¿Qué es una revolución? Existen varias definiciones. Hannah Arendt, por ejemplo, explicó que las revoluciones modernas son procesos de cambio en los que la libertad debe estar conectada, necesariamente, a la experiencia de un nuevo comienzo. Si una revolución no es capaz de garantizar la libertad —subrayaba—, solo puede ser considerada una insurrección exitosa. A diferencia de la revolución húngara de 1956 —agregaba la filósofa—, ninguna revolución logró resolver la “cuestión social”, porque la violencia se impuso como un dispositivo institucional en nombre de una libertad despótica. El terror —concluía— es la perdición de las revoluciones.[1]
Pero la revolución también se convirtió en una imagen que transcendió el significado primario de insurrección o toma violenta del poder. Si como metáfora —advertía Rafael Rojas—, la revolución puede ser eterna, como concepto histórico es efímero.[2] Ahora bien, ¿cuándo terminó la Revolución cubana? Entre algunos historiadores existe cierto consenso. La aprobación de una nueva Constitución y la instauración del socialismo burocrático, en 1976, se plantea como el fin del ciclo. Ese año se creó la Asamblea del Poder Popular, una instancia parlamentaria diseñada a la medida de Fidel Castro, que de modo unánime lo legitimó como presidente de los Consejos de Estado y de Ministros; también, como Comandante en Jefe del Ejército.
La fecha parece una mera formalidad, porque, entonces, ya Castro concentraba prácticamente todos los poderes. Otros estudiosos, en cambio, dan la extremaunción a la Revolución en la década de 1990, después del colapso de la Unión Soviética y la Cortina de Hierro de Europa del Este. Un análisis antropológico del Estado y sus instituciones me lleva a problematizar los dos consensos historiográficos.
La Revolución cubana ha tenido muchas muertes. ¿Acaso el sueño revolucionario no acabó en el mismo momento en que el país sucumbió a la órbita colonial de Moscú y se convirtió en una gran plantación socialista, a mediados de la década de 1960? Cuando Jean Paul Sartre representó a la Revolución cubana como un “huracán” contra el “monstruo diabético” de la plantación, no imaginó lo que venía. La caña —explicaba Sartre—, había desarrollado una suerte de “hipertrofia” cultural, que generaba una relación de dependencia con el imperialismo.[3] Pero Sartre pensaba en el coloniaje estadounidense y no en el soviético, que a la larga terminó imponiéndose. La Revolución dio paso a un Estado, que se transfiguró muy rápidamente en un monopolio y en una entidad latifundista. En 1968, ya era el único empleador.
¿No acabó la Revolución cuando se convirtió en su propio reverso y se transformó en un proyecto conservador, biopolítico y autoritario? La violencia, los fusilamientos, la censura, la criminalización de la disidencia, la homofobia, las purgas institucionales, y la instalación de campos de trabajo forzado, se justificaron como una “necesidad” histórica y como efectos colaterales. Por años, la retórica oficial ha vendido la idea de que la Revolución es un proceso “original”, infinito, imperfecto e inacabado, para justificar esas políticas como “errores” del pasado, “que no son la Revolución”, cuando se sabe que esas prácticas fueron sistemáticas y sistémicas.
El régimen post-revolucionario se cristalizó como un cuerpo político obsoleto, anacrónico, que no produjo nuevas formas económicas, ni democráticas, y canceló toda posibilidad de futuro. Sus líderes se convirtieron en una casta privilegiada, parásita y decrépita, que vive todavía a expensas de aquella idea romántica que encandiló a millones de personas. La Revolución se acaba cada vez que un balsero se tira al mar, cuando famélicos jubilados se paran en las esquinas a vender café o maní, porque la pensión no les alcanza. La Revolución acaba cada vez que una persona es acosada y detenida por sus ideas. Acaba, acabada, acabó… “Se acabó in English means it’s over, baby, all over”, diría La Lupe.
Del “socialismo real” al Estado mafioso postsocialista.
“Uno salió y dijo: brother, esto quedó en family, happy,
nadie dijo ni hizo na’, eso sí es mafia, papi.”
Los Aldeanos
El 9 de noviembre de 1989 cayó una de las imágenes más poderosas del “socialismo real”: el Muro de Berlín. Ese día, miles de alemanes desde ambos lados de aquella estructura de hormigón, se fundieron en un abrazo después veinte y ocho largos años. El acontecimiento contagió a las demás repúblicas de Europa del Este, y en el invierno de 1991 terminó por colapsar la propia Unión Soviética. Los socios comerciales y políticos del régimen cubano habían renunciado al futuro luminoso del comunismo. La era postsocialista apenas comenzaba.
El término “postsocialismo” no es decorativo ni ornamental, tiene serias implicaciones en la economía, la política y en la organización de la sociedad. Pero, sorprendentemente, los “transitólogos” o académicos que estudian Cuba apenas lo usan. Hasta hace algunos años prefirieron posicionarse en un limbo analítico, que se conoció como lo “postsoviético”. Aunque esa noción sirve para marcar en términos cronológicos un momento histórico, no es productiva para estudiar los modelos que fueron adoptando aquellos países —incluido Cuba— que habían permanecido bajo el control o influencia de Moscú.
En torno al concepto “postsocialismo” surgió un campo de estudios inscrito en una perspectiva postcolonial, transnacional y comparativa. Ha servido para analizar los procesos de descolectivización, re-estatalización, privatización, el surgimiento de mafias y otras formas paraestatales, en esas sociedades, tras la caída del socialismo. La transición postsocialista no implicó un salto a una economía de mercado de tipo occidental, ni condujo a la democracia en todos los países. Con algunas diferencias, Cuba también ha experimentado este tipo de fenómenos. Me explico, empezando con el tema de la descolectivización.
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Hasta inicios de la década de 1990, y gracias a las millonarias contribuciones de Moscú y del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), Fidel Castro había logrado mantener los discursos sobre la justicia social y el igualitarismo. También, una política redistributiva marcada por la escasez y el racionamiento, pero que le permitía conservar eso que llamaba las “conquistas del la Revolución”. Entiéndase por conquistas, los servicios de educación y salud “gratuitos”, que hoy están totalmente colapsados. Sin embargo, poco a poco, la retórica moral igualitaria empezó a ser reemplazada por un lenguaje mercantil y empresarial, que convertía al Estado en una gran corporación y, a la población, en una gran carga, en un lastre.
La dolarización de la economía produjo un proceso de descolectivización en el consumo. Mientras los productos de primera necesidad se venden en dólares, a precios escandalosos, los salarios se mantuvieron en la maltrecha moneda nacional. Esa política también impactó el área de la salud. En varias clínicas y farmacias solo se puede comprar con moneda dura; el hospital Cira García, el dispensario del hotel Habana Libre, entre otros, lo confirman. La descolectivización se caracterizó, además, por la paulatina eliminación de “subsidios” y el abandono de responsabilidades estatales. Nadie quedará desamparado, decían.
El momento postsocialista en la Isla también provocó el surgimiento de nuevas identidades. Además de las jineteras, pingueros, bisneros, gerentes, y trabajadores del turismo, un nuevo personaje se integró al paisaje. Se trata del “cuentapropista”, figura asociada a formas económicas no estatales, pero circunscritas a ciertos servicios. El cuentapropista es una de las imágenes de la transición postsocialista en Cuba. No es propiamente un empresario autónomo, que pueda participar de las leyes del mercado, sino que está sujeto a una perversa relación con el Estado, quien sigue manteniendo el control sobre los precios, las importaciones, el abastecimiento, y limita su expansión. Además, se les acusa de revendedores, acaparadores y de ser los culpables del desabastecimiento.
El cuentapropista es también una categoría ideológica y política, orientada a impedir que los emprendedores desarrollen una mentalidad de dueños o propietarios. A los que alquilan habitaciones a turistas, por ejemplo, se les llama “arrendadores en divisas”. Deben pagar altos impuestos que no se ajustan a los períodos de baja turística o al impacto de fenómenos naturales, como los huracanes, tan frecuentes en Cuba.
En el trayecto postsocialista, las desigualdades sociales se fueron agudizando y la legitimidad del gobierno se fracturó considerablemente. Para controlar los daños, los ideólogos del Partido Comunista han utilizado ciertas retóricas de transición, que buscan bajar los ánimos, enmascarar su obsolescencia, y evitar un estallido social. El cambio del discurso con respecto a los primeros años de la Revolución es notable.
En 1959, cada política era lanzada como una campaña militar: “Operación Verdad”, “Operación Vivienda”, “Operación Limpieza”, “Operación Familia”, “Operación Matrimonio”. Hasta montaron una llamada “Operación Vaca”, en la que el gobierno pedía donaciones a la gente, destinadas a la compra de reses para las cooperativas. “Una vaca por sindicato”, era la consigna. La última gesta del grandilocuente Fidel Castro fue la “Batalla de Ideas”, que ya sabemos cómo terminó.
Cuando su hermano Raúl heredó el poder, en 2007, la jerga cambió. Dijo que a él lo “eligieron” para restaurar el “vasito de leche” y no el capitalismo en la Isla. Sin embargo, eso mismo fue lo que pasó. ¿Pero qué tipo de capitalismo? En un primer nivel tiene que ver con un Estado que desarrolla formas de explotación y de extracción de fuerza de trabajo capitalistas, pero que pretende mantener a la población sujeta a la ideología y al control del socialismo. Un Estado que explota como capitalista y paga como socialista. Un Estado, que se sostiene con los impuestos de los pequeños negocio se, las remesas del exilio, los onerosos impuestos consulares y otras actividades manejadas por el ejército, sobre las que hablaré más adelante.
Con el general/presidente comenzó a circular un nuevo lenguaje corporativo. Se hablaba de “actualización” del modelo económico y, de construir un socialismo sustentable. Eso, en buen cubano, se traduce en garantizar la sostenibilidad económica del régimen y su permanencia en el poder. Al tiempo que favorecen el consumo y consienten cierta tolerancia económica, se aseguran de que todo permanezca controlado por un Estado parásito y rentista, que no permite libertades políticas.
Sigamos con el lenguaje; como en la letra chiquita de los contratos, ahí está la trampa. En 2010, en varias empresas estatales se produjo un “reordenamiento laboral”. Con ese eufemismo camuflaron y maquillaron la política de despidos masivos, y el cierre de empresas ineficientes. Pero además de frases motivacionales, el general/presidente necesitaba, también, re-estatalizar el país, para crear un marco político que estuviera en sintonía legal con las reformas que estaba desarrollando.
En 2018, Raúl Castro logró que se aprobara una nueva constitución, que se preparó en secreto, y que, incluso, él mismo ayudó a redactar. En teoría, la carta magna reconoce la propiedad privada, pero en la práctica es otra cosa. Se dice que la élite renuncia a la construcción del comunismo, aunque el Partido Comunista seguirá rigiendo los destinos de la nación. Se promete que el socialismo es irreversible; pero, entre bastidores, cada vez toma mayor fuerza un capitalismo de Estado, que concentra el poder en una élite militar, que recorta los presupuestos estatales en servicios como la salud pública y la educación.[4] La constitución vino acompañada de un proceso de re-estatalización, que le permitió a Raúl Castro un enroque político con Miguel Díaz-Canel, para poder seguir gobernando en las sombras. Díaz-Canel es un presidente simbólico, un monigote para las cámaras, con muy poco poder real.
La re-estatalización también pasa por convertir a instituciones oficiales y represivas en parte de la sociedad civil, para exportar una idea falsa idea de democratización. Hemos visto cómo los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), o el Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), han adquirido estatus de organizaciones no gubernamentales (ONG), y reciben grants y financiamiento externo. Se sabe que la Fundación Ford ha desarrollado proyectos con el Cenesex; también, la Agencia de Cooperación Suiza (Cosude).
A fines de 2020, en medio de la pandemia de la Covid-19 y de una crisis de desabastecimiento, el régimen ordenó la creación de un sistema de tiendas que venden mercancías exclusivamente en moneda libremente convertible. El ministro de Economía dijo que era “una decisión de justicia social”. Para comprar en esos establecimientos, las personas deben abrir una cuenta bancaria manejada por una instancia del ejército, Fincimex. De este modo, la mayoría de los cubanos fueron desplazados del consumo de productos de primera necesidad, por una corporación militar. Este no es un detalle menor, ya verán por qué.
Poco después, el dúo del momento, Castro & Díaz-Canel, anunció una nueva política que se empaquetó como “Tarea Ordenamiento”. Otra vez el lenguaje… ¿En qué se fundamenta el eufemismo? El presidente dijo que se trata de un “proceso de unificación monetaria y cambiaria”, y de algunas transformaciones “necesarias.” Hasta rima y todo. Aseguró, además, “que nadie quedará desamparado, que en Cuba socialista jamás se emplearán terapias de choque contra el pueblo”.
Una vez que se supo de qué iba la cosa, explotaron los memes en las redes sociales. Los más sagaces explicaron que la “Tarea Ordenamiento” consistía en un ejercicio de “ordena y miento”, o, más bien, de “ordeñamiento.” Los precios de los alimentos y de servicios básicos como el agua, el combustible y la electricidad, se dispararon exponencialmente. También, los de servicios que reciben los ancianos en instituciones, como el Sistema de Atención a la Familia y las Casas de Abuelos. Ante la avalancha de críticas, Marino Murillo, el funcionario encargado de la reforma, dijo que “no todo puede ser responsabilidad del Estado cubano”.
Queridos cubanos que me leen, lo que estamos viendo no es una versión criolla de la perestroika, como afirman muchos por ahí, sino la consolidación de lo que el húngaro Bálint Magyar ha llamado “Estado mafioso postcomunista”. El término “mafia” no es sensacionalista, ni ideológico. Tampoco un insulto barato. El Estado mafioso da cuenta de una élite que gobierna el país como una organización que se apropia de recursos públicos, y se fortalece a través de lo que Katherine Verdery define como la “privatización del poder”.
La antropóloga explica que las mafias postsocialistas están conformadas por grupos que usan los recursos y la protección del Estado, para desarrollar actividades económicas paralelas, en las sombras, y acumulan capital y poder privado sin ser fiscalizados. De acuerdo con Verdery, la mafia, como los mercados, se basa en un sistema de vínculos horizontales invisibles, que terminan por remplazar al propio Estado.[5] Por su parte, Bálint Magyar explica que el “Estado mafioso postcomunista” se articula alrededor de una familia política que le otorga a la cultura mafiosa un rango de política central, estatal. Este tipo de formación busca la acumulación de poder y riqueza, conservar el poder y el monopolio de la represión.[6] Esta perspectiva metodológica —apunta Magyar— es importante para entender la naturaleza de estas élites, cómo acumulan riqueza, poder y cómo administran o ejercen ese poder.
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Las prácticas mafiosas no son nuevas en Cuba, fueron una realidad compartida por todos los regímenes comunistas. En aquellos contextos coexistieron dos economías: una estatal y otra, vinculada al mercado subterráneo o negro. Esta segunda economía se desarrolló gracias a la corrupción, sobornos y tráfico de influencias de los propios funcionarios públicos. Sin embargo, en la Isla, a partir de los 90, esos manejos se hicieron más visibles y se asociaron a la privatización del poder en esferas macro o micropolíticas. Se sabe que los puestos de trabajo donde hay “búsqueda”, cuestan miles de dólares. Sucede con las plazas de bodegueros, cantineros, meseros, gerentes, y con otras ocupaciones asociadas al turismo o a la distribución de alimentos. Para aspirar a esos empleos hay que tener “palanca”. Es un sistema corrupto, podrido, que contaminó desde las notarías hasta los hospitales.
Pero las formaciones mafiosas —asociadas a la privatización económica y de poder— más preocupantes y escandalosas, se remontan a 1989. Involucran al ejército y a la cúpula política. En el verano de ese año, los cubanos nos enteramos de que con la excusa de “burlar el bloqueo”, existían estructuras paraestatales conformadas por militares, que funcionaban en las sombras como pequeñas corporaciones. Una de ellas fue el Departamento MC. Alrededor de esa organización se construyó un caso de corrupción y traición a la patria, que terminó con la destitución del ministro del Interior y el fusilamiento de varios oficiales, entre ellos, el general Arnaldo Ochoa.
Gracias a la Causa 1, como se le conoció al proceso, supimos que la guerra de Angola, aunque se vendió como una política internacionalista y solidaria, fue también una empresa colonial cubana, manejada por el ejército, que implicó el tráfico de marfil, diamantes y maderas preciosas. Los testimonios de algunos veteranos han comenzado a salir. No voy a entrar en detalles sobre este asunto para no desviarme del argumento.
Otra de las corporaciones que opera sin ninguna transparencia y gestiona los militares, es CIMEX. Se dice que sus siglas significan “contrainteligencia militar en el exterior”, y funciona como un grupo empresarial privado de capital estatal cubano. Según el sitio oficial Ecured, CIMEX maneja las Tiendas Panamericanas, Servi-Cupet (servicentros), cafeterías El Rápido, Videocentros, y las tiendas fotográficas Photoservice, así como los Centros Comerciales. Además, se encarga de las exportaciones del ron Varadero, el café Cubita, y los refrescos Tropicola, Najita, Cachito y Jupiña. Por si fuera poco, la corporación también es dueña de la naviera Melfi Marine; de ZELCOM, la más importante Zona Franca del país; de las Agencias de Viajes Havanatur; la empresa de renta Havanautos; y la financiera CIMEX, que gestiona las tarjetas de crédito y otros servicios financieros.
Además de CIMEX, hay otras corporaciones manejadas por el ejército: Gaviota, por ejemplo, que maneja un sistema hotelero. Pero el poder de todas esas estructuras descansa en el Grupo de Administración Empresarial, SA (GAESA), adscrito al Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR). Su presidente ejecutivo es el general de brigada Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, ex yerno de Raúl Castro. Se dice que maneja los hilos de la economía en Cuba, y quien ostenta el poder real.
GAESA es lo que podríamos llamar un negocio familiar que, hasta que fue sancionado por Estados Unidos, administraba incluso las remesas de los exiliados. Según el Havana Consulting Group, la cifra de los envíos, en 2019, estuvo por los 3.700 millones de dólares. En 2020, debido a la pandemia, los números se vieron a afectados. Los emigrados mandan ese dinero para cubrir la alimentación y necesidades de sus familiares en Cuba. Ahora bien, ¿por qué con todo ese dineral, las tiendas, incluso las que operan en moneda dura, están desabastecidas? ¿A dónde va el dinero? Por la propia opacidad y falta de transparencia del sistema, es muy difícil seguirle la ruta.
La privatización del poder también viene acompañada de una privatización de servicios y de la fuerza de trabajo. En el caso de las empresas mixtas, el Estado se apropia de un gran porciento de los salarios de los trabajadores. Aunque el empresario paga en dólares, el trabajador cubano recibe pesos cubanos y una jabita con artículos de aseo personal, como “estímulo.” Sí, una jabita.
Esa política de explotación también se aplica a los servicios médicos que se exportan. El régimen se agencia alrededor del 80% del salario de los médicos y enfermeros que envía a algunos países. A esos profesionales les restringen las libertades fundamentales y están sujetos a una férrea vigilancia por parte la Seguridad del Estado. Además, sus cuentas en Cuba son congeladas hasta que regresen. Por estas razones, organizaciones de derechos humanos consideran que los médicos están sometidos a un régimen de trabajo forzoso y que viven en condiciones de semiesclavitud. Se sabe que sólo en 2018, el gobierno recaudó alrededor de 6.000 millones de dólares de esas misiones. Sin embargo, el sistema de salud está colapsado y en las farmacias no hay ni aspirinas ni antibióticos. Vuelvo y pregunto: ¿A dónde va el dinero? ¿Por qué el Ministerio de Salud Pública no rinde cuentas sobre el manejo de esos ingresos?
Por último, y con esto termino. En el estado mafioso postcomunista, el interés público y la justicia social pasan a un segundo plano. Las agendas más progresistas no salen de las instituciones oficiales, sino de grupos de la sociedad civil. Desde hace mucho tiempo, los activistas están pidiendo al parlamento una ley de protección animal, una ley de género que reconozca el grave problema de los feminicidios, y el diseño de políticas públicas para evitarlos. Por su parte, los grupos LGTBIQ demandan un nuevo código de familia que contemple el matrimonio igualitario. Ninguna de esas propuestas ha sido atendida.
El estado mafioso postcomunista termina por poner de rodillas a todas las instituciones, lo mismo una universidad, los periódicos, la televisión, que un ministerio. El 27 de enero en la mañana vimos cómo el ministro y el viceministro de Cultura, respaldados por la policía, les cayeron en pandilla a varios artistas que pedían la reactivación del diálogo.
Todo se pone en función de los intereses privados del autócrata, el padrino, o la familia política que gobierna en las sombras. Hasta la represión se ha corporativizado. En los últimos tiempos hemos visto cómo la Seguridad del Estado ejerce el control sobre el monopolio estatal de Telecomunicaciones, que, en vez de respetar la privacidad y la integridad de sus clientes, corta el internet o tumba las redes, para ocultar la violencia, para negar la realidad.
La policía política también ha reciclado los infames actos de repudio contra activistas y periodistas independientes. Utiliza recursos públicos y obliga a ciertas personas a que violenten física y verbalmente a los que disienten. Lo penoso es que algunos artistas se prestan a esa práctica macabra.
Estos modos de gestionar la sociedad no son tan nuevas como parecen. De hecho, Fidel Castro administró el país como una finca personal. Este desastre económico y social es su legado. Sin embargo, la situación actual es tan compleja, que hasta ha generado nostalgia por esa época en algunos sectores. La nostalgia es un afecto o sentimiento que tiende a acomodar la memoria y a romantizar el pasado. Lo cierto es que, si el Estado mafioso postcomunista que están imponiendo termina por asentarse, las posibilidades que crear una sociedad más justa y democrática, serán cada vez más remotas.
© Imagen de portada: Omar Santana.
Notas:
[1]Hannah Arendt: On Revolution, Penguin Books, London, 1963, p. 111.
[2] Rafael Rojas: “La Revolución cubana empezó entre 1956 y 1957 y concluyó en 1976”, En: Yvon Grenier, et al.: “¿Cuándo terminó la Revolución cubana?: Una discusión”, Cuban Studies, vol. 47, 2019, p. 156.
[3] Jean Paul Sartre: Huracán sobre el azúcar, Ediciones Uruguay, 1961, p.26.
[4] Carmelo Mesa-Lago: Cuba en la era de Raúl Castro. Reformas económico-sociales y sus efectos, Madrid, Editorial Colibrí, 2012.
[5] Katherine Verdery: What was socialism, and what comes next?, Princeton University Press, 1996, p. 220.
[6] Bálint Magyar: Postcommunist Mafia State. The Case of Hungary, CEU Press and Noran Libro Kiad, Budapest, 2016, p.3.
De Barack Obama a San Isidro: ¿Qué bolá Cuba?
Lo he dicho en otras ocasiones, pero vale la pena repetirlo: Tanto el engagement como la estrategia del garrote están atrapadas en un círculo vicioso, en una política de bandazos que conducen al mismo callejón sin salida. Estados Unidos debería abstenerse de intervenir en la Isla. De lo contrario, Cuba seguirá a expensas del presidente norteamericano de turno.