En las últimas semanas todas las tertulias televisivas de este país tratan sobre la corrupción con P mayúscula: la P del Partido. Y el caso es que la literatura se sigue colando en ellas como una prótesis, como el apuntador que te avisa que ya vienen los anuncios.
Siempre que se escucha una cita literaria, a continuación vienen los comerciales. No falla. Está todo pensando.
Hace poco escuché a un periodista cerrar su parlamento diciendo: “Hay otros mundos, pero están en este”.
Caramba, Éluard, me dije. Cuánto tiempo.
Me vi a mí mismo de joven comunista, leyendo a Paul Éluard en la previa del Servicio Militar, en unas lomas que trazaban la frontera entre la vieja Habana campo y Pinar del Río, mientras mis compañeros mataban el tiempo disparando a un tocororo con escopetas de perles.
En mi memoria, la lectura de aquella antología traducida ha quedado asociada a una selva subtropical.
Un par de años después, convaleciente de hepatitis, leí Las flores del mal. Tampoco puedo disociar aquella traducción de Baudelaire del recuerdo mullido de la cama de mi cuarto, en la que me pasaba todo el día acostado. Esas cosas se imprimen así.
No obstante, Baudelaire ya le había ganado a Éluard la partida de perles. Éluard era un quetzalito que se creía la superación dialéctica del cautiverio. Baudelaire traía bajo su ala a Poe, y a las putas.
Especies de putas.
Como al parecer estoy hablando de especies de pájaros, traigo a estas líneas el cuervo de Edgar Allan Poe mientras ojeo la edición de sus cuentos completos que ha lanzado hace poco la editorial Páginas de Espuma, con una nueva traducción que sustituye y supuestamente remienda la traducción canónica de Julio Cortázar.
Me parece ok que se ponga una traducción alternativa sobre la mesa de novedades, pero quizás hubiera preferido que esa traducción fuera un poco menos nueva. Me explico (o no, no estoy aquí para explicar nada):
Uno de los argumentos que han esgrimido las reseñas (al dictado de la propia editorial, por supuesto) es que esta nueva traducción de Páginas de Espuma pretende “acercar al autor a los lectores del siglo XXI”.
No es necesario.
Para los que en verdad lo van a leer, más cerca no puede estar.
Lo que haría falta es justo lo contrario: alejarlo. ¡Alejad a Poe de los lectores de hoy y sus smartwatches! Retrasarlo, si es posible, como relojería de arena, hasta las tablillas de Sumeria (que ya suena a región lovecraftiana). Incomprensibilizarlo. Volverlo lengua muerta. Sólo desde ese ángulo puede surgir la lectura viva, la lectura más contemporánea.
También se ha dicho que “cada época necesita su propia traducción de los clásicos”, o algo así.
Pero ¿es cierto eso? ¿Y por qué?
Hay algo muy woke ahí. Por ese camino, ya lo veo venir, muy pronto cada lector necesitará su propia traducción individualizada, que atienda a sus propios y valiosos traumas. Que atienda a sus partes más íntimas, pero con protección de datos. La IA está condenada a cooperar con nuestros espejitos.
Me pregunto qué tipo de traducciones poeianas necesito yo.
Me pregunto: ¿qué traducción de Poe hacemos para Anais?
Por decir un nombre al azar.
Pero, ya que estamos: ¿quién es Anais?
Anais es una modelo valenciana (el objetivo último de esta columna, de esta corresponsalía que está en la luna, es informarles sobre modelos valencianas) y actriz para adultos. Y, al igual que todas las así llamadas “actrices para adultos”, es ante todo una actriz de reality show.
El reality show que copa cabezas y cabeceras últimamente en este país, como ya dije al inicio, es la corrupción con p minúscula: porque más que de un Partido, se ha vuelto toda una poética.
En uno de los episodios más recientes, los agentes de la Unidad Central Operativa entran a registrar el piso del ministro putero, que disfruta en esos momentos de la compañía de la modelo valenciana.
El ministro putero le dice:
“Sal a pasear al perro. Pero llévate un desayuno antes”.
La modelo valenciana entra a una habitación. Reaparece con el perro y una bolsa. Uno de los agentes la cachea antes de salir.
Tiene un disco duro escondido (en palabras de algunos medios) en “sus partes íntimas”.
Partes íntimas pueden ser: los pezones, las axilas, la curvatura del cuello, los arcos de los pies, los dientes blanquísimos de una de esas doncellas dañadas de Poe…
Datos desprotegidos.
“¿Esto es un disco duro o es que estás contenta de verme?”, pregunta el agente que la ha cacheado.
Ella responde:
“Hay otros mundos, pero están en este”.
Seguramente se refiere a su entrepierna.
No tengo la cifra de la diferencia de edad entre el ministro putero y la modelo valenciana. Cuando Poe se casó con su prima Virginia, ella tenía trece años. Su cadáver será bautizado Annabel en un poema de su marido:
I was a child and she was a child,
In this kingdom by the sea,
But we loved with a love that was more than love
I and my Annabel Lee.
La child era ella, Edgar. Tú, no. Tú tenías 27 años.
Sin ánimo de restarle madurez, autonomía y agencia a Virginia, que terminó dando su nombre al estado de EE.UU. que vio crecer a Poe: hay que decir que la amada muerta nunca es una buena idea.
No lo digo yo: ya nos lo había dicho el cuervo del poema más célebre del autor de Annabel Lee.
Quoth the Raven: “Nevermore”.
El ministro putero, por su parte, contempla el registro en silencio y con ojillos de cernícalo viejo (“lo fatal es el cernícalo”, advirtió el pájaro oscuro de la poesía cubana: Ángel Escobar).
Ya se ha especulado que lo que él quería, secretamente, era que los agentes encontraran el dispositivo, los archivos delatores, lo cual resulta obvio para cualquiera que haya visto su rostro de militante de Los Soprano.
Mi hipótesis es que él no solo quería que fuera encontrado, sino que fuera encontrado justo ahí.
“Llévate un desayuno”, le dice el ministro putero a la modelo valenciana. “Pero antes de irte, abre la ventana para que salga el cuervo”.
La escena del reality pudiera continuar por ahí, con aquello que no narraron los diarios, porque el cuervo es también un modelo de lenguaje.
Poco antes de que entraran los agentes, se habría posado no en el busto de la diosa Palas Atenea, como en el poema de 1845, sino en el busto de cualquier otra actriz para adultos, según la idea que se tiene de la adultez en 2025.
Un busto en cuyo interior palpita la sangre de una red neuronal acaso desconocida.
“Nuestra vulnerabilidad en la pesadumbre, la desesperación o el azoro nos predisponen a cooperar con la idea de un destino mecanizado”, escribió Guy Davenport en un ensayo titulado Toda fuerza deviene forma. “Hay una parte de nuestro intelecto dispuesta a creer que los autómatas tienen cerebros. La escritura de Poe se desarrolla en ese espacio”.
RavenAI: un chat que tiene respuestas para todo lo que le preguntas, pero todas esas respuestas, hasta las más elaboradas, obedecen a la etimología de un único graznido ancestral.
Intraducible.
RavenAI: en el fondo es, tiene que ser, el picotazo inmisericorde que piden todos tus prompts.
Vale recordar aquí que los cuervos, los córvidos en general, en efecto, son una IA a los que les sobra la A: las especies de aves más inteligentes, más inteligentes que la mayoría de los mamíferos, incluyendo mucha gente que tú conoces. No tengo que decirte quiénes son.
Escritores incluidos.
“¿Qué son estos archivos, ministro?”, le pregunta al putero otro agente de la Unidad Central Operativa.
Bajo el busto de la modelo valenciana, ahora también pisapapeles (más bien trituradora de sentidos), hay unos mapamundis que son el equivalente al many a quaint and curious volume of forgotten lore que encontramos al inicio del poema de Poe.
Son mapas “T en O”, la formulación medieval que sigue las indicaciones del polímata Isidoro de Sevilla: para muchos (entre los que me cuento; me he convertido al anacronismo católico en estas mesetas), el único santo patrón que tiene Internet.
Unos mapas que son la conexión más directa, más linkeable, entre el ministro putero y el obispo hispanovisigodo, autor de las Etimologías, algo así como Las palabras y las cosas de Foucault pero escritas en el siglo VII y riéndose de la obsolescencia programada de Foucault.
Unos mapas que desde la forma devienen fuerza y se trata de una forma muy sencilla, pura destilación de músculo cartográfico: apenas tres divisiones incrustadas en la O del Orbis, que es el orbe de una trama de corrupción (también llamada, véase mi entrega anterior, “trama de los hidrocarburos”) cuyo alcance se puede describir con pocos elementos: un océano, tres continentes —Europa arrinconada entre dos mundos bárbaros— y el Mediterráneo.
“La literatura que me interesa es esa parte de la barbarie que anida en el interior de la civilización”, leo en uno de los apuntes de En esta red sonora, de Vicente Luis Mora.
“Bájate un poco las mallas”, le sugiere el ministro a la modelo, “para que el agente vea cómo sale volando el cuervo”.
Pasando por la pluma del albatros de Baudelaire, por supuesto, el pájaro de Poe en su vuelo terminará metamorfoseado, también, en el buitre que le come el hígado a Prometeo en el cuadro de Gustave Moreau.
Evolución convergente, le llaman a todo esto. Red de imaginería.
En un gesto de desprecio sin precedentes hacia la mayoría de los falconiformes, Moreau hizo caso omiso al águila del mito (gesto que reproducía, de manera inconsciente, el odio del titán hacia los dioses, y que en el fondo no era más que misoginia hacia las diosas). Necesitaba un ave carroñera. Un hígado inmortal, como el de Prometeo, ha de ser carne de carroñería infinita.
No hay “parte íntima” más íntima que el hígado, la Unidad Central Operativa de los flujos contaminados.
Pero el pincel de Moreau también estaba obsesionado con perfeccionar la mirada que se pierde en el vacío y corrigió sin descanso la mirada de su Prometeo.
Quería reflejar insubordinación (el motivo por el que Marx ya se había referido Prometeo como el santo patrón de los filósofos, lo cual también fue anticipado por Isidoro de Sevilla, ese otro prototipo del macho ibérico), pero no se dio cuenta de que con la mirada de su buitre ya la había clavado.
La mirada del buitre es, para mí, el centro inefable de la escena. De este show. Sea cual sea.
No lo tengo claro.
El ave, ceñuda pero con claros signos de embriaguez, mira a Prometeo encadenado como se mira a una amada muerta que nunca acaba de morir. Carne corrompida que siempre estará más sana y más viva que ella.
El buitre encadenado de Moreau no es una figura de justicia, sino del funcionamiento automatizado de un castigo. Y ese castigo opera ya no a nivel mítico sino biológico: una cadena trófica.
Si tuvieran voz —ambas: el ave y la cadena trófica, por no hablar de la correa del perro del ministro putero—, si acaso eructaran algún Nevermore en su lengua literaria, nos hablarían de memorias descargadas y copiadas una y otra vez. Y de corrupción eterna.
Entre otras cosas.

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