“Esta imagen es una fotografía en blanco y negro de un hombre apuntando con un arma. El hombre tiene el cabello largo y despeinado y lleva una camisa oscura. Sostiene el arma con ambas manos, apuntando directamente a la cámara. La pistola tiene una gran mira telescópica en la parte superior. El fondo es una pared con molduras blancas. La imagen tiene un tono oscuro y serio”. (Meta AI con Llama 3.2: los mensajes generados por IA desde Meta pueden ser inexactos o inapropiados; funciona mejor en inglés y todavía está aprendiendo a interpretar mensajes en otros idiomas).
Redacto este contenido (he estado a punto de teclear, ridículamente: “escribo esta columna”) un día después del cumpleaños número quince de mi hijo. ¡Quince años! De p…
Quince años que me envejecieron abismalmente de un día para otro. Parafraseando a Ricardo Piglia (un emblema de mi juventud, como tantos otros): me sentí incomprensible, me sentí de otra época. Y, para colmo, cuatro días antes, también la semana pasada, cumplió cincuenta y pico de años el padrino de bautismo de mi hijo, mi amigo fascista.
El bautismo tuvo lugar en una iglesia de San Miguel del Padrón.
Es curioso, porque ni mi amigo fascista, ni la madre de mi hijo, ni yo, somos creyentes. Ni siquiera el arcángel San Miguel podría ser creyente en San Miguel del Padrón. Pero los designios del agua bendita son inescrutables.
Lo que quiero decir con esta intro es que este post no va de fascismo, sino de distancias. Distancias en el espacio y en el tiempo. Quinquenios arrinconados. Lustros luz.
Años atrás, cuando cumplió los cincuenta, el medio siglo que se halla en medio de la nada, mi amigo fascista me envió un audio por WhatsApp:
—Sólo pido una década más de salud —decía—. Una década más de fuerza.
Algo así.
No era un buen mensaje para un hipocondriaco severo como yo. De hecho, por aquellos años yo estaba en plena crisis neurótica, con un miedo extralargo a la muerte. Era un hilo maltrecho de ansiedad, depresión y otras comorbilidades.
Desde la distancia, mi amigo fascista hacía lo que podía para animarme.
Desde la racionalidad, me hablaba como se le habla al náufrago que se aferra a una línea-ayuda en busca de flotación, una línea que abre otro hilo de voz.
Los argumentos clínico-racionales pivotaban en sus recuerdos de familia —su madre, la sabiduría de cierta cotidianidad cubana— y dichos recuerdos siempre conectaban con la política más irracional. Pero en aquel momento eso no importaba.
Nunca importó, realmente.
Es a través de la hipocondría que conecto también con mis recuerdos de la época en que el fascista y yo hicimos amistad. Época de talleres literarios. Talleres que, para colmo, también llamábamos “clínicas”.
Recuerdo que un día yo le hablé de los síntomas terribles que estaba experimentando por entonces, y él intentó calmarme hablándome de síntomas aún peores que había experimentado una colega suya —no mucho antes de eso, él estaba trabajando en los laboratorios de un Centro de Investigación que yo conocía muy bien— y que al final resultaron no ser nada.
Los neuróticos no olvidamos estas cosas.
Los neuróticos investigamos y conectamos.
A veces, también, discutimos de política.
Por aquellos años —vistos a una distancia cada vez más estrelladistante (a lo Bolaño, otro emblemita nuestro: disculpen la molestia)— yo solía estar en desacuerdo con los puntos de vista políticos de mi amigo fascista. Aún lo estoy, muchas veces. Y, a veces, más que en desacuerdo: directamente en contra.
Pero, en fin, parece que es cierto aquello que escribió el gran Jorge Wagensberg, un divulgador al que siempre hay que volver (fue fundador y editor de la colección ensayística Metatemas, de Tusquets): “Estar a favor une menos que estar en contra”.
*
La musa secreta de estas líneas podría ser Musa al-Gharbi, sociólogo estadounidense, columnista de The Guardian, quien publicó en su newsletter (ahora todo el mundo está en Substack, es el nuevo metaverso rama Metatemas) un artículo titulado: “Smart People Are Especially Prone to Tribalism, Dogmatism and Virtue Signaling”.
Leo:
“La gente suele pensar que sus creencias son correctas desde el punto de vista moral, fáctico o de otro tipo. Además, asumimos que pensamos lo que pensamos por buenas razones. Consideramos que nuestra experiencia es una buena guía de cómo funciona el mundo […] Cuando nos encontramos con personas que tienen creencias incompatibles con las nuestras o que adoptan conductas que desafían nuestras expectativas y sensibilidades, rara vez nos da por cuestionar nuestras opiniones y los medios por los que llegamos a ellas. En su lugar, intentamos averiguar qué les pasa a esas personas que no están de acuerdo con nosotros”.
Otro recuerdo:
Mi amigo fascista me ha arrastrado a una fiesta en Miami, donde él conoce a casi todos, o casi todos lo conocen a él, pero yo no conozco a nadie. Los Estados Unidos asisten a la carrera presidencial Hillary-Trump y el plato fuerte de la sobremesa y la cerveza de backyard es el careo político en torno al obamismo y lo que este había representado (o no) para el futuro de Cuba.
Era muy tarde, yo estaba cansado y no quería seguir allí (no fallaba: en todos los lugares a los que yo iba en Miami, era como que siempre quería estar, simultáneamente, en otra parte de Miami), pero para mí siempre ha sido estimulante prestar atención, aunque sea desde la falta de atención, cualquier debate en el que intervenga mi amigo fascista. Nunca sabes qué contradicción se va a sacar de la manga; nunca sabes con qué radicalismo te va a salir.
—No sé si tengo razón o no, estoy dispuesto a pensar de otra manera —le escuché decir entonces, en medio del corro variopinto de opinadores—. A ver, háganme cambiar de opinión.
Algo así, tampoco recuerdo bien.
*
La musa de estas líneas se llama —nom de plume— Pola Oloixarac. Como me gusta mucho ella, siempre he querido que su plumaje, sus libros, también me gusten. No lo he conseguido del todo. Que te entre por los ojos no es la mejor manera de entrarle a una escritora.
Sin embargo, confieso que me ha interesado bastante su último libro, Bad hombre (Random House, 2024), a pesar de todas sus erradas de tiro.
Cuando una novela autobiográfica se engrana sin demasiado chirrido en la conversación de la actualidad —en este caso, la resaca de una cultura inquisidora ya en fase de tratamiento antiinflamatorio y damage-control; el reprensado de la cancelación woke y todos aquellos desmadres izquierdosos en un archivo más funcional— es que algo en la literatura no está funcionando como debería. Pero eso ya es otro debate.
Los hechos que narra Pola Oloixarac suceden durante el primer mandato de Trump, en el centro de aquella galaxia tan far, far away del universo MeToo. Ya desde el título del libro, la idea es sacarle jugo a la combinación de dos batallas culturales, dos lenguajes para la amenaza, dos territorios-estadosunidos en pie de guerra.
“En 2016, durante su campaña presidencial, Donald Trump decía cosas como: Necesitamos fronteras fuertes. Tenemos bad hombres aquí y tenemos que sacarlos” —escribe Pola—. “Me daba gracia que usara la palabra en inglés para lo moral (bad), y que cuando decía hombres lo pronunciara hombras, con a, como si además feminizara a estos señores, pronunciando mal”.
Es que de hecho así era: los feminizaba 100%. Los transexualizaba.
Trump se adelantaba a lo que venía.
Los bad hombres pasarían a ser hombras, cómo no.
Las hembras guerreras empezarían a convertir a los hombras en poco más que sombras. Esas mismas sombras ilegalizadas, a la vez, también podían formar parte de la sombra homogénea del trumpismo. Las mismas hombras que, a su vez, también podían legalizarse en masa como hembras guerreras, identitarias, en un acto de resistencia al trumpismo.
Una sombra contra otra y las dos dentro del mismo pack ideológico: ingredientes, subproductos.
Es complejo, pero es más o menos así.
El devenir-mujer que, según Deleuze, es un devenir-menor.
Piglia, Bolaño… y Deleuze, que también nos gustaba mucho a mi amigo fascista y a mí, si bien nunca lo entendimos.
*
Una de las ocasiones en las que compartí con mi amigo fascista en los Estados Unidos, mi visita coincidió con una temporada muy mala para él. Vivía en el Medio Oeste y navegaba en un ambiente académico liberal que de pronto era un agua revuelta en contra suya.
Los dos estábamos muy lejos, y al mismo tiempo muy cerca, del agua bendita de San Miguel del Padrón.
Me habló de amenazas y acusaciones.
Me lo contó todo. De manera muy vaga, pero con minuciosos detalles. Tal y como son las sombras que se ciernen así de pronto, pero muy lentamente.
El otro día vi este chiste en un post de redes sociales:
Un hombre llama al 911.
—¿Cuál es su emergencia?
—Mi mujer lleva dos horas callada.
—¿Qué tiene?
—Dice que nada.
—Aléjese bien despacio de ella, mantenga una distancia razonable y no le lleve la contraria. En unos minutos llegarán los refuerzos.
A mi amigo fascista le dieron instrucciones parecidas a esas. Profesores, abogados y demás.
La Universidad es una mujer. No tiene nada. No le pasa nada. Hace silencio y rehúye la mirada. Es decir: está a punto de…
Por suerte, los refuerzos llegaron rápido. Pero me atrevo a decir que esa emergencia lo cambió. Lo marcó.
Como muchos otros cortocircuitos.
Algunos que venían de mucho antes, otros que se sucedieron poco después.
Ghosteos.
Amigos que le retiraron la palabra.
Colegas que escribieron, anónimamente o no, contra sus palabras.
Ex amigxs que empezaron a decir X, Y y Z a sus espaldas. Ex colegas que tiraron de hilos pinzados a su espalda, haciendo de su nombre un muñeco de paja.
Algunos lo tildaron de “demasiado frontal”.
Otros lo llamaron “traidor”.
Muchos lo consideraron una especie de loco.
Lo patologizaron de mil maneras.
Debo decir, porque además él va a leer esto, que muchas veces yo pensé que mi amigo fascista era su propio enemigo fascista, un reflejo especular al que se le iba la cabeza. Como un niño superdotado, pero a la vez mongo, que se pone a gritar malas palabras cuando adivina el gesto con que lo mandan (o él mismo se manda) a callar. El Síndrome de Tourette como goce liberador, la mueca de la eyaculación sobre toda mueca disciplinaria.
Ya ven, yo también patologizo. Soy el primero en patologizarme. Estoy en contra de la despatologización.
Pero debo decir también que, en este contexto, entre la enfermedad y su cura, como buen hipocondriaco, yo me pongo del lado de la enfermedad.
Empezamos en un taller literario hablando de síntomas. Es decir, discutiendo de política. Pero mi amigo fascista y yo siempre terminamos hablando de literatura. Más temprano o más tarde. Todo confluye ahí. Y la literatura, esto es, la hipertrofia de la ironía que la literatura acarrea como una riada de fango, cancela la más remota posibilidad de cancelación.
*
Escribe Musa al-Gharbi, chapurreo una segunda traducción:
“Nuestro primer instinto, y normalmente el instinto dominante, es explicar la desviación de nuestras propias opiniones apelando a déficits (ignorancia, irracionalidad, falta de sofisticación cognitiva, inexperiencia) y patologías (son fanáticos, son autoritarios, etc.) […] Nuestra inclinación por defecto es percibir e interpretar el mundo de forma que favorezca nuestra autoimagen, promueva nuestros intereses y refuerce nuestra visión del mundo, mientras explicamos las desviaciones de los demás respecto a nuestras posturas preferidas apelando a déficits y patologías.
*
Dos imágenes, separadas por varios años, el denominador común es una conversación telefónica:
En la primera, mi amigo fascista está en la sala de mi casa en La Habana. Recuerdo perfectamente el sofá donde está sentado. Termina de hablar por teléfono y me da la noticia.
Una persona muy importante para él acaba de morir en extrañas circunstancias (eran extrañas en aquel momento). Recuerdo con toda nitidez su rostro al decírmelo. Era como si le hubieran dado un puñetazo. Un golpe que no había visto venir.
La ironía es que quien le propina ese puñetazo es un país entero, aunque en ese momento él piensa que el responsable ha sido la cúpula militar que gobierna ese país. La ironía es que, en el fondo, él ama ese país como muy pocos de su generación lo aman. Estoy seguro.
Mi amigo fascista tiene eso: está obsesionado con Cuba y sus metonimias, martianamente.
Cuba es la novia tóxica. Cuba es la Universidad a la que no, no le pasa nada, pero lleva décadas callada junto a él. Cuba, para él, es la patria mental por excelencia. (“Tecnología mental”, diría Pola Oloixarac, como veremos más adelante.) Una modalidad de autismo, una historia clínica hecha de episodios y seizures incomunicables.
Yo, que soy obsesivo diagnosticado, no entiendo esa obsesión. Alguna vez quizás la compartí, con sus más y sus menos, pero hoy me resulta totalmente ajena.
Recuerdo que hubo un tiempo en que mi amigo fascista disfrutaba hasta el orgasmo tomando fotos artísticas de la bandera cubana (flagtografías, le llamaba). Hizo exposiciones y todo.
Ese cable creativo y ansiógeno con un símbolo nacional, o con lo nacional como símbolo, o con el nacionalsocialismo cubano, es algo que nunca he logrado procesar bien.
En la segunda imagen, él camina por la calle mientras habla por teléfono. Está en una ciudad de Estados Unidos, solo, en medio de la noche.
Un white trash con gorra de MAGA viene en dirección contraria. Cuando se cruza con mi amigo fascista y lo escucha hablar, monta en cólera y amenaza en voz alta con pegarle un punch in the face.
El white trash frente al bad hombre.
El bad hombre me lo cuenta por WhatsApp.
—¿Estabas hablando en español o en inglés? —le pregunto.
No llegaron a agredir al bad hombre físicamente, pero yo puedo ver claramente su rostro tras el puñetazo. Es el mismo rostro golpeado que lucía en el sofá de la sala de mi casa, con el teléfono en la mano, años antes.
—En inglés —me escribe.
—Entonces debe haber sido por tu acento —tecleo.
—Yes —me pone—. El acento. Only.
La ironía, aquí, es que mi amigo fascista es el más MAGA de todos los MAGA. Mi amigo fascista es más MAGA que Trump. Porque la América Great del MAGA trumpista es un país que responde a unas coordenadas geopolíticas más o menos concretas, mientras que la América Great que añora mi amigo fascista es una utopía ucrónica, una ucronía utópica, una corona de anarquía y liberación abstracta, y por lo tanto indestructible, que solo es posible conceptualizar desde La Habana, Cuba, allá por la década de 1970. Cuando uno podía creer en los Reyes Magos.
*
Pola Oloixarac rememora en Bad hombre sus años universitarios:
“Yo cursaba el primer año de Filosofía y miraba un poco desde afuera el glamur pastel de las chicas de Letras. Las admiraba, pero no me animaba a ser como ellas, no tenía el valor ni la vibración exhibicionista necesarias para parecer una chica. Para mí, en esa época, ser mujer implicaba poseer cierta energía notoria, cierta voluntad de representación. Por entonces no había desarrollado la tecnología mental para salir del clóset como mujer”.
Años después ya es una escritora argentina de éxito (recordemos que su debut, Las teorías salvajes, la rompió en 2008: una lectora de Deleuze elogiada por Piglia, un destape a lo Bolaño en versión hembra joven y sana), se ha mudado a San Francisco con su marido y ha salido del clóset como mujer.
Es ya una vulva inter vulvae —el título de uno de los capítulos del libro, que yo leo como guiño a primus inter pares— pero descubre que, al formar parte de un colectivo militante y encolerizado, el menor traspié puede provocarle una mutación de sexo.
Este párrafo resume su experiencia en la comunidad intelectual de la costa oeste de Estados Unidos:
“Aunque todos detestaban a Trump, como correspondía en su milieu cultural, yo no podía dejar de sentir que estaba en una comunidad de gente perfectamente buena, decente y liberal, que había encontrado la manera de expulsar a los indeseables alineándose al desprecio presidencial. En cuanto a mí, yo podía elegir. Podía quedar del lado de afuera del cerco, con los parias, los bad hombres. O podía formar parte de un grupo nuevo, si avalaba la expulsión de otra Persona de Color”.
Pola descubre allí dos cosas: 1) que en USA, debido a un inexplicable daltonismo, ella es una Persona de Color y 2) que si no se suma a los linchamientos VioGen avalados únicamente por la palabra de otras mujeres, la good escritora puede masculinizarse como bad hombra.
Entre parentésis: ¿puede el prototipo de good escritora del mercado editorial —que no es lo mismo que buena escritora, o una escritora que está buena— reinventarse como bad escritor?
Ahí lo dejo. Es otro debate político.
*
Un mes y pico antes de que mi amigo fascista cumpliera cincuenta y pico de años, Donald Trump ganaba por segunda vez no consecutiva las elecciones de Estados Unidos.
Para muchos, el fascismo se ha instalado definitivamente en la tierra de los libres.
Mi amigo estaba contento. En noviembre de 2020 se acostó a dormir pensado que su candidato había ganado, y al día siguiente se despertó en medio de una pesadilla interminable de votos por correo que certificaban su derrota.
En noviembre de 2024 se acostó a dormir convencido de que su candidato iba a perder, clara y lógicamente, y al día siguiente se despertó trastornado por las breaking news de su victoria.
Yo también me sorprendí. En correspondencia con mi milieu cultural, que es ya más bien un milieu de sistema operativo, neuronal o gonadal, quería que ganara la vulva inter vulvae, Kamala Harris.
Mi amigo fascista me llamó. Estaba On fire y On the road, de camino a su trabajo como teacher de español.
Me habló de dos personas para las que el regreso a la presidencia de Trump suponía una sorpresa enorme, una tremenda tirada de dados contra todos los cálculos.
El primer sorprendido era él.
El segundo, me dijo, era el propio Trump.
Mi amigo fascista estaba exultante pero también nervioso. Tenía miedo de que Trump la cagara de algún modo. Le había sido concedida una segunda y última oportunidad, una segunda y póstuma vida tras el zoom zumbido del francotirador en la oreja, y no podía desperdiciarla comportándose again como un niño caprichoso, que es lo que en el fondo era Trump para mi amigo.
O al menos eso fue lo que capté.
En la tercera temporada de What We Do In The Shadows (cito esta serie para volver a rimar sombras con hombras, la bad pronunciación de Trump, mientras la Sombra se extiende sobre USA como nueva Innsmouth lovecraftiana) cae muerto Colin Robinson, el vampiro energético, y un bebé nace de su cadáver.
Es el mismo vampiro renacido bebé. Es un clon de Colin Robinson que crecerá muy rápido, con la misma cara de viejo, pero con un físico infantil.
Así imagino ahora a Trump: sentadito en el baby seat del Audi de mi amigo fascista.
Mientras conduce por las autopistas americanas, mi amigo fascista le pide a Trump que se porte bien y no haga rabietas.
—Ya eres grande —le dice (es lo que siempre le dice el adulto al niño)—. Te voy a contar una historia. Para que aprendas lo que es MAGA de verdad. Es tu legado, es tu herencia. Escúchame, que esto nace del corazón de un cubano. Es decir, viene directo del cadáver del comunismo.
Mi amigo fascista es el amigo imaginario de Donald Trump.
Y, como todo amigo imaginario, también es una especie de monstruo.
Inofensivo, inmenso y cariñoso.
Un guerrero de los de antes.
Un guerrero poeta, con toques de locutor radio-Uber cursilón, entre martiano y casaliano, capaz de recitar sin temblor alguno, cualquier madrugada de este invierno trumpista, a Raúl Hernández Novás homenajeando a Casal:
Iré a dormir con los pequeños.
Nieva.
Recordadme como un gigante bueno.
*
Cuenta Pola Oloixarac en Bad hombre que en la Universidad ella siempre se sintió más cómoda entre los hombres. Pero sus amigos de Filosofía, “chicos estudiosos, buenos y realmente inofensivos”, le sugerían que se cambiara de carrera (que se cambiara de sexo, obedeciendo al llamado del glamur pastel):
“¿Por qué no vas a Letras, donde la gente tiene emociones y se expresa?, me sugerían con sus sonrisas condescendientes. ¡Letras está lleno de chicas que escriben! Ellos no tenían tiempo para eso: la magia de Kant los consumía. Y Nietzsche, que nos volvía locos a todos”.
La cita de Zaratustra, de Nietzsche, que volvía especialmente loca a la jovencita Oloixarac, es la siguiente: “Valerosos, despreocupados, irónicos, violentos, así nos quiere la Sabiduría: es una mujer que solo ama a un guerrero”.
Escribe la autora de Las teorías salvajes:
“Era mucho más divertido ser el guerrero que la mujer que ama al guerrero, y no debía haber mejor estrategia para un guerrero terrible, verdaderamente mortal, que estar escondido en el cuerpo de una chica”.
Algo a partir de ahí podría decirle mi amigo fascista al presidente electo de Estados Unidos en este devenir-monstruo, este devenir-niño de las carreteras americanas, feminizándolo con su pronunciación del inglés:
—Atiende pá cá, nene. La sabiduría es una chica frágil, escondida en el cuerpo de un guerrero. Esa chica puedes ser tú.
En efecto. Nunca sabes qué transformación retórica se va a sacar de la manga. Nunca sabes con qué radicalismo te va a salir.
*
Escribe Musa al-Gharbi en el citado post, del que chapurreo esta última traducción:
“Las personas muy cultas, inteligentes o con grandes dotes retóricas, tienen muchas menos probabilidades de revisar sus creencias o ajustar sus conductas cuando se enfrentan a pruebas o argumentos que contradicen sus narrativas preferidas o sus creencias preexistentes. Precisamente por saber más sobre el mundo o por ser mejores argumentadores, están mejor equipados para hacer agujeros en los datos o los relatos que socavan sus ideas preconcebidas, inventar excusas para mantenerse firmes sin tener en cuenta los hechos o interpretar la información amenazadora de forma que favorezca su visión del mundo”.
No sé si mi amigo fascista sea muy culto. Es, sin duda, bestialmente inteligente, y un superdotado retórico.
Sin embargo, Musa, él no se ajusta al perfil que describes. Es una excepción en la regla.
Fuera de eso, la descripción es perfecta. Por eso he querido ajustarla a este contenido de cumpleaños.
Un abrazo.
Seguimos.
La globalización: motores, microchips y más allá
Por Vaclav Smil
Si los bajos costos laborales fueran la única razón para ubicar nuevas fábricas en el extranjero, entonces el África subsahariana sería la opción más evidente, e India casi siempre sería preferible a China.