La vida, en cualesquiera de sus formas, está sujeta al paradigma de la fragilidad, a la exigencia del ahora, a la pulsión del presente continuo. De eso saben mucho las imágenes de Pedro Jarque Krebs. Ellas, en su exponencial belleza, describen el relato, la radiografía, la evidencia de ese estado de permanente contradicción.
Estas instantáneas, por paradójico que parezcan, hablan del horror, del instinto predatorio de un modelo de civilización y de cultura que no han sabido -cuesta decirlo- expresar gratitud al mayor de los dones: la vida.
El principio ontológico universal, ese que promete una convivencia pacífica entre todas las formas de existencia, se descubre asediado por una irrefrenable sed de conquista y de posesión que destruye el objeto mismo de su anhelo.
Pedro es una suerte de gladiador contemporáneo que busca, desesperado, la consumación evanescente (y frágil) que provoca en él el objeto díscolo de su deseo. Pero su batalla no es contra la bestia en las arenas de la aprobación; sino, y antes bien, contra el tiempo. Estas láminas se convierten en un grito contra la extinción.
La pulsión barroca de su belleza, reclama, por tanto, un llamado a la cordura, a la serenidad, a la reconciliación -tan necesaria y deseada- entre el ser humano y su medio.
Somos presa, casi siempre, de un principio reactivo que nos conduce a la arrogancia y a la locura. Esa soberbia frente al medio solo puede, si acaso, certificar una verdad lapidara. Certifican el instante -dramático y contradictorio- en el que somos trascendido por nuestra animal humanidad. Tal vez por ello debamos atender la belleza de estas imágenes desde otros lugares. Recibir de ellas no solo el gusto por la superficie y sus momentos de realización, sino también escuchar sus súplicas.
El imaginario de Pedro Jarque Krebs goza de esa portentosa dualidad narrativa: de un lado, describe el misterio de la poesía; de otro, escenifican el escenario de la desesperación y de la súplica. En ellas habita la más sofisticada de las trampas retinianas. Y esas no son otra que la demostración visual de la simbólica arquitectura de la paradoja.
Eros y Tánatos, esas dos figuras parecen diagramar el universo de este extraordinario fotógrafo. Sus imágenes, insisto en ello, parecieran estar destinadas a habitar ese espacio limítrofe que describe lo más radical de nuestra verdad en el mundo: la preservación de la vida (y su belleza) y el impulso de muerte (su poder alegórico y destructivo).
La evanescencia poética y la estructura laberíntica de una subjetividad (la suya) que busca ansioso los momentos de plenitud y de fuga, quedan plasmados en el repertorio de estas imágenes.
No podremos hablar de sepulturas, de escepticismos ni de rabia, mientras que descubramos la existencia y vitalidad de este imaginario. No se romperá el equilibrio, el óvulo, el centro, la vida; mientras la lente de Pedro retoce en el horizonte del rescate y de la emancipación.
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Rafael Zarza, nos habla
Rafael Zarza es de todos los tiempos, pertenece a esa generación que se mantiene fresca y diletante. Comprometido consigo mismo, con sus motivos y con su circunstancia. Es recurrente encontrarlo en su casa preparando telas gigantescas.