de ambición. Y esta espera hace que, de momento, todo cobre un sentido ligado al sexo, que todo se contamine de la ilusión (o reflejo de una ilusión) del sexo.

Pensando en lo que pudo haber aprendido Stevenson sobre esto, y trayéndolo a la renovada actualidad de lo que mi tusitala iba descubriéndonos en el espacio de aquel pequeño y atónito grupo de curiosos (por ejemplo, su manera de contar que a la hermana “aquello” se le había hinchado y que había tenido que tomar un medicamento antinflamatorio), se supone que allí lo anecdótico no detenta narrativamente ningún poder de novedad. El sexo no posee, en su historicidad, casi ninguna capacidad de renuevo. Ahora bien: lo que sus actores hacen, la mayoría de las veces sin conciencia de ello, es disfrutar de lo trivial y de lo muy frecuentado como si acabaran de urdirlo y crearlo. 

El deseo sí posee esa capacidad. Uno resuelve o realiza un deseo. Lo que existe previamente es lo que sentimos en la prosa de Annie Ernaux: el viaje (las circunvoluciones) de la voz y sus máscaras antes de llegar a la cama. Y esa aventura sí es irrepetible. 


© Imagen de portada: El escritor R. L. Stevenson, junto a su esposa y amigos en la isla de Samoa.




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Alberto Garrandés

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