Un amasijo de estupor y desesperanza, con una pizca de movimiento inercial, tiñe las calles de La Habana. Violencia, tedio, represión, inmovilidad. Eso fue 2021.
En lo que a mí concierne, la primera cuestión específica que me activa en 2022 (y me refiero a lo estrictamente profesional) es que recibí una invitación para hablar en un panel sobre el sexo (y sus imágenes o su imaginario) en la narrativa cubana. Esa misma tarde bajo a la calle y voy a ver a la señora que vende queso. Compro un par de libras (gasto de 500 cup netos) y me doy cuenta de que, con persistencia casi habitual, el temor y la duda han regresado al escenario de la pandemia: Ómicron sigue su itinerario de contagios sobre el trasfondo de un ordenamiento que lo desordenó todo aún más y que ha sido la expresión más reciente (y renovada) de la ineptitud, el desmadre, la impericia. Una desoladora improvisación que juega con opciones limitadísimas.
A tres cuadras de mi apartamento hay como cinco ventas de garaje. Entiéndase: ventas de garaje en el estilo pobre de mi barrio. Paqueticos de gelatina, sobres de refresco instantáneo, cigarrillos, champú, cepillos de dientes y para de contar. Busco pan por la libre, pero a veces escasea. En la casa donde venden miel no hay. Es una casa de mujeres y todas (son cinco, de distintas edades) conversan en el alto portal. En una casa cubana de ahora mismo, si todos sus moradores son mujeres, algo hermoso sucede. Es como la casa de la Gran Resistencia. Entras allí y todo huele distinto y se siente distinto.
En el triángulo llamado “el parque de las pipas”, donde sobreviven tres bancos de hierro bajo la sombra de seis majaguas, hay una multitud de condones y dos botellas vacías. Hubo fiesta de sexo y ron. Ese tipo de fiesta que es casi la única que puede hacerse con poco dinero, si es que no necesitas comprar los condones o decides no usarlos.
Nunca antes el panorama de la libertad individual había brillado tanto como esa señal, expansiva y al mismo tiempo microscópica, que a uno le queda mientras el mundo del confort (prosperidad en cero, pero con unas moléculas de desahogo) sigue alejándose más y más, vertiginosamente, de los cubanos.
Sobrevivir es la palabra de orden, para usar un lugar común. Y lo que uno puede detallar, en la práctica, como “tareas de salvamento” ligadas al acto de sobrevivir, deviene una gigantesca enumeración de eventos y estados que se repiten una y otra vez. Y eso sin añadir los exilios, los destierros, los “insilios”, las vigilancias y encarcelamientos, los interrogatorios, los juicios, la descalificación pública.
Hay una violencia monstruosa y metastásica, y de momento uno quiere ser otro. Salirse. Escapar. Lo último que escribí en 2021 con entusiasmo fue un ensayo breve sobre Tundra, el cortometraje lovecraftiano (y cubanísimo) de José Luis Aparicio, un cineasta que marca el ritmo del imaginario del desaliento.
Yo es otro quiere decir, entre las mil figuraciones que Rimbaud cocinó en su mente maravillosamente caótica, que mi yo tiene a otros y cuenta con ellos para crecer dentro del tirijala de mi identidad. Y cuando es enero de 2022 y todo anda tan mal y se ha jodido tanto, los otros vienen en ayuda de uno a ver si la incredulidad y el desánimo no abren un agujero en el lecho del Atlántico y llegan al núcleo del planeta.
Los otros que soy anhelan desempeñarse en diversas ocupaciones que, significativamente, no se apartan de la realidad real, esa que es trasfondo y atmósfera, aire y pared de fondo. Los otros parecen muñecos de Antonia Eiriz: mudos, aproximativos, reveladores de una actitud marcada por la pobreza material y la irreverencia y la comicidad y la meditación. Es decir, admiten dentro de sí mismos la existencia de un programa con el que se consigue, o empieza uno a conseguir, darle la espalda al Poder.
Esos muñecos pueden regalarle una mueca a cualquiera, pero lo que hace de ellos un síntoma de época es la mueca interior, la que enarca sus fibras y subraya su decisión de decir “NO”.
Caballos de Troya. Una multitud de caballitos de Troya, desde los más pequeños, en cuyo interior hay alacranes y avispas, hasta los más grandes. Tal vez deba uno inscribirse tácitamente en el ejército de esos caballos. Si los más chicos contienen insectos venenosos que pican, ¿qué contendrán los más grandes?
Hay que practicar la lengua de Odiseo. Conseguir, ¡escuchen, caballitos ubérrimos!, que el virus de la disensión corra por todas las venas e infecte a todos con vida e ilusión, con renuevo y cambios, a ver si las murallas de Troya terminan de abrirse más allá de la muerte de Aquiles.
De momento, mientras la madera escasea y los carpinteros de la Fócida llegan a la isla, no estaría mal usar motosierras furtivamente para trocear ramas gruesas, ahora que una legión de monstruos sordos derriba árboles por doquier.
Los otros que soy harán de las suyas mientras el amor no falte. Por estos días me han prometido traerme acrílicos primarios para elaborar las telas con que un joven cineasta haría su versión de mi relato “Rapunzel”. Allí, mal que les pese a aquellos que siguen viendo con ojos nublados la representación del bollo y de la pinga, habrá bollos y pingas. Y chorreados de cera simulando semen. Y, en el entorno de la habitación donde todo ocurrirá, una multitud de plátanos bien maduros para Oshún. Un centenar de plátanos burros ostentando el negro y el oro del dulzor.
Realizar audiovisuales con sexo explícito, en la Isla, es uno de los atrevimientos más desconcertantes. El Poder no sabe qué hacer ni cómo comportarse frente a eso. El Poder deja que algún grupo de teatro, por ejemplo, haga su puesta de Romeo y Julieta (se trata de Shakespeare y el Consejo Nacional de las Artes Escénicas no va a reñirse con el padre de Hamlet). El Poder ama las tiaras de la alta cultura. ¿Pero qué tal se vería Romeo y Julieta en una ciudadela de Cayo Hueso, con el primer plano de eso que Shakespeare solo sugiere (la noche de entrega sexual de los amantes) y en un universo interracializado donde alguien, además, grita ciertas consignas? Pura riqueza.
Necesito escribir, desde la nostalgia más impura, un inventario de percepciones y ademanes propios. Un extraño inventario del amor. Algo bien distante de esa rabieta coloidal que es la inmediatez.
Deberíamos ponernos de espaldas al tonto e inútil provincianismo que es el hecho de creer que nuestro medio y la Isla entera son extraordinarios (a causa de una gestualidad sociopolítica manipuladora, obnubilante, rara y nefasta), y que las situaciones y hechos de los que somos testigos son extraordinarios. Extraordinaria es la dimensión interior de cualquier vida donde reine la libertad, eso sí lo es. Extraordinario es, así, el mundo que llevamos por dentro.
© Imagen de portada: Basil James.
‘Ulises’ y Molly Bloom: la lengua de Odiseo
‘Ulises’, como ya se ha dicho, es el laberinto de una ciudad, una mente y un corazón. El laberinto de una persona que ama. Y es, además, Molly Bloom: la mujer que dice, al final de la obra: “sí quiero sí”.