¿Cuánto tiempo más pretende el gobierno cubano retener a Luis Manuel Otero Alcántara en el Hospital Calixto García? ¿Días, semanas, meses? ¿Qué le están haciendo a un hombre al que ingresaron por la fuerza, supuestamente sin signos de desnutrición?
Los rumores y especulaciones más recientes indican que está siendo sometido a torturas médicas con métodos de psiquiatría punitiva, históricamente empleados en Cuba contra intelectuales disidentes como Ana María Simo, Ariel Hidalgo, Nicolás Guillén Landrián, Rafael Saumell y Juan Manuel Cao, en la Sala Juan Pedro Carbó Serviá del Hospital Psiquiátrico de La Habana (Mazorra), según ha documentado el historiador Abel Sierra Madero, pero también contra opositores como Daniel Llorente Miranda, el Dr. Óscar Elías Biscet y la activista —ciega— Milagros Cruz Cano.
La intención de utilizar, al decir de Ulises Padrón, el “relato médico-biologicista” para “desvanecer a Luis Manuel Otero Alcántara como sujeto político”, se empezó a manifestar desde su retención anterior en el Hospital Manuel Fajardo, entre el 27 de noviembre y el primero de diciembre, luego de la violenta interrupción del acuartelamiento/huelga de hambre colectiva en Damas 955. Desde entonces, dos psicólogas le han infligido torturas psicológicas durante sus sucesivas detenciones arbitrarias, pero parece que no han aceptado emitir un diagnóstico que justifique su encierro en una institución de psiquiatría.
Conversación telefónica entre Tania Bruguera y Luis Manuel Otero.
A Luis Manuel, incomunicado y privado de su libertad en una sala de psiquiatría del Hospital Calixto García, sin que medie acusación o condena alguna, le pueden estar aplicando terapia electroconvulsiva (TEC) o no. Ciertamente, no es la única manera en que se han utilizado las instalaciones del sistema de salud pública cubanas como centros de tortura.
La poetisa disidente María Elena Cruz Varela, entonces líder de la organización opositora Criterio Alternativo y vocera de Concertación Democrática Cubana[1], fue detenida el 21 de noviembre de 1991 en su apartamento de Alamar, y condenada el día 28 de ese mes, ante un juzgado militarizado en el Tribunal Municipal Popular de Habana del Este, a dos años de cárcel por asociación ilícita y difamación de los héroes y mártires del Estado. En una entrevista con Julio Estorino para el Luis J. Botifoll Oral History Project, Cruz Varela reconoce haber pasado más tiempo en Villa Marista y “en esa otra ala” del Departamento de Seguridad del Estado que es la Sala de Penados del Hospital Militar de Marianao, que en el Combinado del Sur, la prisión de mujeres de Matanzas:
“Yo no tenía que estar viva. La idea fundamental de ellos era que yo no saliera viva.
Con la nominación al Nobel, lejos de protegerme me ponen más en riesgo, porque ahí es donde me trasladan al hospital otra vez a enfermarme. Y me sacaron de ese hospital, justamente, dos horas después de que se falla el Nobel a favor de Rigoberta Menchú, porque en ese momento la discusión era entre ella y yo. El lobby cubano, representado por México, estaba mucho más apoyado económicamente…
Pero si gano el Premio Nobel, me matan, porque estaba todo preparado para eso. Inclusive ya salían informaciones, ya habían empezado a salir meses antes, de que yo tenía cáncer en fase terminal. Eso salió hasta en el Herald, yo tengo el recorte del periódico. Que me negaba a operarme y que se temía por mi vida. Y eso es como decir, esperen cualquier cosa”.
María Elena Cruz Varela no ha hablado públicamente, hasta donde he podido encontrar, del tratamiento recibido en esta instalación médico-militar. En su testimonio novelado Dios en las cárceles cubanas, describe la experiencia de Virginia Cuevas Vázquez —el personaje que ella crea para no “desnudarse en primera persona del singular”— en el Hospital Militar Carlos J. Finlay: “Los golpes que aplican en sus predios no se notan a simple vista, pero nunca se borran, no se olvidan”.
Durante el traslado desde el Combinado del Sur a Villa Marista, y posteriormente al Hospital Militar, en “un auto Lada 1300, color café con leche y beige, con el distintivo del G-2 en la puerta”, y “guardada” por cuatro militares armados con ametralladoras, Virginia pierde su nombre: “El paquete con el número de serie 228 086 otra vez sustituye a Virginia”.
“Vamos por calle la 100 rumbo a la barriada de Marianao y entramos, como cualquier ciudadano normal, en los jardines del Hospital Militar Carlos J. Finlay.
El auto va hacia el fondo de los pabellones y penetra en una parcela con una cerca altísima.
Detrás de nosotros se cierra el portón de hierro pintado de negro, que me recuerda el del penal de mujeres Combinado del Sur.
En el jardín de aspecto doméstico nos esperan dos enfermeras impecables y sonrientes y unos cuantos hombres vestidos de soldados rasos. Los hay hasta con el uniforme de la Policía.
El pasillo es largo, con el techo muy alto, y a ambos lados, rejas altísimas, tapadas hasta la mitad con los clásicos parabanes de loneta azul de los hospitales.
Una salita con tres camas, tres mesillas de noche, una mecedora de cuerdas de plástico, un lavabo y un reducido baño interior.
La inmensa lámpara, con seis gruesas bombillas de luz fluorescente, cuelga del techo groseramente encendida, a menos de un metro de lo que, según la sonriente enfermera rubia, será mi cama.
(…)
Salvo algunas molestias en la vagina, producidas por la mala calidad del agua, no tengo ningún síntoma de enfermedad que justificara mi ingreso en la tétrica sala de penados del Hospital Militar. La visita en el Combinado me correspondía hoy mismo, lunes. Como es habitual, nadie avisó a mi familia del traslado y otra vez mi madre deberá recorrer la ceca y la meca, indagando por el paradero de su hija. Se entrevistará con el obispo de La Habana, visitará las embajadas más solidarias, las agencias de prensa extranjera, clamará por mi vida y mi seguridad, a riesgo de la suya propia.
(…)
Son las diez de la noche. El parabán azul solo deja entrever gorras militares por arriba. Botas militares por debajo y, a intervalos, rompiendo la monotonía, los zapatitos blancos de las enfermeras.
Espero a que apaguen la luz. Espero a que apaguen la luz. Espero a que la apaguen.
Inútil espera. Dentro de la sala, la radiante claridad de las bombillas anula la luz del día que se deja entrever por el ventanuco pegado al techo.
(…)
El calor es insoportable. Los trescientos cuarenta vatios de luz sobre mi cabeza están cumpliendo su misión. Aunque me esconda por horas en el pequeño cuarto de baño y cierre los ojos, un resplandor doloroso, redondo, implacable, se ha instalado en mi cerebro.
Todas las mañanas del mundo la enfermera separa el parabán azul y anuncia: ‘228 086, prepárese para salir’. El teniente coronel Rolando Pacheco me espera en el patio y el día me parece opaco en comparación con la deslumbrante iluminación de la sala.
Muy amable, el oficial Pacheco me ofrece una rosa de pitiminí del rosal del patio.
—¡Muchas gracias, querido enemigo!
A veces se me ocurren frases ingeniosas y él, tomado por sorpresa, se ríe. Entonces soy yo quien lleva la voz cantante en sus agotadores interrogatorios.
—Convénzame, teniente coronel. Yo no creo tener la verdad absoluta y usted está mejor informado que yo. Pero convénzame, no me venga con las mismas consignas de la radio y la televisión.
—Tú eres muy valiosa, Virginia. Eres inteligente y decidida. Debes estar del lado de la Revolución. Del lado de los oprimidos.
—Que yo sepa, a día de hoy, la oprimida soy yo.
Durante horas me somete a condicionamientos pavlovianos y me siento agotada, temo que en cualquier momento pueda ceder a sus presiones y aparecer en los telediarios diciendo que me equivoqué, que me arrepiento, que fue la CIA quien me instruyó. Empezaré a dar nombres de agentes secretos, de cómplices verdaderos o falsos, de diplomáticos extranjeros y al final, para cerrar con broche de oro, puedo rubricar diciendo que, de ahora en adelante, estaré incondicionalmente al lado de la Revolución, del Partido y del Máximo Líder. Todo eso puede ser dicho frente a las cámaras con el rostro abotargado y la lengua tropelosa. Sin tener ni remota idea de lo que en realidad pienso o siento.
Ellos pueden. Están bien entrenados por la KGB y la STASI. Mi querido enemigo, el teniente coronel Rolando Pacheco, es psicólogo, graduado en la Universidad Lomonosov y en la Academia Militar Mijail Frunze, de Moscú.
—La calle está terrible —dice con expresión compungida—. Los muchachos no se quieren la vida, andan en bicicleta como locos. Ahora, cuando venía, delante de mí iba un muchacho con el pelo muy largo, a toda velocidad bajando por 23. No vio la luz roja y ¡pam!, un Lada se lo llevó por delante. Los sesos quedaron desparramados sobre la acera. Por cierto, Virginia, tu hermano Ignacio tiene el pelo muy largo también. Varias veces lo he visto por ahí, correteando en su bicicleta. Dile que tenga cuidado. Cualquiera puede tener un accidente.
El corazón me da un vuelco y se desboca. La taquicardia no me deja respirar. Esta vez dio en el clavo. Ahora se lanza a fondo, a rematar.
—Lázara, tu madre, anda molestando a la gente, diciendo que aquí te estamos torturando. Tendremos que tomar medidas muy serias con ella. Tú comprenderás que no podemos darnos el lujo de que vaya de embajada en embajada contando esas patrañas.
¿Cómo voy a poder dormir? Estoy acorralada, como un conejo en una cueva poco profunda que siente el ladrido de los perros furiosos, acercándose más y más, sin poder huir a ninguna parte.
¿Cuántas sábanas necesitaré para hacer una cuerda que llegue hasta el travesaño superior de la reja? Estoy obsesionada con la idea del suicidio. Cuando no pueda más, me cuelgo.
Entre la luz, los interrogatorios de más de seis horas, las inyecciones por cualquier motivo y las innumerables biopsias a sangre fría en el cuello del útero a que me somete el doctor Sarduy, de la clínica CIMEQ, están acabando conmigo.
(…)
Aquí nos han traído a enfermarnos, pienso, mirándome en el pequeño espejo que está atornillado encima del lavamanos.
Estoy demacrada, macilenta, y he perdido mucho peso. Las manos me tiemblan y me duelen todas las articulaciones. El vientre, inflamado, no deja de molestarme con unas punzadas que me retuercen. Desde hace dos días, un flujo verdoso se filtra sin cesar de mi vagina, obligándome a llevar compresas.
Me palpo el cuello, la frente, y sí, tengo algunos grados de fiebre.
Aquí me han traído a enfermarme. Yo estaba bien el día que me trajeron, y ahora, cada vez me parezco más al espectro Beneranda, que hace dos años, cuando nos conocimos, era una mujer alegre y sana.
Por la mañana es mi sombra la que se sienta en el banco del patio, frente al teniente coronel Pacheco.
Me da igual lo que diga. Lo escucho como si estuviera detrás de un grueso cristal. Sólo quiero dormir. Dormir para siempre. Acurrucarme sobre el lado izquierdo y dejar que se haga la oscuridad en mi cabeza.
Mis hijos, Mariana y Aníbal, mi hermano Ignacio, Lázara, mi madre, están a mi lado, me arropan con tanta ternura, que las lágrimas salen incontenibles. Me siento bien. Feliz de estar junto a ellos.
Los quiero tanto. Tanto.
(…)
Seis meses, nueve días. Al amanecer del noveno día, muy temprano, la enfermera retira el parabán azul y, del otro lado de la reja, anuncia:
—228 086, prepárese para un traslado.
Se repite el ritual de recogidas y, otra vez, me entregan los gastados trapos de algodón de la India, ahora limpios, lavados por Lázara, mi madre.
El Lada beige del G-2 enfila hacia la carretera que conduce a Matanzas. Un solo coche y dos soldados con armas largas. No hay cortejo. No tengo que hacer ningún esfuerzo para saber que nos dirigimos hacia el Combinado del Sur.
He pasado seis meses y nueve días sin saber lo que es un poco de oscuridad, de silencio, de tranquilidad. Excepto los tres últimos, el teniente coronel Rolando Pacheco me ha hostigado todos y cada uno de los días que ha durado mi estancia en la sala de penados del Hospital Militar Carlos J. Finlay de Marianao.
Ni siquiera sé si he logrado resistir. Solo sé que en bastante mal estado, con fiebre y drenando pus por la vagina, regreso muerta en vida a la prisión de mujeres”.
La ola de solidaridad internacional que despertó el encarcelamiento de María Elena Cruz Varela no fue suficiente para protegerla de los tratos crueles que inflige sistemáticamente el Estado cubano, en violación de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, firmada por sus representantes en 1986 y ratificada en 1995.
Los recursos al alcance de la dictadura más larga del mundo para destruir en cuerpo y alma a sus “enemigos” son inagotables, pero también reciclables, y los peores son reservados a las figuras con mayor capacidad movilizadora.
El arresto de María Elena Cruz Varela fue parte de una ofensiva represiva contra la oposición que culminó con el arresto de los principales líderes, sumando al menos 56 nuevos presos de conciencia a las 250 personas vinculadas a organismos de derechos humanos cuyas detenciones fueron documentadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos entre 1989 y 1993. Luego de su excarcelación, María Elena Cruz Varela fue forzada a iniciar una huelga de hambre para obtener el permiso de salida del país en 1994 y recibir el Premio Libertad de la Internacional Liberal en Washington. Su intención era regresar, pero fue sorprendida por una conferencia de prensa preparada por la Seguridad del Estado con su madre como vocera, donde se anunciaba su exilio.
Luis Manuel Otero Alcántara, líder del Movimiento San Isidro, quien lograra movilizar a cientos de personas frente al Ministerio de Cultura el pasado 27 de noviembre, ha sido recluido en un hospital. Durante su huelga de hambre y sed fueron arrestadas diez personas que se manifestaron por el cese de la represión en la calle Obispo, el 30 de abril. Este mes, la lista de Prisoners Defenders ha sumado 9 convictos de conciencia a una lista de 145 presxs y condenadxs políticxs.
Entre ellxs permanece encarcelada, a pesar de los recursos de apelación interpuestos en su defensa, la periodista Mary Karla Ares, quien cubría esta protesta. Privada de atención médica y medicamentos para tratar los dolores que padece periódicamente a causa de una endometriosis, Mary Karla Ares ha sido sujeta a interrogatorios nocturnos cada cinco y diez minutos para impedirle dormir, según denuncian sus padres.
Luis Manuel Otero Alcántara, declarado prisionero de conciencia por Amnistía Internacional, ha sido mostrado —en videos que filtra la Seguridad del Estado en las redes sociales— junto al doctor Ifrán Martínez Gálvez, vicedirector quirúrgico del Hospital Calixto García y supuestamente jefe del equipo que atiende al artivista, en violación del derecho a la confidencialidad médica. El doctor, que aparece en otro video acompañando a Luis Manuel en un paseo por las zonas peatonales del complejo hospitalario, se presenta orgullosamente ataviado con su bata del Ministério da Saúde de Brasil, recuerdo de las misiones internacionalistas sobre las que pesan acusaciones en tribunales internacionales de promover condiciones de trabajo esclavo.
Al mismo tiempo que orquesta este show mediático para demostrar el trato que reserva a sus opositores, el gobierno cubano está enfrascado en promover la candidatura del Contingente Internacional de Médicos Especializados en Situaciones de Desastre y Graves Epidemias Henry Reeve de Cuba, al Premio Nobel de la Paz 2021.
El cinismo de la dictadura y la confianza en su impunidad, no tienen límites. No le podemos creer.
La tortura no está tipificada como delito en la Ley No. 62/1987 del Código Penal de Cuba; por lo tanto, tampoco se incurre en delito al no denunciarla. El 19 de mayo se cumplían 17 días del secuestro de Luis Manuel, mientras el gobierno de Cuba era incluido en “la lista de la vergüenza” de la organización no gubernamental UN Watch, por votar “no” a la resolución de la Asamblea General de la ONU sobre la responsabilidad de proteger a las poblaciones frente al genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad.
Los llamados a la Organización Panamericana de la Salud y la Organización Mundial de la Salud a intervenir por la vida de Luis Manuel no pueden cesar, hasta convertirse en denuncias en tribunales internacionales contra estas torturas sistemáticas.
Notas:
[1] La Concertación Democrática Cubana agrupaba, según informe de Amnistía Internacional (1992), los siguientes grupos opositores: Asociación Defensora de los Derechos Políticos (ADDEPO), presidida por Luis Alberto Pita Santos; la Comisión Cubana de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional (CCDHRN), presidida por Elizardo Sánchez Santa Cruz; Criterio Alternativo, presidido por María Elena Cruz Varela; Libertad y Fe, presidida por María Celina Rodríguez; el Movimiento de Armonía (MAR), presidido por Yndamiro Restano Díaz; el Movimiento Femenino Humanitario Cubano, dirigido por Bienvenida Cúcalo Santana; Partido Pro Derechos Humanos de Cuba (PPDHC), dirigido por Juan Betancourt Morejón; el Proyecto Apertura de la Isla (PAIS) y Seguidores de Mella.
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