Saluden a la princesa

Leo Tía buena. Una investigación filosófica (Círculo de Tiza, 2023), de Alberto Olmos. 

Una investigación aparte merecería la disonancia incestuosa que nos provoca a algunos cubanohablantes el sustantivo “tía”, tan de bata de casa, aplicado aquí a un concepto más afín a “jeva” (un término que, por otra parte, no creo que ya nadie menor de 35 años sea capaz de articular, en la Isla o en la diáspora, sin alguna dosis de burla autoconsciente). 

Digamos que a mí el sujeto “tía buena” no me pega tanto con el sujeto al que dedica Olmos su libro, pero sí con una tía feminista como Mona Chollet, por ejemplo, faro en Le Monde Diplomatique y autora de Belleza fatal, ensayo que Olmos cita en su libro para disputarle terreno al término —parte de la pirueta filosófica, aunque el subtítulo es por supuesto irónico— escopofilia

“La adoración de los hombres por el cuerpo de la mujer joven y bella es tan apabullante, histórica, enfermiza, artística y sostenida” —resume Olmos— “que me cuesta creer que pueda defenderse un supuesto equilibrio natural primigenio en la contienda de mirarse, equilibrio que la cultura o la sociedad habrían desvirtuado e inclinado hacia una escopofilia exclusivamente masculina”.

El tema de Olmos es la tan llevada y traída y cancerosa mirada que se tuerce en los cromosomas XY, independientemente del ecosistema social. Una mirada dentro de una olla de presión; mirada desguarnecida que todo el tiempo avista, a su alrededor, escenas parciales o secuencias completas de tías buenas. 

Leemos:

“Hay un inmenso trajín del todo infructuoso en estos avistamientos. Se mira y nada más, voluntariamente o no, la cosa pendula entre el recreo y la frustración, cada día y a todas horas, un nuevo videoclip de Rosalía, la compañera de oficina en minifalda, el cartel de una nueva película de Ana de Armas. Ningún estudio se ha detenido en el efecto que causa en un hombre, desde la adolescencia hasta seguramente el fin de sus días, este bombardeo constante de imágenes excitantes”.

No, aún no hay estudios revisados por pares, pero ya doy por sentado que el efecto es devastador. Solo hay que ver cómo anda el mundo. Tía buena no se propone investigar tanto (es un libro breve). La pregunta del ensayo, en primera persona del plural, es qué miramos los hombres cuando miramos a las mujeres atractivas.

“Miramos una propuesta, una ficción” —responde Olmos—. “Consideramos que el cuerpo de esa mujer coincide con la reinterpretación del cuerpo que en realidad tenemos delante. No tenemos delante el cuerpo, sino un juego combinatorio. Es más importante el envoltorio del cuerpo que el propio cuerpo, y la mirada del hombre es incapaz de disociar ambas armaduras”.

De ahí se deriva una colocación de la mirada masculina respecto a la femenina, pero no en tanto reflejo del deseo heterosexual, sino más bien como juego de espejos. 

Hay un excelente libro de Siri Hustvedt que se titula La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres. Este libro de Alberto Olmos pudiera titularse o subtitularse El hombre que mira a la mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres

Leemos:

“Es la ropa lo que los hombres miran cuando creen que miran un cuerpo. […] Los pechos que asoman por un escote son el escote y el culo que se luce con pantalones apretados son los pantalones apretados. Los hombres no lo ven y las mujeres sí. Las mujeres contemplan el cuerpo vestido de otras mujeres, mientras que los hombres creen que el cuerpo vestido es un adelanto fidelísimo de la desnudez. Diríamos que los hombres se embriagan en la ficción y las mujeres la desmontan”.

Pero aquí es importante introducir un matiz, recordando siempre las pertinentes aclaraciones de Juan José Saer en “El concepto de ficción”: no es una cuestión de verdad versus mentira, donde la ficción es sinónimo de lo segundo y su desmontaje nos desnuda (¡nunca mejor dicho!) la realidad. No: la ficción pone en suspenso los polos del discurso, no se propone resolverlo; es la turbulencia de la moneda que no se aposenta en cara ni cruz; tematiza la indecibilidad, el conflicto de lo inverificable. 

La ficción, explicaba Saer, “se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso”. La ficción se dirime en otro plano, juega en otra liga.

A lo que voy: pongamos que la ficción se juega en el metro. Agradecí encontrar en Tía buenael desglose de una experiencia que yo he vivido infinidad de veces. Es una coreografía que se repite. Los encuentros de espaldas con una tía buena: 

“La coreografía se da habitualmente en el metro. Desde el punto de vista de una mujer, hay un hombre que lleva detrás de ella varios minutos. He bajado del tren, considera, he ido por pasillos y escaleras, he salido a la calle y el mismo tipo sigue detrás de mí, me sigue. Desde el punto de vista del hombre, todo es más sencillo: esa chica que tengo delante, que además es bastante guapa, va exactamente en la misma dirección que yo, ¿qué voy a hacer?”.

Olmos propone llamarlos seguimientos falsos o acosos figurados:

“Las fluencias circulatorias de la gran ciudad a veces hacen coincidir a dos personas durante un largo tramo. Si una va delante, y es mujer, y la otra es hombre y va detrás, ¿quién sabe lo que está pasando? […] Parece como si la estuviera siguiendo, piensa uno mismo cuando, por pura casualidad, una chica, que además te parece atractiva, no deja de estar nunca delante de ti. Y eso piensa también la mujer, cuando, en un momento dado, se vuelve y te mira, y luego aprieta el paso”.

El acoso figurado, también a la manera de figura retórica, recurso estilístico. Donde opera la malinterpretación:

“No son pocas las ocasiones en las que, yo al menos, me paro en seco, dejo alejarse hasta perderla de vista a la chica que cualquiera-diría-que-estoy-siguiendo, y luego reanudo la marcha” —confiesa Alberto Olmos, convertido en transeúnte kafkiano. “También suelo cambiarme de acera, o, al menos, no caminar perfectamente alineado a ella. Todo porque la mirada masculina, aun la más neutra, puede malinterpretarse hasta sugerir la antesala del delito”.

Yo nunca he detenido la marcha (lo voy a empezar a hacer) pero sí he sentido miedo. Miedo a que esa chica que cualquiera-diría-que, de pronto se dé la vuelta y me tienda la mano para saludarme. 

Y he visto la antesala del delito. O una antesala de la antesala en un salón de la Zarzuela (del metro al palacio), en ese mismo saludo multiplicado en una serie de apretones de manos. 

Lo vi, para no ir más lejos, en la televisión pública española: cuando los jugadores de la selección recontramasculina de fútbol, campeones de Europa el mes pasado (luego serían otros deportistas de ambos sexos y de otras disciplinas de estos Juegos Olímpicos), pasaban en fila frente al rey Felipe, quien los saludaba a todos con afecto de padre soberano, en compañía de su primogénita y heredera, Leonor de Borbón, princesa de Asturias, quien les extendía la mano con su rubia sonrisa. 

Vestida con la camiseta roja de España.

Yo seguía de cerca la escena protocolaria con el objetivo de, en primer lugar, como la mayoría de los seguidores del fútbol de este país, captar el momento en que a Leonor le tocara darle la mano al centrocampista del Barça con el cual, según la prensa del corazón, mantenía un noviazgo secreto. O que era su crush, como dicen los de su generación. 

Inmediatamente después —no pasó nada: apenas un cruce de miradas rápido, frío y cruel— pensé: de modo que llegar a la vejez es esto, esta es la célebre crisis de los cuarenta, esta imbecilidad rubendariana. 

Chismear qué tendrá la princesa. O quién la tendrá. Prestar atención al gesto de dos jovenzuelos guapos y millonarios que bien podían ser mis hijos. Buscar adoración en ese gesto. Y luego ponerme a leer Tía buena. Una investigación filosófica.

Pero después me puse a pensar en otra cosa.

Imaginé una fila de personas pasando frente a esta muchacha y saludándola por turnos, pero en lugar de futbolistas eran todos escritores —lo siento, pero ninguno de ellos era el Premio Princesa de Asturias cubano, Leonardo Padura—, en masculino genérico, sin anacrónicas distinciones sexuales. 

De ahí tendría que salir un libro, me dije. Una antología que —como suele sugerir un gran amigo aficionado a las aliteraciones— conjugara deleite y delito. Ese libro no es Cartas a una reina, pero se le parece. Voy a tomar ese título reciente como punto de partida.

Cartas a una reina (Zenda, 2024), el libro que por ahora tenemos, es un volumen colectivo que reúne misivas escritas a Leonor de Borbón, a una Borbón a quien ya se le ve sentada en el trono. No todas están firmadas por escritores, pero varios de los escritores convocados a participar en este proyecto nos han dejado textos aprovechables. Citaré a algunos.

El periodista Rubén Amón fantasea con el contexto woke:

“La coyuntura hipersensible del feminismo favorece la condescendencia de los republicanos y de los indepes. Ya que tiene que haber un monarca, pues que sea una mujer. […] Tendríamos antes una primera reina mujer que una primera mujer presidenta del Gobierno, de tal manera que la vetusta institución monárquica anticipa la expectativa del heteromatriarcado al compás de la leonormanía”. 

Estiro como un chicle rosa sus términos para mi hipotético libro: ficción heteromatriarcal y leonormaniaca (pero la manía como síndrome, de los descritos en el DSM); una suerte de embriaguez con la ficción Leonor, solo que embriaguez y ficción vendrían siendo más o menos la misma cosa, como ya vimos. Ciencia-leonorficción. 

Señalo también, de pasada, que Cartas a una reina no es una compilación de loas ni mucho menos; aunque en principio pueda parecerlo. Es más bien un registro de adoración antimonárquica, que es el único modo de adorar a la monarca que viene del futuro: en la indecibilidad.

Najat El Hachmi le habla de sus orígenes marroquíes a la princesa, cuyas raíces, por un instante, se tornan marroquíes también:

“Resulta imposible aceptar que usted tenga que ser reina solo porque es hija de su padre, lo quiera o no, lo quieran o no los españoles de hoy. Que usted no haya podido escoger su propio camino, cómo vivir, en qué trabajar, dónde vivir, con quién hacerlo y de qué modo me resulta incomprensible. Yo nací en una familia en la que mi destino estaba escrito, me dijeron, y aunque usted esté ocupando un lugar de privilegio muy distinto del que me esperaba a mí como madre y esposa, me resulta claustrofóbico imaginar que el suyo también esté trazado desde antes de que naciera”.

Obviamente, todo el mundo hala para su terreno, lo quieran o no los lectores de hoy. La destinataria Leonor es un cuerpo abstracto. Los remitentes no tienen delante un cuerpo, sino una combinatoria. Leonor es primero una propuesta, y después un pretexto.

Le escribe Antonio Lucas: 

“Desconozco cómo será España cuando usted tenga mi edad. Nadie puede garantizarle nada. Pero algo sí creo poder anticipar, sin superchería: hay poemas que han durado más que las civilizaciones donde fueron escritos; pinturas que sobrevivieron al imperio que las impulsó. Por algo será. La cultura no es moda, ni solo un momento concreto. La cultura es usted con sus 19 años, con sus cosas; yo con mis tantos más, con las mías. Y lo que sucede en medio”. 

¿Qué cosas? ¿Qué es lo que sucede en el medio? Pregunto. 

Supongo que hay que espigar más info por ahí.

Para Juan Soto Ivars, siempre quirúrgico y aquí un tanto disneyano, la princesa de Asturias estaría cosida a España:

“Cosida por una tradición que se pierde en la noche de los tiempos, por una Constitución que todo el mundo quiere reinterpretar o abolir, por los fantasmas de los libros escritos por mentirosos y las vidas de los vivos, que mienten más que hablan y se engañan a sí mismos”.

Y la puntada continúa así (uno piensa mientras se estira el hilo):

“Dicen los de mi generación, egocéntricos como nadie, que no se nos preguntó en referéndum a nosotros sobre la pertinencia de la Corona. Sin embargo, yo estaba pensando hace dos líneas otra cosa, y la sigo pensando. Pienso que nadie te ha preguntado a ti”.

Le escribe Ana Iris Simón: 

“A diferencia de usted, he crecido en una casa donde antes de aprender las tablas se les enseña a los críos a recitar España mañana / será republicana, / y si es lista, / comunista. Así que en seguida me siento culpable por empatizar con la niña que fue y por compadecerme de usted y de su vida real por tener, precisamente, muy poco de realidad”.

La autora de Feria convoca al fotógrafo Cecil Beaton y a Antonio Machado, quien dictaminó que en España lo verdaderamente aristocrático es, en esencia, lo popular:

“Me va usted a perdonar porque esta vez le ha tocado nacer en el lado malo, pero el poeta tenía razón. Ojalá, desde su torre de marfil, pueda atisbar algo de esa aristocracia que bebe café en vaso de caña en lugar de en taza. Ojalá de su mano descubra que la elegancia no es un salón de baile lleno de reliquias de sus antepasados sino, como dijo Cecil Beaton, agua y jabón”. 

Por su parte, el autor con el que he empezado esta columna, el también columnista Alberto Olmos, en su carta para Cartas a una reina apunta que:

“Reinar sobre la gente es muy sufrido, porque la gente siempre reina sobre la fama ajena, y todo su trabajo consistirá en caerle bien a los demás, de lunes a domingo. Ya no se reina efectivamente, sino un poco de mentira, en la abstracción y el símbolo, que son muy puñeteros. Para la España que viene, la monarquía es una cuenta de Instagram. Hay que tener seguidores. Mostrar una vida de banderitas y besamanos… Es complicado. La cuenta puede ser cancelada, a veces. Yo no soy muy monárquico, pero tampoco me gusta destruir cosas sin saber qué viene luego”.

Ya habíamos pasado por lo de la coreografía, pero Olmos sabe que esta tía de la realeza es solo una chica; me da que quizá por eso se enternece y la imagina en mallas de ballet o de equitación, y termina así: 

“Habrá que ser reina y pueblo, al mismo tiempo, esa es la pirueta”.

Por cierto, yo también formo parte de esa larga fila de personas que esperan su turno para pasar un segundo frente a ella y estrechar su mano con esta mano mía que, entre otras cosas, escribe un mensaje que sus ojos nunca leerán. 

Le llaman “jura de la nacionalidad española”, y es un protocolo de fantasmas de la imaginación en el que uno declara obediencia a una constitución y fidelidad a un rey. 

Avanzo que, antimonárquicamente, cuando ese momento llegue, solo le estaré jurando fidelidad a Leonor. 

Más detalles en próximas entregas.







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Abela a pesar de Abela: una rumba en la Galería Zak (I)

Por José Antonio Navarrete

Cuando se fue a París, Abela era en Cuba un artista promisorio entre los nuevos, es decir, entre aquellos interesados en explorar un arte cubano moderno. Cuando regresó, venía respaldado por los triunfos que había conquistado allí como artista.