Ahora que el año comienza asistimos a la avalancha de opiniones y encuestas. Los informativos le ponen el micrófono a las personas y les preguntan, por ejemplo, si son felices, o cuáles son sus planes en 2018. Cosas masturbatorias, en suma.
Pero no explican los informativos, ni siquiera en letra pequeña, que la enorme mayoría de los consultados pasa de largo, que solo hay una minúscula porción de la humanidad que adora ponerse frente a una cámara para responder cualquier cosa, ni tampoco informan que esa raza suele llamarse, técnicamente, los imbéciles.
Ya tenemos un dato revelador, entonces, para enfrentar los elogios televisivos de algunos intelectuales cubanos a Luis Álvarez, nuestro pundonoroso Premio Nacional de Literatura.
“Por decisión unánime”, se lee casi siempre en estos casos. Ciertos oficios dependen de la fuerza creativa de las dudas, otros de suprimirlas, como muestra Truffaut en su película La noche americana, donde encarna a un director de cine. Un empleado llega al set, le muestra dos pistolas y pregunta cuál debe usar en la siguiente escena. Truffaut elige una sin pestañear. Alguien le pregunta cómo sabe cuál es la adecuada. Él responde que no tiene la menor idea acerca de las armas, pero debía tomar una decisión veloz para no ponerse en entredicho como director. Se diría que la elección del Premio Nacional de Literatura en Cuba exige que todos seamos directores de cine.
Zapeo entre 50 libros y 200 ensayos —la patética cifra es cortesía de Trabajadores— de Luis Álvarez. (Qué jodida y extravagante es la realidad nacional: resulta que Álvarez ha escrito más que David Foster Wallace, Denis Johnson y David Markson juntos. ¡El “hijo ilustre de la ciudad de Camagüey” ha escrito más que Harold Bloom! Eso pasa con los datos: están por todas partes pero horrorizan al crear estadística. Ejemplo al azar: A Kurt Vonnegut le negaron la beca Guggenheim el mismo año que se la concedieron a Miguel Barnet; de ahí salió aquella pésima novela titulada La vida real). Uno sobre la oratoria martiana. Zap. Un manualito sobre el Caribe en su discurso literario, en coautoría con Margarita Mateo (que casualmente también presidió el jurado del premio). Zap. Una compilación de título grandilocuente: Pensar la cultura en cubano. Zap. Otro sobre Guillén. Zap. Algo llamado Circunvalar el arte. Métodos cualitativos de investigación de la cultura y el arte. Zap.
Bruce Springsteen tuvo razón al cantar: “Cincuenta y siete canales y nada que ver”.
Ayer mismo les preguntaba de sopetón a unos amigos bastante cultos si podían recomendar un libro de Luis Álvarez, cualquiera; y no. Al parecer, la literatura cubana ha avanzado a niveles casi esotéricos.
Miren mi drama: deberían abundar las citas de Álvarez que mostraran su talento como ensayista. ¿Ustedes han encontrado por ahí a alguien que cite a Luis Álvarez? ¿Algo como “En el Caribe, dentro de su turbulencia historiográfica y su miedo etnológico y lingüístico, dentro de su generalizada inestabilidad de vértigo y huracán, pueden percibirse los contornos de una isla que se “repite” a sí misma, desplegándose y bifurcándose hasta alcanzar todos los mares y tierras del globo” (Antonio Benítez Rojo) o “La literatura es […] un arte del tatuaje: inscribe, cifra en la masa amorfa del lenguaje informativo los verdaderos signos de la significación” (Severo Sarduy)?
¿Cuál es la gran frase que ha escrito Álvarez entre las más de 1000 páginas que ha escrito? ¿Cuál es su gran libro? ¿Cuál la gran idea? Yo quiero leerla y necesito que los clones del camagüeyano me ayuden, porque soy tan tonto que solo leo “En verdad, Crónicas de lo ajeno y lo lejano, de Rinaldo Acosta —libro inusitado en el magro panorama de la reflexión cubana sobre las corrientes de la literatura más allá de la Isla—, me ha resultado por completo impactante desde que lo leí” o “En los estudios sobre el Caribe, se ha tenido en cuenta la magna obra de Ferdinand Braudel El Mediterráneo, en la que este investigador […] traza un panorama orgánico y sumamente convincente de la unidad cultural que, por encima de todas las divergencias —lingüísticas, religiosas, culturológicas, económicas, etc.—, constituye el Mediterráneo”.
Otra cosa que leo es que, al parecer, Luis Álvarez no dejaría Camagüey ni para casarse con Kate Moss.
“Cuando necesito, no inspiración, sino vitaminas, energía, ganas de trabajar”, anota Ignacio Echevarría en “Monólogo del pistolero”, “leo una o dos horas de Conrad y me dan ganas de seguir siendo escritor. Cuando estoy desmoralizado leo el suicidio de Madame Bovary. Shakespeare me resulta realmente fértil: abres algo al azar y encuentras frases enigmáticas […] Hay autores que te dejan puertas entornadas que tú tienes que abrir”.
Es duro. Es cruel. Es políticamente incorrecto decirlo, pero yo creo que Luis Álvarez es un ensayista sin estilo. Una puerta cerrada. Para aquellos mentalistas que pierden el sueño tratando de sexuar la escritura —que si literatura femenina, que si literatura gay, que si el falocentrismo—, la prosa del camagüeyano es como los caracoles: hermafrodita.
Se sabe: esto del Premio Nacional es casi una cuestión de feromonas: elegir provoca en los jurados un subidón de dopamina. Pero, ya que estamos, ¿cómo se elige un Premio Nacional? Una persona X, perteneciente a una institución Y —uso variables para transmitir sensación de rigor— se pasa una semana enviando emails a varias decenas de personas e instituciones (la UNEAC, la Fundación Alejo Carpentier, la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, el Instituto de Literatura y Lingüística, la Casa de las Américas, la Academia Cubana de la Lengua, entre otras) para que postulen a su escritor favorito o pongan puntos a tres que les gustaron mucho. Luego se suma todo eso, se divide, se hace una derivada, se da un salto mortal y se saca una tabla en Excel con cinco o seis autores que todos sabíamos que iban a acabar en esa tablita. (A veces, todo hay que decirlo, llegan a la tablita nombres insólitos como Lina de Feria o Waldo Leyva).
Es indudable que, cuando la gente vota, se hace democracia; sin embargo, el sufragio no tiene nada que ver con la literatura cubana. La literatura cubana no es lugar para saldar las deudas.
Da la impresión de que nuestro honorable jurado del Premio Nacional (Margarita Mateo, Marta Lesmes, Marilyn Bobes, Arturo Arango y Enrique Pérez Díaz) no reconoce la literatura nacional, sino que la inventa con un entusiasmo similar al de Phil Collins cantando “El ciclo vital” en El Rey León.
Si las cosas siguen así de jodidas, el próximo año Luisa Campuzano será Premio Nacional.