Una de las utopías más discutidas en torno a la ideología socialista, y que Jean Paul Sartre adopta en su día como un pilar dentro de su existencialismo de raíz marxista, es la del intelectual comprometido. Tomemos esta categoría —pensando, sobre todo, en el valor que le confiere Sartre— y rastreemos sus efectos en la conciencia cultural del proyecto político que inicia en Cuba a partir de 1959.
El compromiso fue, sin lugar a dudas, el tópico que mayor influencia ejerció en la escena cultural de los años 60. Se convirtió en la sustancia primera, en la génesis de una supuesta verdad histórica que tomaba cuerpo, principalmente, en las izquierdas latinoamericanas.
Ahí están, como prueba de ello, los intensos debates que tuvieron lugar entre varios sectores intelectuales en Cuba: las sucesivas disputas estéticas en el seno del ICAIC, entre diversos actores que conformaban su núcleo duro; las posturas manifiestas —a favor o en contra— de escritores como Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Octavio Paz respecto a la Revolución Cubana y el espíritu izquierdista que esta abonaba en el continente; el histórico viaje que hiciera a La Habana el propio Sartre, junto a su esposa Simone de Beauvoir, donde conoce de cerca la fantasía revolucionaria y asiste al encuentro de un ya icónico Ernesto Guevara; el ensayo programático El Socialismo y el hombre en Cuba (1965), que es como el decálogo guevarista; las declaraciones anticomunistas que hace Guillermo Cabrera Infante al diario Primera Plana en 1965; y la polémica repercusión del cuaderno Fuera del juego, de Heberto Padilla, el cual, leído de manera tendenciosa, encontraba su sino —ya desde el título— en la discusión de la pertinencia de una actitud comprometida. Por solo tomar, como botón de muestra, algunos casos relativos a nuestro contexto.
En Cuba, particularmente, el compromiso supuso poner el “nosotros” por encima del “yo”, la obligación de articular un discurso afirmativo y consecuente con el cambio revolucionario. Cada producto cultural —ya fuera una obra de arte, una obra literaria, una pieza teatral o una película—, debía erigirse en paradigma moral y ético de la sociedad. De esta manera, la cultura se interpretaba como un medio y no como una finalidad; quedaba sujeta a los intereses de un proyecto político que pretendía replicar en la Isla la experiencia acontecida en los países del este europeo. Comenzaron así, para nosotros, los años de la sovietización.
Con el paso de estas seis décadas, como es evidente, esos ideales se han deformado hasta derivar en el corpus ambiguo que hoy define nuestra política cultural. De modo que, aun cuando parece anacrónico, todavía el sistema insiste —aunque empleando otros modos de persuasión— en el compromiso como resorte esencial de un proceso que se perpetúa en el discurso, amén de su ineficiencia en el orden práctico.
Ahora bien, ¿qué implica estar comprometido y qué formas adopta el compromiso en el proceso político cambiante que rige nuestro país?
¿Existen todavía las condiciones de credibilidad y encantamiento ideológico que originaron en nuestro espacio la aparición de una generación comprometida, o generación de “la esperanza cierta”?
¿El compromiso encuentra hoy una estructura política representativa de los principales intereses sociales?
Estas cuestiones no encuentran una respuesta inmediata, simple, porque tampoco es simple el proceso de constantes reacomodos que ha atravesado nuestra nación.
Para entender el compromiso, primero habría que entender las dislocaciones sociales, los varios matices de una aguda crisis (social, espiritual, ideológica, económica) que se abre paso entre nosotros ya en los tempranos años 70 y arrecia con toda su fuerza desde los apocalípticos años 90 hasta la fecha. En medio de esos vaivenes, al centro de toda esa inestabilidad y de las tensiones geopolíticas, el sujeto cubano se divisa como un náufrago en una barcaza maltrecha.
Si tuviéramos que arriesgar alguna definición en torno al compromiso que habita en la conciencia de cada sujeto hoy día, de seguro no estaría vinculada a la vida política del país, ni a la ideología que emana del poder, ni siquiera a alguna alternativa reformista derivada del neosocialismo que preconiza ese poder. Tampoco se sostendría en esa amalgama de símbolos inscritos en la historia de la nación. El compromiso, en cualquier caso, se encontraría en una fe ciega relacionada con la subsistencia. Cualquier otra evocación del compromiso no pasa de ser un simulacro masivo.
En el caso del arte, habría que entender el cambio en las relaciones de producción y consumo que se origina en la misma década en que Cuba parecía hundirse sin remedio. Se antoja demasiado simbólico eso de que el arte se desahogue, encuentre su fortuna definitiva en medio de la apoteósica ruina que traen los años 90 a la Isla. Como si el pathos del arte apuntara a una trágica condición: su solvencia se produce en detrimento de la vida pública nacional.
Apenas una exposición y un coleccionista, aparecido casi por voluntad divina, bastaron para insertar el arte cubano en el mapa internacional y ponerle cifras de apellido a lo que hasta ese momento encarnaba un romanticismo anacrónico: el ideal del arte por el simple placer estético, cuando no por una necesidad social o política.
Los artistas, en ese entonces, no ablandaron su postura ni tendieron a un abandono de la voluntad cuestionadora (como sustenta, en algún momento, el crítico Osvaldo Sánchez). En todo caso, y haciendo uso de cierta perspicacia, revirtieron el aura contestataria en una suerte de estrategia perdurable, que los volvía atractivos sin dejar de parecer incómodos dentro del perfil estándar que suele diseñar el mercado del arte. Se construyó, a fin de cuentas, un lenguaje localista con influencias universales, amable con esa narración posmoderna que sostiene la pérdida de jerarquías y la disolución de un centro específico, capaz de fluir lo mismo en un lienzo que en artefactos de reminiscencia povera.
De esa manera, cuando pisamos el umbral de este siglo ya podemos encontrar un grupo de artistas cubanos de notable celebridad en otros contextos. Bajo un relato ecuménico, donde parece integrarse sin conflicto la diáspora y el arte local, los contemporáneos y los clásicos se funden en una misma escuadra. Se desdibujan las diferencias epocales mientras se construye un imaginario posnacional cuya intención, hasta nuestros días, ha sido desmentir la secuela del socialismo real en la estética insular: la exótica idea de una isla en cautiverio político, atrapada en la obsolescencia de una ideología que persiste en representar la realidad bajo estereotipos binarios.
Los artistas cubanos, podemos decir, aprendieron a convivir con una doble identidad: la local, descomprometida y hasta cierto punto alejada de los dilemas que siempre trae consigo la actividad cultural en la isla; y la periférica, dotada de un statement con gancho, casi una ficción mediática seductora a la mirada de coleccionistas, dealers y curadores. El discutido compromiso viene a ser ahora, para los artistas, una cuestión individual; una faceta raramente asociada a esa vieja utopía sartreana, todavía rastreable en los 80, pero ya muerta en la nueva época del arte cubano globalizado.
Puestos aquí, podemos desentrañar una causa esencial en torno a esa idea harto repetida por nuestra crítica, cuando apunta al descompromiso como “el síntoma” que mejor describe la actitud de esta generación. Y es que nuestros críticos han intentado penetrar, con más o menos fortuna, en la mentalidad de los artistas contemporáneos, en las lógicas que estos postulan dentro de su trabajo; han leído y sistematizado con cierta premura la intencionalidad de ese bastión emergente, imposible de enmarcar en etiquetas, pero cuidándose de admitir una verdad de marras, reducida entre tantos eufemismos paternales: el mercado apareció para curarnos toda esa ingenuidad y el provincianismo que nos distinguía, y de intento se convirtió en un poderoso moderador, en la matriz que dicta los caminos del discurso visual en la Isla. En otras palabras: salvó el insomnio ideológico de al menos tres décadas y, en consecuencia, nos trajo de vuelta al mundo contemporáneo.
El lector, atento al curso de estos apuntes, se preguntará con toda razón: Si el tópico del compromiso se ha extraviado con esta generación (o tal vez un poco antes), entonces, ¿qué les reprocha la crítica a los artistas visuales?
Está claro que el compromiso, tal y como se pensó a inicios del proceso revolucionario, ya no tiene ni tendrá lugar en las generaciones más recientes. En principio, una crisis de valores y fundamentos atenta contra la reedificación de ese credo ideológico. Luego, esta generación ha tenido a su favor la inusitada oportunidad de la apertura, la experiencia del intercambio y la confrontación directa de los focos artísticos más influyentes, del viaje y el retorno (por decirlo de manera simple), suficiente para poder contrastar su contexto de origen con la realidad que domina a nivel internacional.
De otro lado, podría decirse que los críticos que han tildado a esta generación de autista y descomprometida no son, en modo alguno, los críticos de esta generación. Ese discurso recriminatorio emerge en la voz de una parcela crítica constituida por otros principios, partícipe de otros imaginarios e inquietudes estéticas. Parcela esta que ha atestiguado el cambio de época, pero se ha aferrado a vivir en el pasado, sin pretensiones de acoplarse a la mentalidad de los tiempos que corren.
No insinúo con esto que le falta razón a esos colegas, o que ese veredicto ya universalizado no es más que una falacia bien construida. Sin embargo, me parece sospechoso que ese diagnóstico, al hacerse valer, prescinda (o acaso ignore de plano) de la razón que dispone los intereses inmediatos de tantos artistas.
El mercado, sin lugar a dudas, es esa razón.
Una prueba sencilla nos daría la noción de hasta qué punto nuestra crítica se desentiende de esa verdad. Preguntémonos, detenidamente, cuántos textos que aparecen en nuestras publicaciones oficiales hablan, con un rigor mínimo, sobre el mercado de arte. ¿Alguien tiene una idea? ¿Tal vez una cifra? La duda, sin temor a equívocos, tributa a la nulidad.
Cuando se trata de ese tema, nuestra crítica se torna virgen, enmudecida. Entonces, ¿qué sentido tiene seguir girando en torno a un mismo reproche desfasado, cuando la realidad nos impone hablar sin prejuicios sobre un fenómeno inminente como el mercado?
¿Podemos dialogar con propiedad sobre esta generación y el arte que produce, omitiendo su proyección comercial en ferias y otros eventos de corte promocional?
¿Acaso no nos urge armar ya un sustancioso correlato entre calidad estética y éxito comercial?
¿Se puede independizar el rigor conceptual de —por ejemplo— Wilfredo Prieto, de la escandalosa suma pagada en ARCO Madrid por su Vaso de agua medio vacío o medio lleno?
Al menos, en la lógica del arte contemporáneo no parece algo coherente, funcional. Los artistas, los grandes tótems de la posmodernidad, son lo que son de acuerdo con su siempre controvertida mitificación en el ruedo mercantil. Ni el viejo y romántico Lawrence Weiner, ni el kamikaze Francis Alÿs, ni el político Ai Wei Wei, han podido escapar de este vía crucis.
Por otra parte, la ausencia del mercado en nuestro discurso crítico ha originado un terrible desconocimiento, una incultura que se revierte a la postre en una absurda inflación de valores. Lo mismo entre los creadores en ascenso como entre los ya establecidos, las cifras se evaporan formando una nube negra, un chisme —tan impreciso como cualquier chisme— que engorda o desinfla la expectativa del gremio.
Todos parecen disfrutar ese secretismo, el hábito de conjeturar a propósito de tal o más cuál artista, de cuánto y a cómo logró vender. Sin embargo, a nadie parece importarle el “a quién”. Los detalles sobre el comprador se vuelven todavía más difusos, más veleidosos, en los predios del rumor.
Si el arte cubano, a fin de cuentas, ha entrado de golpe por la puerta ancha del mercado, ya no podemos permitirnos ciertos criterios que estigmatizan y convierten en tabú la lógica comercial del arte. Los críticos debemos tomar parte en la actividad de esta época; tenemos que reactualizar nuestro background teórico, mezclar la lectura pesada con los artículos que reportan el último grito dorado en Sothebyʼs, Christies y Phillips. Se impone saltar (o mejor, combinar) de Boris Groys a Don Thompson.
La crítica tiene que abandonar de una vez ese convento teorizante, tiene que transgredir ciertos dogmas que le imponen una conducta: no decir esto o aquello.
El discurso crítico debería emular la pegada de ciertos reguetones, imposibles de obviar aun cuando el oído se resiste a su pedantería innombrable.
Cambio
¿Se puede anular la experiencia vivida por medio del cambio? ¿Podremos rebasar sin traumas, aquí en la isla, la llegada de una lógica de consumo apresurado, donde se vive de desechar constantemente? ¿Estamos preparados para renunciar a esa memoria afectiva por los objetos a la que nos ha acostumbrado la precariedad?