Luis Manuel Otero Alcántara es un revolucionario.
Tania Bruguera es una revolucionaria.
Anamely Ramos es, toda ella, un pensamiento revolucionario.
Katherine Bisquet es una revolucionaria.
Julio César Llópiz-Casal es un revolucionario sin enmienda.
Carlos Manuel Álvarez es un gran escritor y un revolucionario.
Reynier Leyva Novo es un revolucionario de temer.
Yunior García es un revolucionario.
Julio Antonio Fernández Estrada es un revolucionario.
El 27N es la Revolución misma, la idea y la acción que se funden en esa palabra.
Pero hay una vieja Revolución, y unos revolucionarios que no la hicieron y que han padecido el agotamiento y la penuria de aquella —la ven morir sin luto ni deseos de reanimarla—, acomodados a vivir de su pensión ideológica. Esta última, glosada por Fidel Castro en una suerte de decálogo que es la recitación preferida de esos revolucionarios obtusos y temerosos.
La vieja Revolución es ya, desde hace años, un concepto; una cadena de significados que se aplatanan dentro de una palabra que, entre nosotros, comenzó a volverse abstracta justo cuando debió alcanzar su definición mejor: en 1961 con Palabras a los intelectuales. Sin embargo, Martin Heidegger apuntó hace mucho que el significado, en todo caso, es histórico y, por ende, le pertenece a los hombres, al lenguaje de las distintas épocas.
La noche del pasado 27 de noviembre, a las puertas del Ministerio de Cultura, el cineasta Fernando Pérez habló de un “nuevo lenguaje que debía ser escuchado”. Fernando, que ha tenido a la Historia de Cuba como telón de fondo en su cinematografía, advirtió con exactitud lo que allí estaba ocurriendo, vio en los rostros impacientes de tantas personas la esencia perdida por la vieja Revolución.
Fernando Pérez es, quizás, el Heidegger que nos merecemos.
Diálogo y Dialéctica
Mientras un grupo de jóvenes artistas, escritores y profesores, nos mantenía en vilo por su decisión de hacer huelga de hambre y sed, ¿qué hacían las autoridades culturales del país?
Había una causa, una razón por la que ese grupo decidió protestar pacíficamente y acuartelarse en Damas #955. Al parecer, ninguna autoridad estuvo dispuesta a examinarla debidamente. En todo caso, el silencio oficial, la indiferencia con que, en principio, se manejó aquella situación, dejó a los de San Isidro en la típica encrucijada de siempre: luciendo como unos vulgares herejes, mientras que los funcionarios estatales asumían el papel de inquisidores solapados.
Así las cosas, el temor habitó la cabeza de los que seguíamos de cerca cada suceso, y no es para menos: había allí un grupo de jóvenes dispuestos a llevar su protesta hasta las últimas consecuencias. Con razón o sin ella, había que prestar oído a su angustia, a la persistencia de su reclamo, so riesgo de no cargar con la tragedia de un acto pusilánime.
A la opción de dar la cara y sostener un diálogo con esos marginados, se prefirió la distancia cautelosa, dejarlos hacinados en su monólogo y vigilarlos con un cerco policial.
¿Es esta la democracia participativa de la cual se precian los revolucionarios en el poder? ¿Acaso la Institución cultural no siente responsabilidad alguna con varios de esos jóvenes, otrora partícipes de sus dinámicas?
Por largo tiempo, Anamely Ramos fue profesora del Instituto Superior de Arte; Katherine Bisquet es una joven poeta, publicada en la isla, que además se desenvolvió como editora en Unión (y solo sitúo aquí un par de nombres que reconozco y estimo por su probada capacidad intelectual). ¿No saben esto los funcionarios culturales? ¿No alcanzan a discernir el valor innegable de esos jóvenes cuyo único delito ha sido estar, precisamente, comprometidos con una causa que consideran justa? ¿Qué otra cosa se le puede pedir a un revolucionario?
Fue entonces que el diálogo que no se procuró a tiempo, acabó siendo la histórica exigencia de diálogo de una masa heterogénea que se apostó durante un día y una madrugada a las puertas del Ministerio de Cultura.
Desde luego que muchos de los congregados ese día ni siquiera simpatizan con el Movimiento San Isidro. Según lo veo, aquel grupo encarnó, afortunadamente, en algo más trascendente aún, algo que convoca a todos pese a diferir en credos: la ausencia de libertades que desde hace tiempo golpea al gremio y la evidente desconexión que existe entre las instituciones y los artistas.
Entonces el diálogo, como propuesta, ya no puede leerse ajustado, estrictamente, a la particular situación del MSI —aunque sin dudas desciende de ella—, puesto que también implica a toda una generación —y más allá— descontenta por disímiles razones —con distintos niveles de politización—, incapaz de reflejarse en las políticas culturales de una Institución que actúa paradójicamente, toda vez que en lugar de un férreo censor debería ser un puente entre el Estado y el gremio intelectual que dice representar.
El grito del 27N es, en cualquier caso, el grito que inspira el MSI, con la diferencia de que al primero no se lo puede tildar, de manera insana, de disidente, pues estaría tirándose demasiado al estercolero.
El 27N —esto lo sabe ya el poder— es el postergado encuentro de una generación con la dialéctica. Me parece ver que en su espíritu se resuelve la histórica dicotomía entre vanguardia política y vanguardia estética.
Del escarnio y otras miserias
Esta vez, no obstante, la disidencia cobró otro matiz en la isla, desafió con éxito esa imagen malsana que le impone el poder con su ideología infranqueable: todo el que estuvo en el MINCULT, ya fuera consciente de lo que allí sucedía, o acaso tentado por la histeria de la masividad, contribuye a la representación más pura y espontánea —palabreja muy de moda en estos días— de un acto de disidencia. Porque pensar distinto, digámoslo de una vez, no puede seguir siendo un delito en este país.
La Revolución misma, en su momento germinal, fue una hermosa disidencia, y los revolucionarios que la encabezaron, unos herejes.
Y volvemos a Heidegger (o a Fernando Pérez, si lo desean) y la cuestión histórica del significado. En este momento, de lo que menos puede temer la Revolución, de lo que no debe prescindir el gobierno que se escora en esa palabra-concepto-monumento, es de la masa pacífica que acampó en el MINCULT. De hecho, la Revolución, si es, no puede quedar ajena a esa pulsión tan definitiva.
Esa vieja Revolución que, como ha escrito Carlos Manuel Álvarez, “por no correr riesgos ha corrido el peor de todos: no correr ninguno”, necesita ahora quemar sus naves, abrirse paso desprejuiciada, deponer sus discursos de antagonismo y hacerse efectiva en la praxis de un verdadero ejercicio democrático.
En mis apuntes anteriores me detenía a pensar en la compleja situación por la que atraviesa el arte político contestatario en Cuba. Es un tema que parece inagotable, sobre el que puede abundarse todavía más desde distintos enfoques. La relación decepcionante y apática que establece el cubano promedio con lo político —con su idea y su praxis—, pareciera un síndrome inducido por el propio sistema, que asienta su discurso y su perpetuación dizque en la “confianza” de un sujeto enmudecido, embarazado de tabúes, incapaz de ejercer algún razonamiento crítico no contenido en la agenda común. Porque es un hecho que el sistema, en su afán totalitario, ha diseñado ciertos escenarios comunes para entrampar a la oposición en un loop retórico.
Los continuos arrestos, los interrogatorios, la violencia policial, la vigilancia tecnológica, el asedio y segregación social, son prácticas que se denuncian constantemente, acciones que en apariencia descubren el costado macabro de la vieja Revolución y sus hijos revolucionarios, y (dicho sea de paso) constituyen la única diana en la que acierta la oposición. Fuera de esto, sin embargo, no se percibe nada más. Si acaso existe, no se atisba la nitidez de un contradiscurso político que se afirme desde sí mismo, con enfoque autónomo, alejado de la victimización y el parloteo denunciante.
De un arresto en otro se compone la tragedia del cuerpo disidente. Un cuerpo sofocado y marchito que, en este minuto, no se permite otra cosa que padecer. Un cuerpo que ya no encuentra cómo narrar lo que siente, al que se le ha agotado, de tanto trastabillar, la razón política.
De alguna manera, el gremio intelectual amaneció el 28 de noviembre siendo otra cosa, manifestándose como un eco del día anterior. El 27N ya era un hecho, y los eventos que conmocionaron sus horas lograron al menos eclipsar el bochorno de su antecedente inmediato: el 26N.
Ahora bien, no todos los implicados en la polémica se dejaron llevar de la misma manera por el contagioso optimismo que sobrevino. Pongamos por caso el video difundido por la activista Omara Ruiz Urquiola, para establecer una comprensión crítica de la secuela que en ella provocó.
Omara tiene sus razones —eso intenta explicar en el video— para descreer que se había dado algún paso significativo la noche del 27N de noviembre. En su criterio, el 27N había sido una farsa orquestada arbitrariamente por ciertos “oportunistas” e “intrusos” que se arrogaron un derecho que no les correspondía. Con Michel Matos se ensaña más que con todos, dispara hacia él buena parte de su indignación. Asimismo, desacredita a Katherine Bisquet usando palabras muy fuertes, como “traidora” y “desleal”. Puesta en eso, refiriéndose a la masa partícipe de la exigencia de diálogo ante el Ministerio, suelta otros tantos improperios que no he de citar aquí.
Omara, según parece, es la matriarca del Movimiento San Isidro, y con tal autoridad se pronuncia. Pero no se detiene únicamente en lo que considera una mala gestión de los suyos: sin vacilación alguna echa por tierra la ilusión del 27N mientras defenestra a quienes, horas antes, se juntaban a ella en una misma causa.
Visto esto: ¿podría considerarse seria, o al menos compacta, la propuesta reivindicatoria que predica el MSI en lo social y lo político?
Si Omara es capaz de desautorizar públicamente a los propios integrantes del MSI —un trabajo que, por cierto, le adelanta a los medios oficiales—, por ejemplo, a una Katherine que se sumió en la abstinencia junto a Luis Manuel y Maykel Castillo, ¿quién habría de creer cualquier cosa relacionada a este grupo en plena contradicción de intereses?
Una vez desatado el ego de Ruiz Urquiola, desaparece el sentido común que debería motivar otra percepción —guiada acaso por el respeto— en torno al 27N. Los argumentos que esgrime tan solo condicen su profundo resentimiento. Un resentimiento que canaliza, a todas luces, al reclamar el protagonismo que supuestamente se les usurpó a sus colegas Luis Manuel, Maykel y Anamely, cuando se accedió al diálogo esa noche con el viceministro Fernando Rojas.
¿Debemos entender, como afirma Ruiz Urquiola, que esa noche se traicionó la causa del MSI? ¿No estaban allí Katherine Bisquet, Michel Matos, Claudia Genlui Hidalgo —miembros todos—, y otras tantas figuras de peso como Tania Bruguera, para respaldar la exigencia de libertad no ya de ese grupo, sino del gremio en general? ¿Por quién, exactamente, se pronuncia Omara? ¿Su voz debe asimilarse directamente a la voz del MSI?
Si se está abogando, precisamente, por una sacudida de los monopolios del discurso, ¿cómo es que Ruiz Urquiola se lanza a acometer semejante descrédito, valiéndose del escarnio a sus supuestos iguales?
La invalidación del diálogo pactado no se produce, como muchos suponen, en la voz del ministro Alpidio Alonso. Antes que Alpidio, ya Ruiz Urquiola sonaba una inoportuna clarinada que vaticina el quebramiento ulterior.
Revolucionarios sin Revolución
De tanto repetirse, una palabra se ha vaciado de sentido en nuestro contexto sociopolítico. El poder la monopolizó poco después de 1959, y los ciudadanos, durante seis décadas, la hemos visto secarse al punto de no entenderla sino como una naturaleza muerta.
La consecuencia más evidente, que ahora nos golpea en la cara, es que existimos —incluso renunciando a la voluntad de serlo— como unos revolucionarios sin causa, extraviados en el ademán de exigir cambios en algo que parece existir más allá de nosotros.
El 27N concentra en sus formas cierta honestidad que podría devolvernos a la reconquista de la acción y las libertades perdidas. Desaprovechar la fuerza y el empuje que ahora se condensa en esas siglas nos dejaría en el estatismo no sé por cuánto tiempo más, siendo algo parecido a unos tristes antagonistas de lo que odiamos, a saber: unos revolucionarios sin Revolución.
El país donde vivo
Hoy se sienten seguros de que ganaron la batalla. Porque, para ellos, la diversidad de criterios sobre cuestiones políticas solo merece guerra y aniquilación. Pero lo cierto es que han perdido, estrepitosamente, la confianza de muchos. Han perdido ellos y hemos perdido los demás, que aún no sabemos articular un pacto cívico.