“Y todavía tú te preguntas
por qué tumban internet cada vez que…”
Los Aldeanos
En la tarde del 20 de marzo de 2016, al aterrizar en La Habana, Barack Obama publicó un tweet desde el Air Force One. La primera parte del texto sorprendió a todos: “¿Qué bolá Cuba?”.
El gesto le dio un toque cool al viejo lenguaje político; pero también fue leído como un síntoma de desconexión, o indiferencia, con lo que venía sucediendo desde aquella mañana. El régimen cubano le había preparado un caluroso recibimiento al presidente de los Estados Unidos: turbas paramilitares y brigadas de respuesta rápida, organizadas por la Seguridad de Estado, golpearon y arrestaron a decenas de Damas de Blanco y a otros opositores. Bienvenido/Welcome.
Obama nunca habló de aquellos incidentes, porque los derechos humanos no eran una prioridad en su agenda. De eso nos dimos cuenta después. Trató de compensar el silencio con un discurso condescendiente y sobrevalorado, en el que destacaba el éxito de los cubanos de Miami y conminaba a superar el pasado, es decir, a borrarlo: “Es hora ya de olvidarnos del pasado, dejemos el pasado, miremos el futuro, mirémoslo juntos”, dijo. Lo aclamaron miles de exiliados, desde el café Versailles hasta West New York.
La relación de Obama con la Historia es bastante problemática. ¿Por qué los cubanos debemos abdicar de nuestra memoria, marcada por el autoritarismo, el hambre y la falta de libertades? ¿En función de qué, de quién? A nadie se le ocurriría pedirles a los negros en Estados Unidos que renunciaran a la Historia de la trata, la esclavitud, el racismo y el abuso policial. La prepotencia colonial de Obama fue tal, que cuando fue interpelado por el cambio de política hacia la Isla y los riesgos de fracaso, explicó que no había que alarmarse si la cosa no iba según lo esperado, porque, a fin de cuentas, Cuba es un “tiny little country” (paisito chiquitico). En 2018, Donald Trump dijo algo parecido cuando se refirió a algunos inmigrantes procedentes de “shithole countries” (paisitos de mierda).
“Dame la lista ahora mismo”
Barack Obama fue a Cuba en plan celebrity, en plan Rihanna. Lo único que le faltó fue la sesión de fotos de Vanity Fair en un cuarto ruinoso y descolorido. Se paseó en la limosina presidencial por toda la ciudad, puso un paladar en el mapa y se reunió con varios emprendedores, entre ellos Papito, el peluquero. El evento fue cubierto con bombos y platillos. Papito encarnaba todas las fantasías, era una suerte de mesías del champú. El “¿Qué bolá Cuba?” comenzaba a tener sentido.
El presidente estadounidense, en cambio, recibió a una pequeña parte de la oposición, porque no le quedó más remedio. Les dejó claro que no formaban parte de la conversación. El encuentro se celebró a puertas cerradas y sin prensa, para bajarle el perfil y no incomodar a Raúl Castro, el dictador anfitrión. Sí, sí, aquel mismo que le dijo al periodista Jim Acosta que en Cuba no había presos políticos:
“Dame la lista ahora mismo de los presos políticos para soltarlos. Dime los nombres o cuando concluya la reunión me das una lista con los presos. Si hay esos presos políticos, antes de que llegue la noche van a estar sueltos”, alardeó el general/presidente, como un guapo de barrio que se sabe con todo el poder.
Inmediatamente, periódicos internacionales y organizaciones de derechos humanos postearon en las redes sociales los nombres de cientos de presos políticos; esa noche ninguno fue liberado. Aquel papelazo dejó al dictador muy mal parado, pero al día siguiente su imagen se volvió a componer, cuando Barack Obama se sentó a su lado en un palco del estadio Latinoamericano, durante un juego de béisbol entre los Rays de Tampa y el equipo nacional de Cuba. Las risitas cómplices, las palmaditas en los hombros, las cornetas y los jonrones, crearon un ambiente carnavalesco y de festividad. Aquí no ha pasado nada.
La visita de Obama a Cuba fue el resultado de un largo proceso de negociación vaticana, encaminado a la “normalización” de relaciones entre Estados Unidos y Cuba. La “paz” colombiana, lo que sea que eso signifique, también formó parte del juego. En The New York Times, Ernesto Londoño escribió ocho editoriales para darle legitimidad a lo que se avecinaba. Como resultado de las conversaciones se liberaron a los cinco espías de la Red Avispa, que regresaron a la Isla regordetes y rozagantes. A cambio, la policía política cubana soltó a Alan Gross, un contratista estadounidense preso en Villa Marista por introducir en Cuba equipos de conexión a internet. El viejo regresó a casa demacrado y prácticamente sin dientes.
Barack Obama y Raúl Castro durante un juego de béisbol en el estadio Latinoamericano (La Habana).
El embargo económico se flexibilizó y Cuba fue eliminada de la lista de países que patrocinan el terrorismo. También quedó suspendido el programa que otorgaba asilo en Estados Unidos a los médicos cubanos que abandonaban misiones oficiales. Se relajaron las prohibiciones de viajes de estadounidenses a la Isla, y las turoperadoras comenzaron a vender a Cuba como un parque temático, con un mensaje de urgencia: “Go to Cuba Before it Changes!” (“Vaya a Cuba antes que cambie”). Además, poco antes de abandonar la presidencia, durante un periodo que se conoce como lame duck (pato cojo), Obama derogó la política de “pies secos, pies mojados” (wet feet, dry feet policy) para romper con el excepcionalismo migratorio cubano. De este modo, la Isla se convirtió por decreto en un país “normal.”
Fueron los años del guachineo, la gozadera y el “intercambio cultural”: una plataforma one way de politiquería oficial, de lavado de activos y evasión fiscal, que tuvo como sus grandes embajadores a reguetoneros y cantautores de “buena fe”. El intercambio cultural impactó la economía de Miami, sobre todo en el campo de la música, por el sistema de contratación que se implantó. Los músicos de la Isla, a los que les pagan una miseria por la grabación de un disco o una presentación, desplazaron a artistas cubanos emigrados que tienen que pagar altos impuestos y sus propias cuentas.
El engagement también despolitizó a una parte del exilio cubano en Estados Unidos. Muchos empezaron a representarse a sí mismos como emigrados “económicos”, y se repatriaron para cumplir sus sueños de empresarios. Montaron pequeños negocitos en la Isla: restaurantes, carros de alquiler o rent rooms para turistas. “Se alquila solo a extranjeros”, advierten algunos anuncios.
De la noche a la mañana, Miami se convirtió en la colonia de un régimen que aplicaba la máxima imperial inglesa: taxation without representation. Inversiones, remesas, recargas, paquetes y viajecitos, sí; derechos políticos, ¡no!
Psicología inversa
El engagement fue un experimento colonial de despolitización y desmemoria, diseñado por “expertos” que nunca sufrieron el rigor del hambre, el racionamiento o los apagones, y que tenían un profundo desconocimiento de las instituciones. Algunos son ingenuos y creen que el problema de Cuba radica exclusivamente en el embargo, operan desde la ideología y no desde el conocimiento. Otros, en cambio, responden a grupos con intereses económicos sórdidos y reciben jugosas comisiones. No les importa la Historia de Cuba, ni nuestros traumas colectivos, y ven a Miami como un no lugar de gente resentida y extremista, que solo cuenta durante el periodo de elecciones. Si para el régimen los cubanos no somos más que números, para los políticos estadounidenses solo significamos votos.
Los arquitectos del engagement y algunos lobistas que pasan por académicos nos vendieron la tesis, el humo, de que la estrategia de Obama hacia Cuba significaba el fin de la Guerra Fría. Se trataba, explicaron, de sacar al gobierno cubano de su zona de confort, de su ideología de “plaza sitiada”, para obligarlo a hacer cambios. Aseguraron que, a la larga, ese proceso crearía entre los cuentapropistas y timbiricheros una mentalidad que poco a poco se traduciría en una fuerza de presión. El globo explotó rápidamente, porque los “empresarios” de la Isla están totalmente desconectados de la política. Escriben cartas a senadores y a políticos estadounidenses pidiendo el fin del embargo y las sanciones, pero son incapaces de criticar el cerco económico al que son sometidos en la Isla, mucho menos la represión o las violaciones de derechos humanos.
Cuando Obama fue a Cuba, Fidel Castro aún vivía. El comandante usó psicología inversa para criticarlo, y dijo que no necesitaba que el imperio les regalara nada. Pero la política tiene muchas capas. A pesar de la verborrea antimperialista y la “intransigencia” revolucionaria para las cámaras y los periódicos, los ancianos del Partido Comunista y los militares de GAESA sabían que el engagement era una tabla de salvación económica, un recurso para la normalización simbólica del régimen y un escenario para el borrado de la memoria histórica y la despolitización de la sociedad.
El “deshielo” creaba la tormenta perfecta para la consolidación del proyecto poscomunista que convertía a las “mulas”, a los cuentapropistas y a los militares millonarios, en los protagonistas de la nueva Cuba.
En Amazon:
Fidel Castro. El Comandante Playboy. Sexo Revolución y Guerra Fría.
Un libro de Abel Sierra Madero.
Cubans for Trump. Trauma, anticomunismo y la política de las emociones.
En Estados Unidos muchos no se explican todavía cómo miles de cubanos que huyeron de una dictadura apoyan a Donald Trump, una figura con un marcado carácter autoritario, populista, misógino y racista. El trumpismo de los exiliados cubanos es complejo, tiene varias lecturas, y no puede entenderse aplicando falsas equivalencias. Es, en cierto modo, una respuesta a la política de Obama hacia la Isla, pero también está asociado a traumas y miedos colectivos. El trumpismo es más emocional que racional; es una suerte de culto que ha tomado cuerpo en una ideología anticomunista atizada por las fake news y las teorías conspirativas.
Los trumpistas creen que la libreta de racionamiento llegará a Estados Unidos y que la pandemia del Covid-19 es un invento, un hoax. Todavía insisten en que Joe Biden ganó las elecciones en noviembre de 2020 gracias a un escandaloso fraude, aunque la Corte Suprema y líderes republicanos hayan avalado los comicios. Aseguran que Trump es el único capaz de enfrentarse a China y a lo que llaman “socialismo global”, a pesar de sus conexiones con Putin y sus coqueteos con el dictador norcoreano. Tampoco ven el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 como un intento golpista y antidemocrático, sino como parte del legítimo derecho a la protesta.
El anticomunismo y el anticastrismo son identidades empobrecedoras que están atrapadas en la lógica binaria del régimen cubano. Castrismo y anticastrismo son parte de la misma ecuación. No pueden sobrevivir fuera de ese marco ideológico, tampoco generan nuevos relatos ni contribuyen al cambio. La narrativa del “deshielo” de Obama tuvo tanto éxito a nivel internacional y dentro de la propia Isla, precisamente, porque se apartó de la antigua retórica y de actores que no tenían, ni tienen, capacidad y fuerza para desplazar a la dictadura.
En sus críticas a Obama, Donald Trump recicló la vieja política de “línea dura”. Prometió que iba a acabar de una vez por todas con Nicolás Maduro y con el gobierno cubano. “All options are on the table”, decía. Esas fantasías fueron un factor importante en el crecimiento del trumpismo entre los exiliados cubanos y venezolanos. Además, ordenó el cierre de los servicios consulares en la embajada estadounidense en La Habana en represalia por los ataques “sónicos” que recibieron diplomáticos norteamericanos. A partir de ese momento se recrudeció el embargo: la base de la ideología castrista, que sirve de argumento para justificar el fracaso económico del modelo cubano, la ausencia de estándares democráticos, y la represión a la disidencia interna.
Con Trump también se redujeron los vuelos de compañías estadounidenses a Cuba. Esta fue quizás una de las medidas más impopulares de su administración hacia la Isla. Provocó una subida de los precios y oxigenó a las compañías de mensajería, paquetería y vuelos chárteres, al servicio del Estado cubano, a las que Obama había asestado un duro golpe económico.
Trump también ha jugado al pato cojo, y acaba de incluir nuevamente a la Isla en la lista de países que patrocinan el terrorismo.
Lo he dicho en otras ocasiones, pero creo que vale la pena repetirlo: Tanto el engagement como la estrategia del garrote están atrapadas en un círculo vicioso, en una política de bandazos que conducen al mismo callejón sin salida. Estados Unidos debería abstenerse de intervenir en la Isla. De lo contrario, Cuba seguirá a expensas del presidente norteamericano de turno.
De #YoTambiénExijo al Movimiento San Isidro. Una nueva narrativa del cambio
El “deshielo” se vendió como una raison d’état y generó un desplazamiento político y económico que no pasó desapercibido. A finales de 2014, meses antes de la visita de Barack Obama a la Isla, Tania Bruguera criticó al régimen por privilegiar un diálogo con Estados Unidos que desconoció a los cubanos. Fue arrestada cuando trató de realizar en la Plaza de la Revolución una performance orientada a pensar los límites de la libertad de expresión.
Barack Obama y Raúl Castro.
Tania les aguó la fiesta y la pachanga a unos cuantos. El susurro de Tatlin, una performance suya difundida anteriormente a través de las redes sociales, consistía en que todo el que quisiera hablara durante un minuto delante de un micrófono y exigiera sus derechos. Ese ejercicio dio origen a una plataforma conocida como “Yo también exijo”, que se situó en los blind spots (puntos ciegos) del engagement y sacudió a una ciudadanía que comenzó a tomar fuerza, sobre todo alrededor de artistas y periodistas independientes.
En 2017, Bruguera fundó un proyecto encaminado a tensar las relaciones entre el arte, la política y el activismo. Se trata del Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR), un espacio para el pensamiento, el rescate de la memoria histórica y la imaginación de un país diferente. El nombre de la institución, asociado a la crítica del totalitarismo, fue un gesto subversivo.
Alrededor de INSTAR se nuclearon una serie actores sociales que, poco después, empezaron a incidir en la política y a intervenir en los espacios públicos. Uno de ellos: el artista Luis Manuel Otero Alcántara —un muchacho negro y pobre de La Habana Vieja—, que integra a sus obras cuestiones de raza, clase, libertad de expresión y memoria.
Mientras GAESA y los militares cubanos seguían construyendo hoteles de lujo en medio de la obscena pobreza, el artista hizo una performance en las inmediaciones del hotel Manzana Kempinski para preguntar dónde estaba el busto del líder estudiantil Julio Antonio Mella, que había sido removido del lugar. Así, advertía sobre el proceso de borrado que promovía el capitalismo de Estado implementado por el régimen. Tiempo después, cuando un edificio se desplomó y mató a tres niñas, se paseó por la ciudad con un casco de constructor para llamar la atención sobre la desidia gubernamental.
Otero Alcántara se convirtió en un ruido para el sistema, y ha sido arrestado por la policía política en numerosas ocasiones. En 2018, junto a otros artistas, activistas e intelectuales, fundó el Movimiento San Isidro (MSI) en respuesta al Decreto Ley 349, diseñado por el Ministerio de Cultura para censurar y controlar al arte independiente en Cuba. Este decreto fue rechazado masivamente, dentro y fuera del país, pero la presión gubernamental y el acoso a artistas y periodistas independientes se siguió incrementando.
A finales de 2020, en medio de la pandemia del Covid-19, algunos miembros del MSI anunciaron en las redes que entraban en huelga de hambre para exigir la libertad del rapero Denis Solís. El músico había sido encarcelado después de un juicio sumario que lo condenaba a ocho meses de cárcel por “desacato”, una nueva figura delictiva que se inventó el castrismo para criminalizar la protesta.
Por lo general, las huelgas de hambre se producen en contextos autoritarios. El huelguista representa al cuerpo de la nación vulnerada por un régimen que ha liquidado a la ciudadanía y ha cancelado cualquier posibilidad de diálogo. Durante días, miles de cubanos estuvimos en vilo, pendientes de lo que ocurría en Damas 955, la sede del Movimiento San Isidro. Se produjo una solidaridad internacional y un consenso sin precedentes entre los cubanos.
Con la huelga, comenzó a circular también otra narrativa del cambio. En el plano simbólico, San Isidro significó el ensayo de nuevas herramientas analíticas y críticas, el despertar de un letargo político. Por eso, la noche del 26 noviembre, la policía —con el pretexto de evitar la propagación de la pandemia—, allanó la sede del MSI y arrestó a todos los ocupantes. La emboscada se produjo minutos después de que ETECSA tumbara el internet y las redes sociales. Se cumplió aquel presagio de Gil Scott Heron, cuando dijo que la revolución no sería televisada: “The Revolution Will Not Be Televised”.
El 27 de noviembre, un día después del operativo, cientos de personas se concentraron frente a la sede del Ministerio de Cultura para protestar contra los arrestos y pedir un diálogo con el ministro. El umbral del miedo había bajado considerablemente. No hay nada más poderoso que un liderazgo colectivo y diverso, que una ciudadanía crítica y activa. Pero el régimen, con una gran experiencia en la gestión de las crisis, implementó sus protocolos. La multitud se mantuvo en el lugar durante largas horas, el ministro nunca apareció. Un funcionario de segunda —aprovechando el desgaste y la noche— accedió a hablar con una pequeña parte del grupo. Lo que debía ser una negociación, se convirtió en otra cosa.
El resto, ya se sabe. Denis Solís sigue encarcelado sin el debido proceso, y el acoso policial a los miembros de la sociedad civil se mantiene. La Seguridad del Estado logró retomar el control rápidamente; porque, en gran medida, San Isidro fue un fenómeno urbano, por no decir habanero. Si las manifestaciones se hubieran extendido por todo el país y otras organizaciones hubieran acompañado la protesta, quizás los activistas hoy tendrían más capacidades de maniobra.
Movimiento San Isidro.
Joe Biden y Cuba
Muchos intelectuales que, hasta las manifestaciones frente al Ministerio de Cultura, habían hecho un escandaloso silencio, comenzaron a reaccionar. Trataron de separar el Movimiento San Isidro del 27N, como si fueran fenómenos aislados. Ese gesto responde a prejuicios ideológicos, de raza y de clase. Para muchos, los acuartelados de San Isidro representan a los sectores negros y pobres asociados a la delincuencia y la marginalidad. A los manifestantes del 27N —que pertenecen a las élites intelectuales blancas y letradas—, en cambio, se les considera como interlocutores más legítimos y moderados. Esta lógica es perversa y tiene como objetivo desplazar el debate y a los propios protagonistas de las protestas.
Cuando los acontecimientos estaban aún en pleno desarrollo, algunos comenzaron a hacer guiños apresurados a los asesores del presidente electo de los Estados Unidos, Joe Biden. Aconsejaron que no se hiciera un “caso” de la represión al Movimiento San Isidro y pidieron la reanudación del diálogo con el gobierno cubano. Ahora bien, ¿por qué seguir insistiendo en esas fantasías coloniales? ¿Por qué no concentrar el debate en la crítica al régimen, para pensar el cambio y el país más allá de la relación con Estados Unidos?
En un intento por quitarle agencia a los protagonistas de las manifestaciones, algunos académicos incluso llegaron a decir que el impacto internacional de las protestas, gracias al internet en los móviles, estaba conectado a Obama. Sin embargo, este servicio solo se habilitó en 2018, en la era de Trump. Aunque impagable para la mayoría de los cubanos, el internet ha empoderado a miles de personas y se ha convertido en el peor enemigo de la propaganda gubernamental, fracturando la hegemonía del Partido Comunista. Eso sí: está controlado por ETECSA, el monopolio estatal de las telecomunicaciones que censura contenidos, medios, y suspende las cuentas de activistas de modo discrecional.
A pesar de las críticas que recibió la aproximación de Obama, es muy probable que la nueva administración retome el engagement con Cuba. Joe Biden y Kamala Harris deberían estudiar cuidadosamente el asunto. Sería un error reproducir de modo tácito la misma estrategia que se utilizó hace unos años. Un nuevo acercamiento debe fundamentarse en objetivos precisos y concretos. Prefiero la fluidez y el diálogo al aislacionismo, pero el engagement no puede desconocer nuevamente la realidad de los cubanos, ni desplazar a los actores políticos que tanto han trabajado por un país mejor.
Las Iyá Oní Ifá. ¿Mujeres babalawos en Cuba?
Víctor Betancourt ha estudiado la lingüística, la filosofía y la liturgia yoruba como pocos. Es considerado un transgresor porque, entre otras cosas, desarrolló un proyecto con mujeres a las que consagró como Iyá Oní Ifá y les enseñó muchos de los secretos del sistema de adivinación de los babalawos, hasta entonces reservado a los hombres.