Cambio

Hace algunos años, cuando todavía estudiaba en la Facultad de Artes y Letras de La Habana —estaría en cuarto año de la carrera de Historia del Arte—, la colega Gretel Acosta, por entonces editora del desaparecido suplemento Noticias de Arte Cubano, orquestó un par de números consecutivos que pretendían constituir un extenso dossier dedicado a la situación actual de la crítica de arte en Cuba.

La decisión de segmentar el debate en dos partes se justificó en la voluntad de distinguir, al menos generacionalmente, a los escritores convocados. Fue algo así como un intento de lectura que acoplaba la tradición con el presente. Para suerte y asombro, mi firma fue tenida en cuenta dentro de aquel importante itinerario.

Ahora recuerdo con cierto orgullo aquel texto breve, en el cual situé —no con toda la extensión y profundidad deseada— un grupo de cuestiones imaginarias que pesaban sobre los hombros de esa generación de críticos emergentes, de la que ya me sentía partícipe. Sucede que en ese momento, al igual que ahora, se formulaba una queja relativa a la carencia de una voz puntera, central y representativa de la sensibilidad y lucidez en el discurso crítico cubano de los últimos años.

A criterio de muchos, se echaba de menos esa figura mesiánica que, tradicionalmente, había acompañado desde la escritura y la teorización a las distintas hornadas de artistas cubanos desde los años sesenta. Esto último, llevados por la ortodoxia nominal, podría entenderse como un linaje que arranca con Graziella Pogolotti, tiene una época altisonante con Gerardo Mosquera, y desemboca, con una fuerza inimitable, en la última “gran figura” dentro del ejercicio crítico insular: el fallecido Rufo Caballero.

No había, pues, en mi generación, aquello que me animo a entender como un “delantero centro”.

Bajo ese estigma hemos escrito hasta el día de hoy. Y podría asegurar que ninguno, entre mis colegas más cercanos, ha cedido a esa invención que nos sitúa como “críticos menores” o bastardos. Ya entonces, en aquellas líneas que titulé “Apostillas en zapping”, no me reconocía en absoluto como un descendiente directo de Mosquera o Rufo. No se trata de una herejía barata: mis filias más bien pasaban por esa narrativa desviada del canon que evidencian críticos como Héctor Antón Castillo, Elvia Rosa Castro y Frency Fernández. 

En esos ejemplos, me parece, se corrompe la ambición de figurar como un “9” nato: arquetipo del goleador a la vieja usanza. En todo caso, traslucen mejor la actitud del volante que cubre un recorrido menos ceñido en la cancha; ese jugador sin un rol específico más allá de “desequilibrar”, el que encara lo mismo para ofrecer una asistencia que para anotar un gol. Lo que se conoce como un “Falso Nueve”. 

De esa filosofía renovada —la del Falso Nueve— hemos aprendido más que de cualquier otra. A ella le debemos, como generación, la mayoría de nuestros aciertos y deficiencias. No es que nos moleste el típico “9”, sino que podemos, tranquilamente, prescindir de él. Hemos desactivado su lógica, su aburrida permanencia en un terreno —el pensamiento— que ya parece no resistirlo.

Ante el agon de convertir teorías perfectas, preferimos pasar la bola, barajar posibilidades, regocijarnos en el tiqui-taca. Ya si nos va bien o nos va pésimo, al menos nos divierte haber jugado en equipo.

Esta columna, entonces, debería leerse en lo adelante como un intento de expiar toda la culpa que se nos achaca como conjunto. No es que su autor asuma el derecho de hablar por otros (eso, precisamente, hacían nuestros padres), ni esa función mesiánica que tanto se nos ha exigido sin que lleguemos, de una vez, a concederle jerarquía. Se trata de una descarga confesional (toda columna lo es) a medio camino entre lo íntimo y lo colectivo. Sus textos, ya lo creo, sufrirán un problema de identidad, un conflicto entre la voz y lo narrado, una dudosa originalidad. Si algo está permitido, desde luego, es dudar de ella.

Dicho esto, creo que anticipo mi particular visión del síntoma que evidencia, con mayor o menor propósito, el contexto crítico emergente.

Ni Millenials, ni “Y”, ni “Z”…

Somos “Falsos Nueves”. 


Galería


Arqueología de una sonrisa, 2015 – Galería.


Cambio

Es mayo de 2015 en el barrio de Jesús María, Habana Vieja. Un sitio cercano al centro, pero divorciado de la imagen turística. Otro fragmento distópico de ciudad.

“¡Dicen que van a cambiar los cepillos de dientes!”.

Escucho esto al entrar en la calle Cienfuegos. Pienso en la proverbial habilidad del cubano para inventarse cosas. Supongo que nos ayuda a vivir, a soportar estos días difíciles, a soñar desde el vacío. 

“¡Va a ser hoy nada más!”.

Dicen… ¿Dice quién? ¿Quién se esconde detrás de tantas habladurías? ¿Quién se dedica a tramar tantos conflictos, rupturas, legislaciones, censuras, encarcelamientos? ¿Quién se agazapa detrás de esa voz colectiva? 

Siempre se dice algo y la gente, que hace oídos a todo sin atreverse a cuestionar, tan solo repite, fabula una anécdota de la nada. El cubano es un sujeto traumado por la ficción.

Seguramente, hasta corre de boca en boca una consigna. Alguien, para darle seriedad a la cosa, habla de cuestiones burocráticas: de una boleta de citación, por ejemplo. Ahí tenemos otra tarea de choque, otra nueva batalla.

“Un día sin batalla es un día perdido”, afirman, a ratos, por la televisión. Esa ha sido nuestra historia, llena de mesianismo e histeria colectiva; marcada por un discurso triunfalista que sostiene una actitud estoica frente a la crisis.

Siempre hemos vivido al límite: a la expectativa de una agresión militar en los 60; con la presión de salir del estanco económico durante la “Zafra millonaria” de 1970; en la tensión del éxodo masivo que abrió la década del 80; bajo los bombarderos de Angola, a finales de esa misma década; con la peor de las crisis y la reedición del éxodo en los años 90; enfrascados, a comienzos de este siglo, en una “Batalla de Ideas” que más bien parece una “Posguerra Fría”; y ahora, en la incertidumbre del cambio. No sabemos o no queremos vivir sin esos resortes apocalípticos.

“¡Te lo cambian por uno nuevo! ¡Colgate!”.

“¿Y también dan pasta?”, pregunta uno.

“No. Solo te cambian el cepillo”.

No me asombra que sea así. Si algo nos define es funcionar a medias. Lo acabado nos confunde. Nuestros proyectos dejan siempre la sensación de estar inconclusos. Quizás sean la razón para fundar otros proyectos. Proyectos que se dedican a corregir proyectos, a finalizarlos. Eso habla de cierta circularidad, de un encerramiento que nos conduce a repetirnos, a no superar lo que ya existe, a prolongarnos en lo precario, en el tedio y la autodestrucción.

¿Qué miserias encubre una ciudad que siempre ríe?

Que ríe de muchas formas y colores. Que se complace en reír pese a no tener razones para hacerlo. Que vacila ante la miseria y responde siempre con ese guiño, con esa forma ordinaria y ligera de simular que no pasa nada. Reír para evitar el trauma. Reír para no pensarnos en serio, como advirtiera Mañach hace ya demasiado tiempo.

¿Tienen algo que ver los cepillos dentales con el ritual de sonreír? ¿Cambiarlos tendría que ver con una renovación espiritual, con eclipsar los signos de decadencia? ¿Semejante gesto, no tributa a la falacia y el autoengaño?

Cambiar los cepillos dentales, ¿para qué? ¿A qué clase de utopía colectiva nos llaman esta vez?

Sigo avanzando, ya no indiferente. No puedo evitar contaminarme, dejarme llevar por lo que se murmura. Semejante cambio puede ser el principio de algo mayor. Siempre vamos del síntoma a la epidemia. De la movida subrepticia a la declaración política. Esta vez, según parece, se pone en práctica una política sanitaria.

“¡Dicen que gratis! ¡Que das el viejo y te dan el nuevo!”.

El cambio parece justo. Es lo que siempre han predicado: el intercambio desinteresado donde el único beneficiado es el pueblo, la gente de a pie, los que más y mejor han encarnado el proceso, sus destellos y ocasos. Parece justo, me digo.

La gente, de seguro, se sentirá mejor. Nadie reparará en la naturaleza del cambio, en las implicaciones que puede tener. Aquí ya no es costumbre cuestionarnos demasiado las cosas. Nos rendimos ante los hechos y punto.

Cada cepillo dental, sigo pensando, representa un segmento de tiempo, un fragmento de intimidad. Unos pocos cepillos, de manera sorprendente, pueden conformar la biografía de una persona. En un contexto de precariedad puede asombrar el número de cepillos (cuando se usan) que contienen la vida de una persona.

Se trata, entonces, de apresar lo vivido; de separarnos, en términos simbólicos, de la temporalidad pasada. Incautar, por medio de objetos simples, de uso personal, la memoria. Y, en este caso, donde se enfatiza en la movilización colectiva: la memoria social. De esto se trata el control.

Una jovencita preciosa, flaca y desinhibida, me aborda de repente. Pone en mis manos un papel y sonríe. Luce todavía más hermosa. Desaparece sin más. La veo marcharse aprisa. Entonces miro el papel, que pone: “Sonría, luego piense”.

Todo cambia. De alguna rara manera las ideas se disipan.

Una sonrisa equivale aquí a soportar, a demostrar una tolerancia que solo alcanzamos desde la hipocresía. El carnaval, que es el paroxismo de la alegría y, por tanto, el grosero estallido de varias sonrisas, supone una forma superior de la amnesia, del olvido, frente a la abrumadora experiencia de la realidad. Pasar del luto a la comedia es uno de nuestros fuertes.

Un nuevo cepillo dental puede ser la metáfora de un nuevo estadio temporal, de una nueva circunstancia histórica. Pero, ¿se puede, simplemente, anular la experiencia vivida por medio del cambio? ¿Es legítimo hablar de una suplantación radical entre los tiempos, como mismo hablamos del cambio de un cepillo viejo por uno nuevo? ¿Podremos rebasar sin traumas, aquí en la isla, la llegada de una lógica de consumo apresurado, donde se vive de desechar constantemente? ¿Estamos preparados para renunciar a esa memoria afectiva por los objetos a la que nos ha acostumbrado la precariedad?

Ahora me acerco a un soportal tumultuoso. Intento saber qué pasa, qué razón tiene aglomerada a tantas personas. Hay una cola que intenta organizarse. Un enjambre de manos señalando. Veo cajas, muchas cajas de cartón. Las personas rodean una mesa en la que hay dos muchachas que escriben en algo parecido a una boleta. Inmediatamente, efectúan un cambio: recogen un cepillo usado y entregan uno nuevo, en su estuche.

 “Colgate”, alcanzo a leer. Es el nuevo producto que llega de alguna parte, haciendo su entrada triunfal en el vecindario. Es un nuevo momento, una nueva estrategia, otra mentalidad manejando los hilos.

Al lado de la mesa hay un pequeño escenario montado: luces artificiales, sombrillas, un fotógrafo. Le piden a la gente que sonría y hacen una instantánea para la posteridad.

Imagino que pronto sucederán otras cosas. Que el viejo bar de la esquina o aquella bodega clausurada, declarada inhabitable, verán la luz nuevamente. Que de súbito habrá más lumínicos y carteles anunciando negocios en la ciudad.

Quizá hasta reviva alguna que otra personalidad del exilio y se dejen a un lado las viejas rencillas ideológicas.

Sinceramente, nada de esto logra inquietarme.

Solo temo verme representado en una temporalidad pasada, en un espacio enterrado en el olvido, como esos cepillos de aspecto fósil, museable.

El relato visual de una experiencia, la síntesis de un proceso colectivo que, sin embargo, principia con la idea de respeto hacia la identidad individual, parece suficiente para conjurar un libro. 

Pero, justo es decirlo, no es la mera transcripción editorial lo que aquí interesa. Más allá del testimonio enriquecido por datos precisos, de la biografía social que se propone en imágenes, sobresale el proceso mismo, la metáfora que define su naturaleza, el modo en que encarna nuestra tragedia histórica. De eso, más que de otra cosa, se trata Arqueología de una sonrisa (2015, Reynier Leyva Novo): de nuestra tragedia leída a través del arte.




Alejandra Glez: la polaroid que nos debíamos - Jorge Peré

Alejandra Glez: la polaroid que nos debíamos

Jorge Peré

Este no puede ser sino un texto poscrítico. Quizás el texto más vivencial y anecdótico que haya escrito jamás. Podría resumirse así, impúdicamente: Alejandra Glez y Jorge Peré conviven desnudos, durante un año, sin despertarse el más mínimo instinto sexual. He aquí la sinopsis. Les ruego tenerme paciencia.


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