Los chicos de McSweeney`s me pidieron un texto para la sección de crónicas. De esto hace meses. La temática era libre, carta blanca, lo único obligatorio era el número de caracteres, la fecha de publicación —mediados de julio— y la de entrega del texto: finales de mayo.
Acepté el encargo en abril, pasé varias semanas preguntándome qué diablos podría contar en una revista norteamericana —fundada por Dave Eggers en 1998— cuyo formato cambia con cada número (podrán encontrarla como un libro de tapa dura, como un manojo de papeles en una caja, como panfletos amarrados por ligas, podrá venir acompañada de un peine, incluso), y un día se me ocurrió una idea que en aquel momento me pareció muy erótica. A mediados de julio era el cumpleaños de Meredith. Para quienes no la conocen, Meredith Adelaide es una de las modelos de Fucking New York, y yo pregunto: ¿hay algo más sexy que una chica sexy en un proyecto llamado Fucking New York? La conozco desde hace varios años, siempre me ha parecido sumamente atractiva, pero yo estaba con alguien y ella también, y alguna vez nos decíamos, medio en broma, que el día en que estuviésemos libres estaría bien probar juntos.
Ese día llega: yo estoy libre, ella también, más o menos, pero más bien más que menos, me da a entender ella. Propongo que nos acostemos juntos y algo más si hay afinidades, y tengo el presentimiento muy fuerte de que las habrá. Great!, dice ella con una sonrisa radiante. El único problema es que vuelve a Nueva York muy pronto, al día siguiente, por lo que no es el momento ideal —es lo que ella dice—, a pesar de que nos besamos como adolescentes y tenemos sexo: no bien, pero sí agotadoramente, en un apartamento en Miramar lleno de cosas pesadas e inexpresivas, cubiertas con sábanas blancas.
La cuestión de qué hacer con mi vida quedó zanjada.
Por la ventana abierta del cuarto, veíamos el cielo nocturno y oíamos a la gente que pasaba por la avenida como un carnaval lunático, gritando, rompiendo cristales, necesitando maldad. Pasaban luces por las paredes y el techo. La ciudad se manifestaba en aquel cuarto. Nada de aquello tenía que ver con nosotros, tumbados y desnudos en el sofá, de la anchura justa para que cupiéramos los dos, contra la pared de ladrillo. Liberados por la relación sexual para hacernos confidencias sencillas, hablamos. Tumbados y muy quietos, sin apenas respirar, cuerpos sin masa ni contorno, disolviéndose, volviéndose oscuridad.
Sepan que yo venía de una relación demencial en la que solo a fuerza de pelearnos todos los días, habíamos llegado a ser ferozmente íntimos. Como un niño con una rabieta, mi ex se quedaba atrapada en el sonido de sus propios gritos. Gritaba porque estaba gritando, gritando, gritando, como construyendo una pequeña cámara de rabia, con ella en el centro. Era solo suya. Nada sensual había en aquel panorama y, sin embargo, a veces pasábamos de reñir a hacer el amor. No había causa y efecto y ni siquiera una cosa llevaba a otra. Como una metáfora: una cosa otra cosa. Mientras reñíamos con odio, yo quería tener sexo y ella también.
Repasaba nuestras peleas mentalmente porque cada vez me veía menos capacitado para recordar cómo habían comenzado. Primero un insulto inadvertido y después una irritación desproporcionada. Me desconcertaba no saber por qué ocurría así. Era objeto de una furia tremenda, pero ¿qué había hecho? ¿Qué había dicho? A veces tenía la impresión de que la irritación no iba dirigida, en realidad, a mí. Yo simplemente entraba en la línea de fuego, pues hacía mucho que el blanco verdadero había muerto. Yo no lo era. Él no era yo. Me había vuelto en cierto modo una alucinación de mi ex. Tal vez no existiera yo, al menos como existen una mesa, un sombrero, una persona. En cierta ocasión, cuando pensé que una escena horrible se había acabado, me tumbé y me cubrí los ojos con los brazos. Eran más de las tres de la mañana, pero ella se negó a apagar la luz. Permaneció sentada en una silla, a dos metros de distancia, contemplándome. Entonces la oí decir: “No entiendo cómo puedes tener el valor de quedarte dormido”.
La sociedad te vende el amor como un gran happy end cuando está científicamente comprobado que las hormonas tienen fecha de caducidad.
¿Por qué cuento esta malandanza? Para que se entienda, por contraste, lo que Meredith significaba en mi vida: un subidón de dopamina, noradrenalina, prolactina, luliberina y oxitocina. La definición química del placer. Una pequeña molécula, la feniletilamina, provocando sensaciones de alegría, exaltación y euforia. Además, me parece imposible, aun inverosímil, no enamorarse de una chica caucásica de 28 años que tiene el pubis depilado con láser. Gentilezas así. Mientras yo vuelvo a casa lleno de endorfinas, ella sube a un avión para corroborar el mantra de que una manera de retener a un hombre es no reteniéndolo.
Fue entonces cuando llegó la invitación de McSweeney`s y la idea de escribir una crónica para ella me pareció fenomenal. Decidí ingeniármelas para que la publicación coincidiera con su cumpleaños. Todo muy Candance Bushnell. Entonces escribí el texto, que se dirigía explícitamente a ella y se presentaba en forma de prescripciones de lectura como una mala secuela de Aura, la novelita de Carlos Fuentes escrita en segunda persona: estás en el apartamento de Chelsea. Es 20 de julio de 2018. Lees estas líneas. Parecen dirigidas a ti, a nadie más. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras más negras y llamativas del título informen: Meredith Adelaide. Te pido que hagas esto, te pido que hagas lo otro, y esto y lo otro consiste principalmente —los hombres tenemos fantasías previsibles— en abandonarte a ensueños sexuales y finalmente ir a masturbarte al cuarto. Las mujeres de mis sueños eróticos suelen ser difíciles de identificar, son varias personas a la vez sin tener la cara de ninguna, pero aquella vez no, reconocí la voz de Meredith, sus palabras, sus piernas abiertas, la forma silvestre y casi incestuosa en que hacía el amor. En suma, era una carta porno cuya particularidad era que no solo debía leerla la destinataria, sino también los miles de lectores de McSweeney`s; millares de personas entre las cuales seguramente también se encontraba mi ex. Hombres.
Claro está que yo no había dado detalles a Meredith, todo se basaba en la sorpresa, y me divirtió muchísimo —y me excitó, por supuesto—, escenificar aquello que era a la vez un juego erótico, un atrevimiento en una de las más respetables revistas gringas y, que yo supiera, una iniciativa literaria solo adelantada por Emmanuel Carrère.
En mi maquinación, no obstante, había una ligera inquietud. Entre el momento a fines de mayo, que entregaría el texto a McSweeney`s, y el de finales de julio, en que le llegaría a Manhattan a Meredith, el momento, en suma, en que podría considerarse que la operación ha sido un éxito, podía suceder cualquier cosa, desde un contratiempo inocuo hasta la catástrofe irreparable: ella podía embriagarse y olvidar la revista en un rincón, podía no quererme ya o yo podía no quererla; a fin de cuentas, la sociedad te vende el amor como un gran happy end cuando está científicamente comprobado que las hormonas tienen fecha de caducidad.
El relato provocó desconcierto entre los editores de McSweeney`s, pero yo no me preocupé, de tan ocupado como estaba con mi telenovela personal, que no me permitió que las cosas salieran en absoluto como estaba previsto: la destinataria del relato, Meredith Adelaide, el 20 de julio amaneció con Joost de Vries, un utrechtense de más de seis pies de estatura, jovencísimo, que parece sacado de la portada de la revista Men’s Health. El tipo había publicado hace algunos años un thriller inspirado en la obra de Harry Mulisch y acababa de llegar a mis manos su segunda novela: La república (Anagrama, 2017).
Si lo vieran…, es el antihéroe pálido, sensible, y andróginamente rubio. Se conocieron en una exposición del artista serbio —residente en EE. UU.— Nikola Tamindzic, autor del proyecto Fucking New York.
Hasta aquí todo mal. Pero como dice el refrán: “que tu enemigo publique un libro…”.
¿Qué cualidad es la que usted más aprecia en una mujer?”. La respuesta parece escrita para mí: “El camuflaje”.
El despecho me da por ver entrevistas en YouTube del tal Joost de Vries —los nombres en los Países Bajos jamás dejan de asombrarme, son todos como impredecibles cascadas o como gemidos de un tren en movimiento o como bromas, depende—. El soplagaitas dice muchísimas estupideces seguidas —para un hispanoparlante, el neerlandés suena básicamente como una estupidez—, posa todo el tiempo, incluso, hace gestos ensayados con su pelo rubio y lanza miraditas fulminantes a cámara; se nota que está forjando una personalidad, convirtiéndose en alguien; esto es pan comido, pienso, luego abro La república y resulta que es excelente. ¿De qué va? De la muerte en misteriosas circunstancias de Josip Brik, un carismático profesor universitario especialista en la figura de Hitler y sus representaciones en la cultura contemporánea: arquitectura, cosmética, diseño gráfico, Nazi sexploitation, etc.
Una novela, dice el propio De Vries, sobre el plagio emocional. “Leí una carta que escribió alguien a una revista asegurando que había una escritora que le había arrebatado el duelo por su hijo, porque lo que contaba en su libro era lo que ella había sentido. Dijo que aquello era plagio emocional. Me fascinó la expresión, y en aquel momento me dije que La república trataría precisamente ese tema, el del plagio emocional”. Pero eso es la cáscara, el detonante, lo demás es una agilidad sorprendente para narrar. Se le nota un poco el influjo de Respiración artificial, de Ricardo Piglia, y de Ruido de fondo, de Don DeLillo, pero ¿qué importa eso?
Fíjense si me ha costado trabajo saltarme páginas de este libro que hasta he encontrado una errata a la altura de la página 278. Yo creo que los editores ponen las erratas hacia el final —el libro de De Vries tiene 285 páginas— para descubrir quién deja sus ejemplares a la mitad. Es: “un novia”. El narrador comenta: “estuve varias veces con el teléfono en la mano dispuesto a llamar a un novia con la que había roto”.
En otro momento de la novela alguien pregunta: “¿Qué cualidad es la que usted más aprecia en una mujer?”. La respuesta parece escrita para mí: “El camuflaje”.
Yo con mi pequeña crónica en McSweeney`s y él con dos novelas en Anagrama. Como ven, todo queda reducido a la lucha hormonal. (Aquí en realidad venía una larga observación sobre cómo las ratas adoptan la postura de apareamiento conocida como lordosis —en la que el animal arquea la espalda y cambia el ángulo y la apertura de la vagina, haciéndola accesible al pene del macho— con la debida estimulación hormonal, pero he decidido suprimirlo para que después no digan que soy un misógino de mierda).
En la música pop se habla a menudo de discos de rupturas: álbumes son cartas de despecho, recriminación y revancha del cónyuge. Rumours, de Fleetwood Mac (un grupo formado por dos parejas; un elepé grabado en mitad de dos divorcios), o el Blonde on Blonde, de Bob Dylan. Esta columna debe, y solo debe, leerse bajo esa misma música patética.
Play.