Legna Rodríguez Iglesias tiene buenos genes



Leo con mucho placer Paroled (2025) de Legna Rodríguez Iglesias, novela breve, o más bien legniforme, publicada por el sello argentino Beatriz Viterbo. Esa Beatriz Editora de Dante que siglos después será la “Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges” de El Aleph de Borges, que murió una candente mañana de febrero después de una imperiosa agonía y que tantos buenos libros ha tutelado desde entonces.

Leo en la contratapa de Paroled que su autora es “una de las voces más renombradas de la Generación Cero” y hago la prueba de preguntarle a ChatGPT qué es la Generación Cero en la literatura cubana, y quién inventó el término.

No lo hagan. La cantidad de mentiras y disparates que junta ChatGPT en su respuesta es francamente terrorífica.

Le aclaro entonces que yo estuve en el lugar y en el momento en que fue acuñada esa expresión. No puede venirme con cuentos.

“¡Vaya, Jorge! Eso cambia completamente el tono de la conversación —y la vuelve mucho más interesante”, escribe. Ya roza el ridículo la fijación que tiene ChatGPT con las plecas. “Excelente dato —y además, de enorme valor histórico, porque no está claramente registrado en la mayoría de los estudios críticos sobre la narrativa cubana reciente”.

Vergüenza ajena. 

Le pido perdón a Hypermedia Magazine y a los entusiastas de la IA.

Parafraseando al Marx bueno (Groucho): ¿a quién vas a creer, a mí o a los estudios críticos sobre la narrativa cubana reciente? 

Los críticos inventan etiquetas generacionales para apoyar sus estudios; los editores, para vender sus libros. Nosotros metimos una marcha forzada ahí.

El término se inventó (aunque “acuñar” es inmejorable como verbo: se acuña una moneda para atraer otras monedas) para que los críticos y los editores nos tuvieran en cuenta. Y para ganar concursos y dinero. No hay más.

Nada ganamos. 

Generamos eventos, mesas redondas y tesis de doctorado. Hemos llegado al catálogo de la querida Beatriz Viterbo. Pero el dinero nunca apareció. Legna lo sabe perfectamente. De algún modo Paroled da testimonio de ello.

Generamos generación, lo cual me hace pensar en la raíz gen- y en un árbol reciente de esa raíz en tierra publicitaria: el anuncio de American Eagle que ha protagonizado Sidney Sweeney, enésimo avatar de la bimbo-bomba sexual de la pantalla estadounidense.

Sidney Sweeney has good jeans.




Un eslogan que pudo haber gramatizado un niño de cuatro años en tres pasos (ella se llama así, ella usa el producto, el producto es bueno) se vuelve ready-made contextual y se hace viral porque en inglés jeanssuena igual que genes. Estaba puesto con la mano.

No deja de sorprenderme lo interesante que se ha puesto la biología en estos tiempos, en las ficciones revueltas del cambio cultural.

¿Sidney Sweeney has good genes?

¿Decir que hay genes buenos implica que hay genes malos?

Al final va a ser que el cromosoma es la nueva piedra Rosetta, pero no como pensaba Craig Venter en los años 90.

La homofonía jeans-genes, como se sabe, detonó este año una cascada de lecturas paranoicas: eugenesia, nazismo, xenofobia, supremacismo wasp, antiwokismo y, por supuesto, como resumen de todo lo anterior, trumpismo.

“Esta novela se terminó de escribir en Miami, la noche que Donald Trump ganó las elecciones, el 8 de noviembre del 2016. Ocho años después, Donald Trump vuelve a ganar”.

Esto leemos en la primera página de Paroled, y uno podría pensar que se entrega ahí una clave para la páginas siguientes. 

¿Es cierto eso? ¿Para qué sirve o qué función cumple esta pinza cronológica, una datación tan militante y extraliteraria que parece un quejido? 

Terminada la novela, me queda claro que Legna (queriéndolo, o sin querer) ha jugado al despiste. No obstante, creo que Paroled admite un par de lecturas de genotipia trumpista, así sea de manera anacrónica (como debe ser).

Vuelvo a la contratapa de Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo: estamos ante un libro, dice la editorial, “que narra las peripecias de una inmigrante en Miami a través de una lista de hits de los años noventa y cuyo título refiere a cierto permiso de entrada otorgado en la frontera”.

Cierto permiso de entrada otorgado en la frontera.

No, el título de la novela no se resuelve, ni remotamente, en esa frase. Hay ahí un lost in translation, pero no del inglés al español sino del español a la lengua cubana contemporánea, cuyos hablantes y lectores son capaces de homologar un documento equis (papel, permiso, pasaporte, plano) con un drama de dimensiones nacionales, cuatridimensionales: una tragedia en la que se juegan la libertad, el futuro, la vida.

La protagonista de Paroled se llama Roberta Carlos, entre otras cosas porque: “Cantar como Shakira no la convierte en Shakira, pero cantar como Roberto Carlos sí la convierte en Roberto Carlos”. También se hace llamar Roberta Redford. Ese proceder transexual con el género de la voz ya lo hemos visto en otros textos poéticos y narrativos de Legna Rodríguez Iglesias, y va parejo a una delicuescencia de los géneros del discurso.

Aquí, da la impresión de que la delicuescencia se torna comalescencia: Roberta Carlos, “una sombra que lo ha perdido todo y no lo recuperará”, llega a Miami como quien llega a Comala: en busca no de su padre sino de su madre.




Espóiler: su madre la alumbró de manera clandestina en Camagüey, en 1984, durante una visita secreta a Cuba. Las personas que la acompañaron “han logrado silenciar el nombre del padre y su nacionalidad, aunque se supone que sea un hombre ario, descendiente directo de Ignacio Agramonte y Loynaz”.

Las cursivas son mías. 

Hay un supremacismo camagüeyano.

Roberta Carlos resulta ser la hija bastarda de una tal Señora Lipstick, quien hacia 1984  ya llevaba una década de casada con un futuro presidente de Estados Unidos: Bill Clinton.

Las redes, los ecos de Castrocomalandia se asoman ahí, inconcebibles, como inefables centros del relato de Paroleph, a manera de Aleph

Al parecer, Trump se quedó corto cuando clamaba “Lock her out!”.

Roberta Carlos, escribe Legna, “va a Miami sabiendo una cosa: que todo eco es un círculo y que los círculos, además de ser hermosos, sexuales y energéticos, son la mejor forma de escritura”.

Roberta Carlos, escritora, vive el Miami trash de los trabajos precarios, del ahorro al límite, de los números rojos en Wells Fargo y las chucherías robadas en el Dollar Tree.

Roberta Carlos bien podría una escritora de la Generación Cero que arriba con una mano alante y otra atrás al Kilómetro Cero de la diáspora cubana, con una bandada de pájaros migrantes por encima de su cabeza.

“Nadie dice kilómetro en Miami. No existe esa palabra aquí”, nos dice. “A diferencia de la palabra pájaro que sigue teniendo vigencia y más aún, contundencia. Se podrían enumerar, a continuación, todos los tipos de pájaros de los que me estoy vanagloriando, pero perdería, más que tiempo, gancho. Narrativamente, mantener el gancho es lo único imprescindible”.

Pero la narradora no necesita mantener el gancho, porque su fuerza recae en el estilo. Ese es su aleteo, esa es su mordida. Comparte genes con los animales. El proceder transespecie con el género del discurso ya lo hemos visto en otros textos poéticos y narrativos de Legna Rodríguez Iglesias, y va parejo a un pensamiento sobre la propia escritura que opera mediante sucesivos camuflajes o trasvases:

“Un perro jíbaro y un banco de crédito son lo mismo. Un perro jíbaro y un recuerdo son lo mismo. Un perro jíbaro y un amor son lo mismo. La vida está llena de perros jíbaros irreconocibles y por eso algunos se mueren creyendo que nunca vieron a un perro jíbaro frente a ellos. Quien le comió el cerebro antes de venir a Miami fue un depredador de cuatro patas, de talla mediana y monógamo, como ella. Fue un carroñero, como ella. Una criatura que solo quería marcar su territorio, porque en la marca está el estilo y en el estilo, el triunfo. Y ella tiene un estilo que a cualquier perro jíbaro le interesa. Un estilo sistemático. Un estilo obsesivo”.




A los obsesivos del estilo, Cuba los cría y el Diablo los junta. En otro pasaje de la novela, un paramilitar veterano, dominicano, llega en compañía de su mujer a la pizzería donde trabaja Roberta Carlos. Necesita hablar con ella. Tiene una historia que contarle. Es un perro jíbaro:

Cuba vendió una mentira, dijo el veterano.
La mentira llamada Cuba, dijo su mujer.
Que doce apóstoles podían liberar a un país entero, dijo el veterano.
Una mentira que compraron todos, dijo su mujer.
Y fue una mentira porque no eran doce, dijo el veterano.
Primero fueron ochenta y dos, dijo su mujer.
La juventud entera se mató haciendo grupitos de doce, dijo el veterano.
La juventud de muchos países, dijo su mujer.
Otra mentira fue la montaña, dijo el veterano.
La montaña como santuario, dijo su mujer.
Ni el pueblo, ni la llanura, solo la montaña, dijo el veterano.
Una idea mentirosa, dijo su mujer.
Todavía hay soldaditos ignorantes allá arriba, dijo el veterano.
Comiendo yaniqueque en la montaña, dijo su mujer.
Tomando aguardiente en la montaña, dijo el veterano.
Sin entender la estructura de un régimen, dijo su mujer.
Pero nunca se me quitó la idea de tomar las armas, dijo el veterano.
Para volver a su país y derrocar la dictadura, dijo su mujer.
Los oficiales cubanos empezaron a estudiarme, dijo el veterano.
Hasta que fueron a hablar con él, dijo su mujer.
Entonces me reincorporé al proyecto, dijo el veterano.

La escena es a la vez teatro improvidado, estribillo y ecolalia, las cadencias más complejas con las que Legna hace sus labores, con las que trenza o parodia en Paroled a través de una narradora a la que todo se le hace poesía bastarda, igual que sus orígenes. 

El personaje ahora está en la Europa de la Guerra Fría: 

Yo veía agentes en todas partes, dijo el veterano.
El mundo de los agentes, dijo su mujer.
El plan era llegar a Santo Domingo depilado, dijo el veterano.
Convertido en quien no era, dijo su mujer.
Debía llegar a Santo Domingo el 31, dijo el veterano.
De diciembre, dijo su mujer.
Con la bulla y la jarana, dijo el veterano.
Pasar desapercibido, dijo su mujer.
Pero en Frankfurt estoy sin maleta siendo yo un comerciante próspero, dijo el veterano.
Algo que no previeron, dijo su mujer.
Empiezo a tragarme cada mensaje, dijo el veterano.
Mensajes escondidos, dijo su mujer.
Me puse chivo, dijo el veterano.
Chivo es alerta, dijo su mujer. 




Chivo es escribir. Pájaro, perro jíbaro, sombra que lo ha perdido todo. Escribir alerta.

¿Qué escribe Roberta Carlos, a todas estas? 

Leemos: “A veces cree que ya no escribe poemas o textos narrativos, sino mensajes”.

Mensajes filamentosos, pienso.

Codificados en una hebra de ADN, por ejemplo.

(Escribo esto, obviamente, en plan homenaje, minuto-columna de silencio por el recién fallecido James D. Watson, co-descubridor de una estructura que ya es pop science. Nadie más lo recordará aquí).

Hay que tragárselos. 

Los mensajes, dice esta mujer.

Hay que leerlos.

Hay que cotejar cómo una palabra se traspone en otra.

En Paroled, igual que en Mi novia preferida fue un bulldog francés (Alfaguara, 2017), entre los capítulos se insertan pequeños textos-posts que son como eslóganes. Se me ocurre que algunos podrían ser aprovechados ya no por American Eagle sino por cualquier branding cubanoamericano de hoy o de mañana. 

Algún producto de esa línea que ahora llaman “aesthetic”. 

Por ejemplo: NADIE USA LA PALABRA PANTANO. TODO EL MUNDO DICE MIAMI.

Termino esta reseña en modo editorial: pidiendo a los posibles lectores (ya sé que yo no tengo ninguno, pero Beatriz y Legna sí) que le den una oportunidad a Paroled, la novela con la que esta editorial argentina inicia su colección Migratorias, colección que ya nos entrega un pantano en apariencia superficial pero ecológicamente exigente.

Sobre su alter ego Roberta Carlos, nos dice Legna Rodríguez Iglesias: 

“La gente lee sus libros porque cree que merece una oportunidad, y cada vez que le dan una oportunidad se sale con la suya: la misma idiotez poética, el mismo lenguaje torpe. Mientras más vieja, peor. Tiene que ponerle freno a eso. Las oportunidades comenzarán a escasear”.

Por mí, que no le ponga freno a nada. 

La idiotez y la torpeza, mientras más viejas, mejor.