“Los asesinos van muriendo”

Más vale tarde que nunca. Jamás un refrán me pudo tanto como hoy. Tardé en ver, y me disculpo por ello, el Silencio de otros, un filme-documental de Almudena Carracedo y Roberto Bahar, editado por mi buen amigo Ricardo Acosta y Kim Robert, una mujer, para quienes no la conocen.  

Lo primero que debo confesar es que hubo momentos en los que me vi obligado a imponer la pausa; hubo otros en los que no pude, me resultó imposible, controlar el llanto. Hablamos de una historia terrible: esa que se teje entre la impunidad y la justicia, o lo que, a medias, resulta del diálogo y el desencuentro entre ambas. 

Ante el silencio estremecedor y el “pacto del olvido”, este filme se levanta como un documento histórico que desvela la verdad, que busca y reclama la justicia, que certifica, más si cabe, el dolor de los otros. Cuando las comisiones de la verdad, organizadas en los espacios de poder internacional, están desmantelando las jerarquías del silencio y desautorizando los sistemas legislativos y jurídicos que amparan a asesinos y a criminales, este filme se convierte en un grito aguado, necesario, ensordecedor frente a los que pretender maniobrar con el silencio, el olvido o en el peor de los casos, el perdón, como espacios de resguardo y de protección a favor de la indecencia del crimen. 

El silencio de los otros

El silencio de otros, es, en puridad un alegato, un documento de verdad, una narrativa de justica, un gesto de reconciliación y de respeto, un acto de fe, un rescate de la memoria, una emancipación de esas almas rotas, una maniobra retórica para salvaguardarnos de la pérdida de la esperanza. Su narración se convierte, de facto, en un hecho social de sobradas resonancias culturales y de clarísimas implicaciones -devastadoras siempre- para la dramaturgia sobre la que se organizan los discursos dominantes y los verticalismos dictatoriales del terrorismo moderno. 


Se trata, sin duda, de un rotundo documento y una práctica de restitución frente a la desidia exultante del hombre (del ser cultural y político) trascendido en su animal humanidad. Su puesta en escena lleva de seguido un ejercicio de honestidad y de justicia, de dignidad y de decoro. 

Creo, al margen de todo, que esta historia, la historia de muchas y de muchos, narrada de un modo impecable, goza de una gran virtud: la de convertirse en el testimonio de una época, de un momento de cultura donde la violencia expandida resulta estandarte del tiempo presente y pone a prueba -ella misma- los propios mecanismos retóricos e ideológicos que la impulsan y que la niegan.

No hablamos de una historia del pasado, aunque así lo sea; hablamos de una historia presente. Todo esto, de una manera u otra, con mayores grados de crueldad y de impunidad, sigue pasando. La historia no es lo que está escrito en los libros, ese rancio relato que muere cada día. La historia es el presente de esas violencias, la historia, la auténtica historia, es este filme. 

El silencio de los otros

Desde mi punto de vista, creo, este filme anuncia tres grandes advertencias en su propuesta enunciativa. Advertencias que puede que muchos ignoren y traduzcan tan sólo como una maniobra de rentabilidad popular o estrategia de marketing a favor del exotismo más pobre.


Primero, señala el peligro y las consecuencias de la amnesia para el sistema de la cultura cuando la primera es usada como paliativo o profilaxis ante la elocuencia incuestionable de la verdad; Segundo, que no existen “daños colaterales” sino “daños enteramente reales”, punzantes, hirientes, demoledores a la dignidad e integridad del ser (el humano y el cultural) frente a la que los políticos de turno ejercen maniobras muchas de disuasión y de escamoteo terriblemente escandalosas; Tercero, que en el presente, la historia y la cultura, en tanto escrituras ficcionalizadas ambas, no pueden vacilar, permitirse a sí mismas el devaneo o la jerarquización del pasado en función de un principio selectivo, toda vez que es la memoria, y sólo ella (en su totalidad más lapsa), la que permite dar orden y coherencia al texto del futuro.

La memoria y su restitución pertinaz y pertinente, es la única opción que sobrevuela el prejuicio desfavorable asentado en las escrituras y en las narrativas dominantes.

Los sistemas de poder, la historiografía y lo historiográfico como extensiones agazapadas de éste, arrojan sombra sobre la embestida de un pasado que atenta contra la presunta solidez de sus estamentos y sus muros fundacionales. Contrario a la mesura de la verdad histórica, el poder que silencia los “hechos” y los convierte en “ficción”, opera a partir de una cadena de silogismos que da por hecho lo que no es más que un compendio de supuestos, tan profusos como ambiguos, tan azarosos como delirantes.

Tales procedimientos son el resultado de circunstancias y coyunturas epocales donde la verdad y la mentira se asientan en el discurso mismo de la cultura, con tal grado de permutación y de permeabilidad, que se truecan sus posiciones y se travisten sus límites. Así vistas, las mentiras asentadas en el territorio de la verdad, en el epicentro de su orden narrativo, están condenadas a la desmantelación posterior, al descalabro de los cimientos de su arquitectura, siempre y cuando el arte documente una injerencia forzada en sus malditos territorios de silencio y ostracismos condenatorios. 

Si un opción le queda hoy al arte y la cultura, es la de apostar por el “comentario crítico”. Creo, de verdad, que es esta la única o una de las pocas opciones con que cuenta la cultura contemporánea para liquidar los remanentes de una modernidad bárbara que cifro en los reduccionismos más ortodoxos y en las violencias más expandidas, sus más caras fantasías eróticas y punitivas.

Ricardo Acosta

La instrumentalización de la memoria (ajena o propia), el uso mordaz y caricaturesco del dolor de los otros usado como arma arrojadiza sobre sus propios rostros (tal y como advierte este filme de un modo ejemplarizante), corroboran la densidad de los asuntos que quedan por tratar y solventar en el centro de discursos que no pueden sustraerse de su responsabilidad ideológica. 


El silencio de otros, mayúscula maniobra de escritura y de representación donde las haya, supone una bofetada rotunda a tanto documental oportunista y anémico que busca en la miseria del otro, en el morbo de sus fetiches más decadentes, un burdo certificado de auto-legitimación.

Hemos asistidos a la puesta en escena de tantos ensayos presuntamente antropológicos y pos-coloniales de dudoso gusto (no todo rescate resulta o se propone la honestidad crítica como fin u objetivo), que la sólo aparición de un trabajo cuyos índices de compromiso y eticidad distan de la manoseada usurpación en el dolor ajeno, es suficiente para festejar su entrega y celebrar así, del mismo modo y con la misma intensidad, la capacidad del arte para otorgar voz, restituir la verdad y aliviar -de alguna manera- el drama de la historia.  

Ni por asomo, la tortura y sus consecuencias en los órdenes de la psicología del sujeto y en los paisajes del cuerpo de sus víctimas, se puede homologar a la crueldad de la desaparición en tanto instante recurrente de un gesto terrorista que niega, anula, olvida, sepulta. El torturado tiene -al cabo- la posibilidad de la resurrección frente a sus verdugos, de su emancipación posterior del dolor; el desaparecido -en cambio- vive en el silencio de la voz, deambula en los entresijos del vacío, en el umbral de la nada, en la sordera más ciega y escalofriante de una ausencia latente que no permite siquiera el esbozo de la silueta.

Torturar es dañar, es maltratar, es vejar, es re-escribir el cuerpo y la dignidad del sujeto en otras dimensiones que jamás podrán olvidar las huellas del dolor causado, claro está. Pero, contrario a esto, hacer desaparecer, es anular, es pretextar el olvido como principio y fin de la vida, es alimentar la huída, desdibujar la huella, menospreciar y burlar la existencia misma.

Hacer desaparecer supone la puesta en práctica de un sofisticado juego (sórdido y mordaz) de enajenación. Tortura y desaparición abren un amplísimo repertorio de mecanismos violentos que han de ser proferidos, con radicalidad extrema, por los discursos culturales y políticos del tipo que sean.

Creo que este filme ha sabido captar esa diferencia y hacerse con ella. Habla desde ese lugar y por eso es que me ha resultado tremendamente impactante, estremecedor, hiriente y sanador a un tiempo. 

Es por eso, me temo, que El silencio de otros, goza de la satisfacción y el disfrute que suponen siempre la inversión de los paradigmas de dominancia cultural, cuando estos son vulnerados o al menos revisado desde una perspectiva que se desea crítica. Creo, no sé si me equivoco en ello, que se permite la respuesta y la duda ante tantos y tan vitales acertijos en virtud de la mesura que ha de ser método y rasero epistemológico de todo trabajo que mira hacia fuera, hacia los horizontes del dolor cultural de los otros.

Este filme -sus realizadores y editores, todo, al cabo, grandes escritores- ha sido capaz, en un terreno tan peligroso y propenso a la seducción turística y a la epifanía de la hormona, fundar desde la imagen narrativa el cosmos-logo que diagnostican los más intricados mecanismos del dolor que resulta de la desaparición forzada, impuesta.

Estas historias, contadas por esos que quedaron, se convierten en una especie de tatuajes en el cuerpo escritural de la memoria que duele y llora. Igual debemos dejar que pase el tiempo y volver sobre esta película. Pienso que esa puede ser una opción analítica importante a los afectos de la mesura de los juicios que hoy se puedan emitir. 

En cualquier caso, pido disculpas a Ricardo Acosta por mi demora y le envío a él, y todo el equipo de este tremendísimo trabajo, mis más sinceras felicitaciones, no sin cierta lágrima y con una gran cuota de emoción no escatimada en este preciso momento. 




Tráiler




Antuán Mena y la ansiedad

Andrés Isaac Santana

La obra de Antuán Mena es un caso atípico, y por tanto único, dentro de las actuales narrativas de la pintura cubana.