Llego tarde, pero llego. Igual que Desnoes.
Han pasado varias cosas, pero yo sigo en la luna de Valencia y justo acabo de enterarme de que Ediciones Cátedra, hace un par de meses, ha incorporado a su catálogo Memorias del subdesarrollo.
La colección de tapa negra: Letras hispánicas. Se hace oficial, finalmente, el plastificado mate que dice: must read; esto es un clásico cubano, o se le asemeja mucho.
Ya era hora, pensé.
Tiempo al tiempo.
Memoria a las Memorias…
Una novelita formateada como diario a ratos chapucero y a ratos costumbrista que las principales editoriales españolas hoy en día rechazarían de plano.
En la carta de rechazo (ni siquiera habrá carta de rechazo) le sugerirían al autor convertir el material de los misiles en guion para una distopía.
¿Has visto Juan de los Muertos? Eso es lo que viene después de Memorias del subdesarrollo, la película. Esa es la verdadera subsecuela del subdesarrollo, no esa otra secuela llamada Memorias del desarrollo.
La película de Miguel Coyula le hizo justicia a la obra de Desnoes, pero en la lengua equivocada, que era la lengua necesaria, porque con la secuela hecha libro no se podía hacer otra cosa. La película de Gutiérrez Alea, en el lenguaje modelo, ya había acabado con la precuela literaria. Le echó polvo encima. La zombificó.
La portada de Cátedra, faltaría más, es el fotograma de Sergio y su telescopio. Pero eso ya no nos importa, porque Edmundo Desnoes se aleja cada vez más de las pantallas terrenales y entra al infierno de Letras Hispánicas como cristalería dentro de un elefante.
Con Piñera y con Lezama.
Con Carpentier y con Caín.
Con Eliseo Diego y el Caso Padilla.
Con el tío sóngorocosongo de Landrián.
Con Fernando Ortiz y Cirilo Villaverde.
Con Miguel de Carrión pero no de Marcos.
Con Reinaldo Arenas y el hyphen Pérez-Firmat.
Un casting cubanosófico donde se da por sentado a Martí y aún se extraña, y mucho, a Julián del Casal.
Entre otros.
Ya que estamos, vale recordar que justo antes de Memorias del subdesarrollo, Ediciones Cátedra publicó Máscaras, de Leonardo Padura.
*
Un pliegue de Memorias… que siempre me ha interesado y sobre el que he escrito en otra ocasión (nadie lo ha leído) tiene que ver con la mirada, pero no es el lente del telescopio (sobre el cual también escribí, con idéntica ausencia de lectores).
Es un pliegue intestinal.
Malabre, el narrador de Desnoes, recuerda lo que le dijo su amigo Pablo un día que estaban en la playa:
“Anita, con lo buena que está, tiene la barriga llena de frijoles negros. Yo la vi almorzando hoy en la terraza”.
A partir de ahí se abunda en el vínculo retroalimenticio entre frijoles negros (“uno siempre los imagina espesos y diabólicos”, subraya Malabre), subdesarrollo y visión de ultrasonido.
“Cada vez que veo a una mujer bonita no puedo dejar de mirarle furtivamente a la barriga y preguntarme: ¿Qué habrá comido hoy?”, reporta el narrador, y luego resume:
“Los contrarrevolucionarios se convierten en intestinos: tienen obsesión por la comida”.
Pero no es que se conviertan: es que son intestinos. Flora y fauna intestinal. De ahí el término “gusano” y el tocororo transespeciado en bacteria nacional, volando libre en una jaula de mucosas y vellosidades.
Y de ahí, también, la descomposición como sistema. La pudrición. La podredumbre. Microbioma y mecanismo encargado —paradójicamente— de procesar toxinas ideológicas.
Desde 1965 como muy tarde, año de publicación de Memorias…, hay una manera contrarrevolucionaria de mirar —o “vacilar”, término más subdesarrollado y contrarrevolucionario— a las mujeres.
Olvídense de la male gaze.
Malabre va al cine a ver Hiroshima, mon amour, vacila a la protagonista de la película y luego escribe: “Emmanuelle Riva parece capaz de todo sin escandalizarse. Verde, madura y podrida al mismo tiempo”.
Páginas después, vacilando en la piscina del hotel Riviera:
“Hay un punto exquisito, entre los treinta y los treinta y cinco años, en que la mujer cubana pasa bruscamente de la madurez a la podredumbre. Son como frutas que se descomponen con una velocidad asombrosa. Con la misma velocidad vertiginosa del sol de la tarde cayendo en el mar”.
Esa velocidad vertiginosa pasa por el espesor diabólico de tus intestinos.
Esa velocidad vertiginosa es la cápsula cronológica de la novela, que abarca desde 1959 hasta la Crisis de los Misiles de 1962. La fruta tropical que Malabre testimonia se hace podredumbre sin haber siquiera madurado.
Esa velocidad vertiginosa se llama Revolución y es una actriz francesa: verde, madura y podrida al mismo tiempo.
Esa velocidad vertiginosa es la deformación del espaciotiempo que provoca que, aunque hoy estamos muchísimo más cerca de 2059 que de 1959, la mayoría de los cubanos jurarían, sin necesidad de hacer cálculos, que están muchísimo más cerca de 1959 que de 2059.
Esa velocidad vertiginosa es también la del disparo de salida que abre la novela, con estas palabras: “Todos los que me querían y estuvieron jodiendo hasta el último minuto se han ido ya”.
Repetimos, himno de matutino: “Todos los que me querían y estuvieron jodiendo hasta el último minuto se han ido ya”.
Eso dice Malabre en 1959 y eso está diciendo todavía hoy, como el fantasma o como el zombi (“Yo soy en el socialismo un muerto entre los vivos”) al que todos abandonamos en el insilio, una y otra vez: lo dejamos solo con su telescopio, el pintalabios y las medias de su ex.
Es el eco que resuena tras cada estampida migratoria. Es la frase que se repite como un soplido en cada fuga de la válvula de presión mientras la patria —la mujer cubana según Malabre— nos contempla orgullosa.
Pero ojo: es la digestión, la indigestión, y no la isla, lo que se repite.
*
En octubre de 1962, al filo de la descojonación nuclear, el narrador de Desnoes entra en pánico. Se vuelve loco. Quiere desaparecer. El diario que está escribiendo se llena de espasmos.
Sin embargo, había en La Habana al menos dos negras viejas que andaban por ahí como si nada. Esto leemos en La isla que se repite, de Antonio Benítez Rojo:
Mientras la burocracia estatal buscaba noticias de onda corta y el ejército se atrincheraba inflamado por los discursos patrióticos y los comunicados oficiales, dos negras viejas pasaron de “cierta manera” bajo mi balcón. Me es imposible describir esta “cierta manera”. Sólo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor de albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, ritual, en sus gestos y en su chachareo. Entonces supe de golpe que no ocurriría el apocalipsis.
Ese “polvillo dorado y antiguo” (probablemente talco) es subdesarrollo en estado pigmentario. Malabre quizás tampoco hubiera sabido describir (en ese punto apenas puede escribir, de lo asustado que está) aquella “cierta manera”, pero sabe que hay por ahí un signo de muerte. Nada más. Las piernas nudosas saltarán por un lado y los cuerpos por otro; el olor a albahaca y hierbabuena pronto será chamusquina.
Sin embargo, para Benítez Rojo:
Nada de eso iba a ocurrir por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico. La noción de apocalipsis no ocupa un espacio importante en su cultura. Las opciones de crimen y castigo, todo o nada, de patria o muerte, de a favor o en contra, de querer es poder, de honor o sangre, tienen poco que ver con la cultura del Caribe.
¿La cultura cubana forma parte de la cultura del Caribe?
Sigue una frase que no tiene ningún sentido. No hay por dónde cogerla: “La llamada Crisis de Octubre o Crisis de los Misiles no la ganó JFK ni NK ni mucho menos FC; la ganó la cultura del Caribe junto con la pérdida que implica toda ganancia”.
Por su parte, el narrador de Desnoes, cogiendo aire: “La Crisis de Octubre ha pasado. La Crisis del Caribe. Nombrar las cosas enormes es matarlas. Las palabras son pequeñas, mezquinas. Si me hubiera muerto todo hubiera terminado. Pero sigo vivo. Y seguir vivo es también destruir el momento de intensa profundidad. (¡Qué palabras más falsas!)”.
La falsedad siempre adherida a las palabras; el discurso que sospecha y reniega de sí mismo, plegándose como el intestino a medida que repta un relato.
“Este diario es inútil. Subdesarrollo y civilización. No aprendo. Me tomo demasiado en serio”.
Esta última frase es clave, ya que allí la amenaza nuclear, contrapágina de lo literario, se anuda con la línea más meta de la narración.
Porque, ¿quién es el que se toma a sí mismo demasiado en serio, aparte del indio caribe que habla por boca de Benítez Rojo? El amigo/doble/alter-ego del narrador de Edmundo Desnoes, que es el propio Edmundo Desnoes. O una versión suya mirándose en el espejo burlesco de la autoficción, antes de que la autoficción se pusiera de moda.
En definitiva, un escritor de esos que, sin acusar el más mínimo tic en el ojo (no me olvido del telescopio, pero no sé qué más hacer con él), pueden sentarse en un panel o en una mesa redonda junto a Alejo Carpentier y conjeturar, por ejemplo, que el chachareo de dos negras viejas (no son víctimas civiles, no; ninguna atrocidad se avizora en el horizonte) expresa “el légamo mítico, mágico si se quiere, de las civilizaciones que contribuyeron a la formación de la cultura caribeña”.
*
Al inicio de Memorias…, cuando ya se fueron del país todos los que lo estuvieron jodiendo hasta último momento, Malabre empieza a leer una novela. La novela que acaba de publicar su amigo Eddy.
Digámoslo así: desde el inicio de Memorias…, el protagonista está leyendo una versión upgradeada de la misma novela que el lector está leyendo. La supuesta hermana mayor de una novelita menor. Una novela de la que estas Memorias… serían una alternativa comprimida y con marca de agua, herética y disclaimer.
El diario de la novela que no fue, que no quiso ser.
El diario en el que apunta Malabre:
“Terminé de leer la novela de Eddy. Es de un simplismo que me ha dejado boquiabierto. Escribir eso después del psicoanálisis y los campos de concentración y la bomba atómica es realmente patético. Yo creo que lo ha hecho por oportunismo”.
Oportunismo parece ser la palabra del momento. La relación entre el novelista integrado y el diarista apocalíptico —dos personas para el mismo personaje, y viceversa— es pre-1959. Hay un parteaguas en la amistad entre dos aspirantes a escritores, con los tópicos juveniles de rigor.
Cuenta Malabre:
En otra época yo lo respetaba porque hacía todo lo que yo no podía por miedo. Era bohemio, vivía en una casa vieja y abandonada que le dejó Lam. No trabajaba y sólo escribía y pintaba mientras yo me pasaba el día en la oficina ganando dinero para vivir sabroso. Eddy me acusaba de timorato porque no dejaba los negocios y me ponía a escribir. En esa época era medio anarquista: decía que todo era una mierda. ¡Quién te ha visto, Eddy, y quién te ve, Edmundo Desnoes!
Y sobre lo que ha escrito Eddy, el que decía que todo era una mierda:
La novela está llena de personajes típicos —la mulata, el soldado de la dictadura, el babalao, el hijo del hacendado— y situaciones pintorescas. Todo es muy primitivo y elemental. Se ve que ha tratado de complacer al lector mediocre. Todos esos personajes del teatro vernáculo tienen que desaparecer: son personajes de un mundo infrahumano. Mientras existan esos personajes en Cuba no habrá literatura seria ni profundidad psicológica.
¿Está hablando Malabre de la novela de un tal Edmundo Desnoes?
¿Se ha publicado esa novela en algún universo cubano paralelo?
¿Desaparecieron todos esos personajes del mundo infrahumano que tenían que desaparecer?
No: prosperaron.
Donde él dice mulata, babalao, hijo de, póngase mulata, babalao, hijo de, o póngase A, B o C… Es igual. Donde dice soldado de la dictadura… póngase soldado o póngase X, Y o Z de la dictadura. Same.
Donde Letras Hispánicas dice Cátedra, póngase Máscaras. ¿Por qué no?
No me refiero a ningún título de ninguna novela de ningún Leonardo Padura, porque lo hubiera escrito en cursivas.
Las máscaras, esas sí que escaparon del subdesarrollo.
En Memorias del subdesarrollo no sale ningún telescopio, por cierto. El telescopio es un invento del cine. Es el “Elemental, Watson” de Desnoes. Es también un dispositivo literario del que resulta difícil escapar: uno se vuelve autoconsciente, hipervigilante, obsesionado con las comidas o su —falsa, farsesca— profundidad.
(“Bomba de profundidad”: así califica Malabre a Hiroshima, mon amour, y el libro va conjurando premoniciones precrisis sin negras viejas de por medio. En la playa, bajo amenaza de lluvia: “no pude dejar de imaginar una invasión retumbando como los truenos, rajando la isla como un rayo recorre un pedazo de cielo”. Y al final la constatación suicida —límite del escritor subdesarrollado— de que “seguir vivo es también destruir el momento de intensa profundidad”.)
En Memorias del subdesarrollo no sale ningún telescopio, pero a través de ese telescopio el narrador contempla, aproximadamente, el 90-95% de la narrativa cubana del futuro.
Lo cual incluye su propio futuro, más o menos cercano, porque Malabre —como el 90-95% de los insiliados— es un Bartleby que escribe y revisa unos cuentecitos. Ya sabe que no los va a publicar, ni en Cuba ni en el extranjero: “Aquí no los publicarían porque soy un gusano, y afuera porque soy un escritor subdesarrollado”.
Si hoy le damos al subdesarrollo la potencia creativa que debería tener, podríamos reescribir eso de esta manera: “Afuera no los publicarían porque soy un gusano, y aquí porque soy un escritor subdesarrollado”.
Una última cita y hasta la próxima columna:
“La revolución es lo único complicado y serio que le ha caído en la cabeza a los cubanos. Pero de aquí a que nos pongamos al día con los países civilizados pasarán muchos años” —vaticina Malabre, tras contarnos lo de Anita y su barriga sexy—. “Ya para mí es muy tarde. Rimbaud tiene menos derecho que yo a exclamar: Il m’est bien évident que j’ai toujours été race inférieure. Je ne puis comprendre la révolte. Ma race ne se souleva jamais que pour piller: tels les loups à la bête qu’ils n’ont pas tuée”.
Después de invocar al Rimbaud de los lobos en su lengua original, toda una proeza entre la bruma de frijoles negros, lo único complicado y serio que resta por apuntar es: “Está bueno ya de soltar mierda”.

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