Un falo levantisco

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En 2006, tras ganar el premio Plaza Mayor de novela con Días invisibles, tuve un simpático encuentro con la sugestión y el pasmo. Para la cubierta del libro (que al final no pudo publicarse a causa de obstáculos financieros) yo había elegido una fotografía del barón Wilhelm von Gloeden: un desnudo frontal de un joven a quien nombré Gianni (si no me equivoco, los modelos del barón jamás se nombran, lo cual me arrojaba de lleno en el mundo de los apócrifos). Días invisibles apareció tres años más tarde, pero no en Plaza Mayor sino en la editorial Oriente, radicada en Santiago de Cuba.

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Como bien se sabe, los desnudos frontales masculinos son por lo general problemáticos. Una mujer puede desnudarse a su aire (en un libro o, mejor, en la vida real) y no ocurre nada, excepto la admiración y el aplauso, aunque, ¡cuidado!, por ahí anda eso que hoy se llama #MeToo, y nadie puede calcular qué podría suceder con las miradas y, en especial, sus consecuencias.

Cuando un hombre se desnuda, en concreto si se trata de un sujeto joven y “dotado”, surgen los inconvenientes, para decirlo con suavidad.

No es lo mismo, pero a mi memoria viene la jovencita que vemos desnudarse (topless, sobre los hombros de alguien) en la película del concierto de The Rolling Stones en La Habana, mientras la banda toca “Satisfaction”.

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Von Gloeden realizó miles de fotografías, casi todas de aliento gay. Sobrevive (a la censura, al fascismo, al odio, a la rapiña) menos de la mitad. Desde la perspectiva de la herencia clásica, definitivamente reencuadró el cuerpo masculino para lo que ha sido y es la historia de la imagen y del erotismo.

Su “clasicismo pélvico” exhibe el influjo que ejercieron en su configuración el mundo grecolatino y las mezclas mediterráneas, que, en lo concerniente a Taormina (ciudad mágica de Sicilia donde el barón se asentó hasta su muerte en 1931), incluyen la luminosidad árabe y las atmósferas rurales, sin olvidar espacios singularísimos como ciertas destartaladas villas medievales y las ruinas del famoso teatro romano.

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La presencia de Gianni al frente de la edición de Plaza Mayor causó desazón, y un día recibí la prueba de diseño de cubierta donde aparecía una especie de relámpago estilizado, transparente, de color amarillo pollito. Un relámpago, según se me explicó, añadido a la fotografía para amortiguar la presencia del órgano.

¿Órgano? ¿Había leído bien? Temblé. Ser un joven grecolatino desnudo y dotado es un lío. El órgano (sexual) debía atemperarse. Y no era un órgano, sino un organón. Y no un organon aristotélico. Más bien un órgano que prometía ser very big.

Al final se aceptó de buen grado la fotografía sin el espantoso relámpago, pero, lástima, el libro no llegó a imprimirse.

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No hay entre los modelos del barón, por supuesto, ninguno que se llame Gianni. Tuve que inventarlo para justificar la presencia de la fotografía en la cubierta de la edición cubana del libro.

La historia es quimérica: Wilhelm von Gloeden había sido protector de un muchacho que, tardíamente, posó varias veces para él y cuyo nombre era Gianni. Tendría unos dieciséis años cuando el barón hizo la fotografía. Y creció, se hizo adulto, envejeció, se dedicó al negocio de la cristalería y aprendió mucho sobre arte erótico. A los setenta y tantos años Gianni visita La Habana y se relaciona sentimentalmente con un chapero de diecisiete o dieciocho que vive en El Cerro. El chapero es más tarde, ya con treinta años o más, uno de los personajes de la trama de Días invisibles.

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Imaginar al ex modelo del barón caminando por La Habana, ciudad maravilla, me parecía algo extraordinario, casi tanto como reconstruir la visita de Oscar Wilde al ya notorio fotógrafo.

Cuando sale de la cárcel, en la primavera de 1897, donde había cumplido una condena de trabajos forzados por sodomía y corrupción, el autor de The Picture of Dorian Gray viaja a Italia. Lo acompaña el marrullero de Alfred Douglas. Y allí, cerca de Nápoles, decide visitar el taller del barón.

Gianni no habría nacido aún. El Moro, amante y colaborador del fotógrafo, sí. Se llamaba Pancrazio Buciuni y viviría hasta inicios de los años sesenta. Era dueño y custodio de más de mil negativos.

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Un sábado de noviembre de 2009 tuve la suerte de presentar en La Habana Días invisibles y una colección de cuentos titulada Rapunzel y otras historias. Ambos el mismo día, en el mismo lugar y a la misma hora.

Como he dicho, la edición de la novela corrió a cargo de la editorial Oriente, mientras que la de los cuentos la realizó Ediciones Holguín. En tanto trabajo de diseño, la cubierta de Rapunzel y otras historias es superior. Su elaboración coloca los acentos en la mesura y la eficacia. La de Días invisibles resulta lógica y deviene previsible, aun cuando el desnudo de Wilhelm von Gloeden tiene el poder de engatusar y seducir.

Esa mañana pude apreciar la curiosidad del público ante un libro que tenía al frente a un chico con encanto, tan clásico como moderno y tan vehemente como suave y calmoso. Y comprobé la certeza de lo que Ena Lucía Portela me había augurado un año antes, cuando le envié la fotografía de Gianni y le dije que iba a convertirse en la portada de la novela: me advirtió que la gente iba a despetroncarse para comprarla.

La edición se agotó en pocos meses.

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Pero el barón nunca se ha librado ni del reproche ni de la enmienda. Sus cuerpos, atrevidos ayer y hoy, siguen ejerciendo una fascinación turbadora. La D de la palabra Días “quiso caer” encima del órgano (repetiré esa palabra), y lo emboza, lo disimula. Se ve y no se ve. ¡O se adivina!

En la novela hay una faloforia que discurre entre el misterio policial y el negocio del sexo. Hay dos centros en la trama. Por un lado, el ir y venir barrocos de una reliquia prehispánica: el falo del emperador Moctezuma tallado en alabastro. Por el otro, un negocio de películas pornográficas filmadas en La Habana.

Dos caras de una moneda apta para convertirse en símbolo (impresentable, vaya) de una ciudad que anhela, por obra y gracia del poder político, mostrarse como un destino ideal (para el turismo, para los negocios y hasta para la vida toda).

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El falo levantisco y disciplinado del chico de Taormina (al menos en esa majestuosa y despampanante fotografía) produjo, días antes de la presentación de la novela, cierta risueña zozobra en un programa en vivo de la televisión cubana.

No recuerdo si fue “De tarde en casa” o “Mediodía en TV”. Se ajustó una cita con los conductores para promocionar el libro, y allá me fui. Había varios invitados. Soy el escritor, me presenté. Enseñé los libros. Cejas alzadas, silencio, sonrisas y asentimiento.

Los conductores eran un hombre y una mujer. Ya frente a las cámaras, ella, en broma y en serio, les advirtió a los televidentes (presentía el roto, o el descosido, o tal vez la reprimenda) que pondría su dedo allí. ¿Allí dónde? En la D de Días.

Encima de esa D que ya nublaba, sin omitirlo, el falo de Gianni. Y asió el libro y lo reveló. Y así apareció Wilhelm von Gloeden en los televisores de la isla, por unos segundos.

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Para la improbable segunda edición de la novela, en 2019, a diez años de su llegada a mi escritura, me gustaría repetir la experiencia de Gianni, pero interviniendo en la fotografía y, a la vez, homenajeando al barón.

Revisar el texto no estaría mal, claro. Pero, sobre todo, buscaría a un modelo, le explicaría la naturaleza del libro, o lo invitaría a leerlo. Le hablaría del célebre aristócrata alemán deslumbrado por la cultura del Mediterráneo y por sus hombres praxitélicos. Y haría una foto en la cual el modelo repetiría la postura (y la apostura) de Gianni, pero en estos tiempos donde un mundo termina y otro se asoma.

Allí estaría otra vez el barón, incesante en su forma de mirar.