Arte, feminismos y espiritualidad

Celebrando que no hay sonrisas femeninas anunciando pasta dental, la peregrina política Margaret Randall relata la selección de la reina del carnaval socialista durante la década de 1960. El requisito fundamental para ser elegida, subraya Randall, es su participación en la vida productiva y revolucionaria.
Otra peregrina, Isabel Larguia, delinea el “feminismo cubano” proponiendo que el primer regalo para cada niña sea una ametralladora.
Así nace la Magna Mater Deorum del emblema de la Federación de Mujeres Cubanas, cuya cualidad de madre eterna y temible guerrera, como avisa el también peregrino Oscar Lewis, dependería siempre de las percepciones y actitudes de los hombres en el poder.
Estas cuestiones cuajan lo que Claudia Mare denomina “feminismo de Estado”. Asunto que, puesto en relación con las prácticas artísticas, propone discutir este dossier.

Henry Eric Hernández




En el socialismo la igualdad entre los administrativamente clasificados “mujeres” y “hombres” se proclama como conquista, aun cuando en la práctica permanecen inmutables los roles de género, se naturaliza la heterosexualidad y se juzgan otras formas de disidencia sexual. El Estado actúa como agente protector a partir de la emisión de garantías legales que preservan los derechos de aquellas identificadas como mujeres en la familia, el trabajo y la seguridad social.

Por otra parte, se desarrolla una oratoria política —reforzada por la representación fílmica y fotográfica— donde las identificadas como mujeres acompañan a los identificados como hombres en su lucha por la construcción de la nueva sociedad. La Federación de Mujeres Cubanas (FMC) desestimó los feminismos —que contaban con una tradición anterior a 1959— bajo argumentos que veían el movimiento como una “infiltración ideológica capitalista”, “una guerra contra los hombres” y “un estilo de vida burgués”. 

(Este discurso encontró resistencia en el pensamiento de la intelectual feminista argentina radicada en Cuba, Isabel Larguía, para quien, el proceso revolucionario socialista no eliminaba la subordinación de las mujeres pues mantenía la doble jornada laboral (en la fábrica y el hogar), naturalizaba la heterosexualidad obligatoria y anulaba la problematización marxista del cuerpo homosexual y lesbiano. Sobre estas contradicciones, Margaret Randall, poeta y activista feminista de izquierda exiliada en la Isla, plantea: “Las cubanas, lideradas por la FMC, estaban en contra del feminismo [y] de cualquier teoría que iba más allá de la posición del comunismo internacional: que la contradicción fundamental era la de clase y era a través de la lucha de clases que se iba a resolver ‘el problema de la mujer’. En vez de entender que se necesitaba un cuestionamiento real del poder y que solo un feminismo profundo podía llegar a hacerlo (…) Para ellas la revolución socialista iba a traer la igualdad, entre los sexos y en todos los demás campos. Cualquier otra teoría dividía la unidad de la clase obrera”. Mabel Bellucci y Emmanuel Theumer: Desde la Cuba Revolucionaria; Feminismo y Marxismo en la obra de Isabel Larguía y John Dumoulin, Buenos Aires, CLACSO, 2018. p. 47).

Sin embargo, ello no fue exclusivo del contexto cubano, en la Unión Soviética (URSS), las referencias sobre los feminismos se conocieron cuando en 1985, Mijaíl Gorbachov implementó la perestroika (reestructuración de la economía) y la glásnost (política de apertura). Aunque la URSS mantuvo la promoción de los roles de género tradicionales soviéticos, un fuerte movimiento de mujeres independientes —ante el relativo aumento de la libertad de expresión— emergió a finales de los ochenta e inicios de los noventa para destacar su presencia e influencia en el campo político y discutir por primera vez sobre la violencia doméstica, el asedio sexual y la discriminación hacia las mujeres y las “minorías sexuales”.

Los feminismos son un fenómeno de las sociedades democráticas, estados de derechos y de participación cívica. La principal dificultad para la emergencia de un movimiento, en el totalitarismo, radica en la incapacidad de disidir, reunirse y asociarse al margen del control estatal. Entonces, ¿cómo entender las condiciones de producción y recepción de la obra de arte feminista en Cuba? ¿Acaso podemos imaginar otros códigos de conexión —refiriéndome a la identificación— con los valores culturales feministas?

La exhibición Radical Women: Latin American Art, 1960-1985 (2017-2018), curada por Andrea Giunta y Cecilia Fajardo-Hill para el Hammer Museum (Los Ángeles), el Brooklyn Museum (Nueva York) y la Pinacoteca de Sao Paulo (Sao Paulo), constituyó la más amplia revisión crítica de prácticas artísticas radicales y feministas en Latinoamérica y las comunidades chicanas y latinas en los Estados Unidos. (Radical Women reveló la producción histórica de 120 artistas latinoamericanas, así como de chicanas y latinas nacidas en Estados Unidos. La exposición abarcó un total de 15 países y presentó alrededor de 260 obras en fotografía, video y otras prácticas experimentales).

La muestra se articuló en torno a dos hipótesis fundamentales: el “cuerpo político” como espacio donde se manifiestan subjetividades disidentes respecto a los lugares socialmente normalizados de lo femenino y lo masculino, y la “radicalidad” del lenguaje —entendiendo esta última como la experimentación estética y conceptual y la búsqueda de libertad de expresión en un contexto represivo como el de las dictaduras latinoamericanas de Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Cuba, México Paraguay, Perú y Uruguay en el período 1960-1985. 

La exposición incluyó cinco artistas cubanas: Antonia Eiriz, María Martínez-Cañas, Ana Mendieta, Marta María Pérez y Zilia Sánchez. Aun cuando algunas de ellas no se reconociesen como feministas, sus obras desestructuran la naturalización del género y problematizan conceptos asociados a la identidad, los fluidos corporales, la sexualidad, el erotismo, la maternidad, la violencia y la censura ante el control estatal.

Al posicionar la categoría de “radicalidad”, las curadoras, presentaron a aquellas autoras que, apropiándose de los códigos formales y conceptuales asociados al arte feminista, ya sea por ingenuidad, desconocimiento o decisión (algunas artistas fundamentan su rechazo hacia el feminismo mediante los siguientes mitos: “el arte no tiene sexo, ni color, el arte es universal”, “el feminismo es un territorio de exclusiones”, “el feminismo constriñe a las mujeres a un gueto”, “los hombres y las mujeres disfrutan la igualdad de condiciones”), prefirieron no identificarse con el término. 

Esta tendencia ha sido conceptualizada como “estética de género”, “arte de mujeres” o “arte femenino”, lo que, vale aclarar aquí, no está alineado al simple hecho de ser clasificada como mujer. O sea, ser mujer no condiciona la realización de un arte femenino ni feminista.

(El arte femenino tiene características específicas: “una densidad uniforme o textura general a menudo sensualmente táctil y repetitiva o detallada al punto de la obsesión; la preponderancia de formas circulares […] una ‘bolsa’ lineal oblicua o forma parabólica que se revuelve sobre sí misma; capas, o estratos o velos; una indefinible holgura o flexibilidad de manejo; ventanas, contenido autobiográfico; animales, una cierta clase de fragmentación; una nueva afición por los rosas, pasteles y colores —nube— efímeros que solían ser tabú, a menos que la mujer deseara ser acusada de hacer arte femenino”. Lucy Lippard: “¿Por qué separar el arte femenino?”, citado en Andrea Giunta: Feminismo y arte latinoamericano; Historias de artistas que emanciparon el cuerpo, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2018, p. 147).

En el texto, Can there be a feminist aesthetic?, Claire Raymond analiza las relaciones entre feminismo y fotografía a partir de las interrogantes: ¿cómo puede una “estética feminista” en la fotografía ser diferente de la “estética fascista” no solo por opinión, sino formal y estructuralmente? ¿Puede la fotografía ser “radical” o siempre replica los términos culturales que permiten su lectura? ¿Qué fuerza política de las imágenes fotográficas permite identificarlas como feministas?

La “estética feminista”, marcada por la problematización del cuerpo, la sexualidad, los estereotipos culturales y la crítica al sistema de relaciones patriarcal, requiere una “perspectiva feminista”, es decir, un acto de compromiso político en la imagen. Claire alerta sobre la vulnerabilidad de la “estética feminista” para ser usada como “propaganda”, de ahí que añada a su definición el factor de la “imprevisibilidad” —disturbance en la literatura de Laura Mulvey. La “estética feminista” no puede ser predecible: asume el riesgo en el tema, la representación y los valores formales de la imagen misma. 

La fotografía feminista —por su parte— articula nuevas formas para expresar las agendas de los derechos de las mujeres y penetrar el campo social. A finales de los sesenta, numerosas artistas influenciadas por los movimientos de contracultura, de derechos civiles y en oposición a la Guerra en Vietnam, asumieron una posición activa en la documentación del contexto histórico. Tal es el caso de la fotógrafa cubana Carlotta Boettcher cuyo registro fotográfico de la ciudad de San Francisco, entre 1972 y 1973, evidencia el espíritu de transformación y liberación sexual de la época. 

Las definiciones aportadas en relación al arte feminista coinciden sobre su papel incisivo en el contexto social. Las representantes del arte feminista comparten la toma de conciencia sobre la exclusión y el sometimiento histórico de quienes han sido catalogadas como mujeres, así como la defensa de la igualdad de derechos en la sociedad. Además, investigan en torno al desarrollo de una iconografía inédita y nuevos lenguajes capaces de evidenciar una comprensión del cuerpo, la sensibilidad o el paisaje, excluidos de una historia del arte construida desde una perspectiva masculina.

El arte feminista contribuye, según Andrea Giunta, “a la visualización de la violencia doméstica y simbólica ejercida sobre las mujeres en términos sociales, culturales, económicos, y también en las representaciones artísticas. Desde esta perspectiva, es fundamental que las artistas asuman la agenda (de los feminismos) y la trasladen a sus prácticas para ser consideradas artistas feministas”.

Una de las exhibiciones pioneras en articular los conceptos arte, cuerpo y feminidad, en Latinoamérica, fue Desde el cuerpo: alegorías de lo femenino, curada por Carmen Hernández, en el Museo de Bellas Artes de Caracas en 1998. Según la autora, en Cuba, la influencia de Ana Mendieta (Ana Mendieta visita Cuba por primera vez en 1980 y regresa en 1981; durante esta época también comenzaron a realizarse los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe, por ejemplo: Colombia, 1981), la “renovación” del arte cubano en los ochenta y los tránsitos migratorios favorecieron la proliferación del discurso femenino.

Carmen Hernández reconoce a las artistas Belkys Ayón, Consuelo Castañeda, Sandra Ceballos, Ana Albertina Delgado, Sandra Ramos, Aimée García, Cirenaica Moreira, Rocío García, Lidzie Alvisa y Elsa Mora entre las representantes de esta tendencia (también señala a Jacqueline Abdalá, Geysell Capetillo, Magalys Reyes, Yamila Lomba, Yamilys Brito, Dania Fleites, Tamara Campos, Jacqueline Brito y Yasbel Pérez). 

Aunque en la exhibición solo participaron Marta María Pérez (Para Concebir, 1985), María Magdalena Campos (Umbilical Cord, 1991) y Tania Bruguera (El peso de la culpa, 1997); con más o menos suerte, esta nómina seguirá integrando los acercamientos teóricos al arte femenino, no feminista, en la Isla entre los noventa y la primera década del 2000: ¿Feminismo en Cuba? (Gerardo Mosquera, 1990), Perturbación, hermana mía (Lupe Álvarez, 1994), El otro que somos, el otro que no somos (Dannys Montes de Oca, 2001), Fotógrafas contemporáneas cubanas en la construcción de género e imágenes (Dannys Montes de Oca, 2001). Unpacking Feminist Consciousness and Racial Politics: Representation and the Vanguard in Contemporary Cuban Visual Culture (Alexander Lamazares, 2010).

Al decir de Dannys Montes de Oca:

“En el desarrollo del feminismo contemporáneo tal camino [en torno al cuestionamiento de un imaginario o visualidad femenina] traía consigo una crisis de los espacios de dominación y jerarquizaba toda una emergencia de lo individual (artística, personal, afectiva e intelectual). El público habitual del arte cubano, su crítica y sus instituciones, es decir, todo su ecosistema, estaba dispuesto a aceptarlo como superficie visual, como modelo constructivo y hasta como idea, no así extenderlo a un debate cultural de tipo ‘feminista’”. (“El otro que somos, el otro que no somos”, en Andrés Isaac Santana (ed.): Nosotros, los más infieles; Narraciones críticas sobre el arte cubano (1993-2005), Murcia, CENDEAC, 2007, p. 649).

Durante los años setenta la creación de una atmósfera de recepción fuera de la ideología patriarcal —el público que nos describe Dannys Montes de Oca responde a una ideología patriarcal— ocupó la obra de Bárbara Kruger. La artista buscó localizar y afirmar la “mujer espectadora” (female spectator) al añadir palabras a sus fotografías que interpelaban a la receptora desde el rechazo o la aceptación. 

Kruger mostró una preocupación por la espectadora y el acto de mirar: el punto donde las psicodinámicas del voyerismo y las relaciones de poder masculina y femenina pueden afectar una obra de arte. A través de la utilización del lenguaje, específicamente pronombres personales, no solo hizo explícito el proceso de intercambio entre la imagen y su espectador mujer, sino exigió una respuesta que es emocional y de reconocimiento intelectual del discurso político. 

El arte feminista emerge directamente de las reivindicaciones y demandas de justicia social. De ahí que muchas de las referencias formales y temáticas usadas por las artistas feministas en sus obras están presentes en las representaciones culturales, así como la “memoria” (sistema de valores, creencias, principios e ideas adquiridas que construyen la realidad de cada unx e interfieren en los actos interpretativos, por lo tanto, en las prácticas de recepción) de les receptores. Cuando la espectadora comparte el “horizonte de expectativas” de la obra se coloca en una situación emocional que resulta de un condicionamiento generado por experiencias anteriores.

Dicho de otro modo, ese “cuerpo parlante” identificado ideológicamente con los feminismos reacciona efectivamente —empáticamente— ante la obra a) con una tensión psicológica causada por lo que espera ver y lo que realmente se ve (disonancia visual que puede provocar objeción, reclamación, vacío, alienación, aversión y consecuentemente devaluación de la obra) y b) como una forma de sanación, compromiso, sororidad y “homenaje” (la paradigmática obra del arte feminista, The Dinner Party, de la artista Judy Chicago, constituye un homenaje a las contribuciones históricas y culturales de las mujeres; la instalación cuenta con 39 asientos dedicados a 39 mujeres por su legado a las artes, la literatura y la política; en su confección participaron más de cien féminas lideradas por Chicago). 

Sobre este último vale destacar la serie Homenaje a Ana Mendieta (1985-1996) de Tania Bruguera y Contacto (Cajón en homenaje a Ana Mendieta) (2015) de Susana Pilar Delahante. (Sobre el homenaje en la obra de artistas mujeres cubanas también ver: Ana Mendieta: Fuego de tierra, de Nereida García-Ferraz, video en colaboración con Branda Miller y Kate Horsfield; Better Yet When Dead, de Coco Fusco; Mythologies of Return: Revisiting Ana Mendieta’s Rupestrian Sculptures, de Aurora de Armendi; y Perdida do Sentido, de Elsa Mora en homenaje a Belkis Ayón).

El primer performance de Tania Bruguera fue una reconstrucción del performance Blood Trace realizado por Ana Mendieta en Iowa en 1974. Sumergiendo sus brazos en un recipiente con sangre de cerdo, Mendieta levantó las manos por encima de su cabeza y las pegó a la pared arrastrándolas hasta el suelo, dejando un rastro de sangre en forma de “V” en la pared. Bruguera rehízo el mismo performance, en 1986, frente a una audiencia de aproximadamente setenta personas en una especie de homenaje muy emotivo en el que trataba de conectarse con la artista a través de su obra, darle un lugar dentro de la cultura cubana y realizar un gesto político en contra del olvido de las contribuciones de les artistas emigrados. 

Para la reproducción de las obras se apoyó del catálogo de la exposición retrospectiva de Mendieta en el New Museum of Contemporary Art (Nueva York, 1987) y la discusión con les artistas que conocieron a Ana durante su visita a Cuba en 1980 y 1981. Al reedificar cada performance, Bruguera obtenía una comprensión del contenido histórico y emocional de las obras de Mendieta, pero también añadía importantes referencias para sus obras posteriores como Memoria de la Postguerra (1993-1994) y El peso de la culpa (1997-1999).

Por ejemplo, Tania clasifica los primeros performances de Ana, en 1973, como representantes de una “narrativa hiperrealista”, en el sentido de insertarse en la realidad y no representarla. En Untitled (Rape Scene), Ana Mendieta, recreó, en su apartamento de Iowa, una escena de violación y asesinato que había ocurrido en la Universidad donde era estudiante; mientras en Untitled (People Looking at Blood), documentó las reacciones de les transeúntes ante sangre animal arrojada sobre la acera a las afueras de su casa.

En ambos performances, Mendieta recurre a lo abyecto como protesta en contra de la violencia y, además, reclama una reacción de les espectadores que los hace partícipe de la obra. Tanto la noción de “hiperrealismo” como la importancia de les receptores serán evidentes en la obra de Tania Bruguera y Susana Pilar Delahante. 

En el caso de esta última, en la serie Fabricar un asesinato (2008), la artista aborda el problema de la violencia doméstica y los feminicidios en Cuba a partir de la construcción de posibles escenas de crímenes documentadas con una estética próxima a la fotografía forense y el reportaje policial. Según Delahante:

“Mi obra se relaciona con Rastros corporales (1988-1993) [de la serie Homenaje a Ana Mendieta de Tania Bruguera] en el empleo que la artista hizo del cuerpo como zona para la trascendencia de una artista muerta en 1985 (Ana Mendieta); idea cercana a la intención de utilizarme como archivo de otras fallecidas en condiciones similares. Otro aspecto que me relaciona con la artista consiste en el uso de la fotografía como medio para registrar este proceso performático, que en mi obra es un proceso íntimo entre estas víctimas y yo”. (Susana Pilar Delahante Matienzo: Pase, acceso ilimitado, Proyecto Final de Grado, La Habana, Academia de Bellas Artes San Alejandro, 2013, s.p, inédito).

Susana Pilar se identifica con las mujeres que no pueden ofrecer su perspectiva de los acontecimientos al ser encontradas muertas en condiciones de violencia. En ese punto de su investigación, la exposición del cuerpo actúa como campo de denuncias exigiendo una respuesta obligatoria por parte de les receptores. En Contacto (Cajón en homenaje a Ana Mendieta), la acción aglutinó a varios representantes de la cultura afrocubana (músices, santeres, babalawos, practicantes y público en general) para ofrecer una ceremonia a Ana Mendieta. El ritual se acompañó de la música, la decoración, la comida y la bebida típica de los toques espirituales, mientras la artista junto a la audiencia bailó para rendir homenaje y alegrar el espíritu. En palabras de Gerardo Mosquera:

“Las re-performances de Bruguera [y podemos extenderlo a las acciones de Susana Pilar] entrañaban el acto de posesión, el momento litúrgico fundamental de las religiones afrocubanas. La posesión, típica de las religiones tradicionales subsaharianas, consiste en una deidad o espíritu que toma el control del cuerpo de quien le rinde culto, por lo general durante un baile ritual, para venir a este mundo y expresarse. Los re-performances de Bruguera [y de Susana] fueron posesiones artístico-religiosas, o estuvieron cargadas de su trasfondo”.

Se trata de una superposición espiritual (palimpsesto) donde se mezclan la memoria personal y las circunstancias sociales, políticas y culturales de una identidad otra. Las artistas/receptoras instauran una identificación con Ana Mendieta/obra que se manifiesta en la “sororidad espiritual”; una suerte de invocación al espíritu que coloca a Ana como fuente de energía —conectada a la naturaleza— pero también como modelo de lucha.

Aquí las declaraciones de protesta “Mañana puedo ser yo”, “Nos tocan a una, nos tocan a todas”, “Hermana, yo sí te creo”, “Ni una más”, encuentran su expresión estética ritual. Les espíritus se mantienen vivos recordándolos, terminando lo que propusieron hacer y no culminaron. En un contexto donde no se admite la disidencia ideológica, estas artistas establecen una conexión que podría posicionarnos ante un feminismo otro marcado por el activismo ritual y la identificación espiritual como actitud política.




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Feminismo de Estado

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Claudia González Marrero

Cuando grupos y redes feministas movilizan Twitter y la prensa internacional en España, Estados Unidos, Francia o Suiza; cuando manifestaciones ciudadanasdebaten el derecho al aborto o la adopción homoparental y pujan reformas jurídicas en Irlanda, Argentina o Chile, en Cuba la fórmula “hecho y por hacer” resulta cansinamente redundante.


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