¿Son todos los editores unos imbéciles? (I)

El sábado por la tarde, el Gotham Writers’ Workshop de Nueva York organizó un debate en torno al tema: “¿Son todos los editores unos imbéciles?”. Estaba previsto que el acto durase una hora y media; por desgracia, Kenneth Goldsmith dio de inmediato la respuesta correcta: Sí.

Incluso explicó claramente los motivos: ahí estaba el caso de John Kennedy Toole, quien, incapaz de encontrar un editor que publicara La conjura de los necios, se quitó la vida. Su madre luchó a brazo partido por la divulgación del libro de su hijo, que veinte años después ganó póstumamente el premio Pulitzer de novela. Por su parte, André Gide y Alfred Humblot —otro par de editores imbéciles, a juzgar por Goldsmith— descartaron, sin pensar demasiado, “el palabrerío de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust”. (“Mi querido amigo”, se lee en la célebre carta de rechazo de la editorial Ollendorff, “puede que esté muerto de cuello para arriba, pero aun así no veo por qué un hombre puede necesitar 30 páginas para describir cómo cambia de postura en la cama antes de dormir”).

La negativa que recibió George Orwell por Rebelión en la granja —“Es imposible vender historias de animales en Estados Unidos”— parece sacada de una novela de John Irving. (Tal vez ustedes recuerden El mundo según Garp: allí, un tal T. S. Garp, escritor en los inicios de su carrera, envía un cuento a una revista y recibe una respuesta desoladora: resulta que su escrito es “poco interesante y no dice nada nuevo en cuanto a la forma o al lenguaje”. Quince años después, Garp se ha convertido en un escritor famoso y recibe otra carta de aquella revista —el contenido era muy elogioso— preguntándole si tendría algún cuento para ellos. Pero nuestro Garp es vengativo, no olvida, “tenía una memoria privilegiada y la indignación de un tejón”, según Irving; devuelve la carta original con una nota suya: “Me interesa poco su revista y sigo sin hacer nada nuevo con respecto al lenguaje o a la forma. De cualquier manera, gracias por habérmelo pedido”).

Y para rematar, continuó explicando a la desatinada audiencia Kenneth Goldsmith, estaba el plantón de varias editoriales norteamericanas a su novela Day, resultado de la transcripción íntegra de un ejemplar de The New York Times.

Ver las cosas con claridad no tenía ningún mérito, se disculpó.

Si alguien me preguntara —por suerte no me preguntan—, yo diría que editar adquiere su verdadero sentido en el cine. Me explico: Eisenstein escribió que el auténtico poder de las películas proviene de la síntesis en la mente del espectador del fotograma A y del fotograma B: por ejemplo, en el fotograma A, una tetera silba; en el fotograma B, una joven levanta la cabeza del escritorio. El espectador interpreta la idea de “un descanso para el té”. Si el fotograma A es un juez vestido de negro con un sobre en la mano, y el juez lo abre y se aclara la garganta, y el fotograma B es el mismo de antes (una mujer levanta la cabeza del escritorio), el público creará la idea de que esta se dispone a “escuchar el veredicto”. La acción de la mujer es la misma en los dos casos, su fragmento en la película es el mismo. Nada ha cambiado excepto la edición, pero esa otra yuxtaposición de las imágenes da al público una idea completamente nueva. El editor es un gran manipulador. Su aspiración es ser un lubricante del sentido.

Ejemplo pertinente: Pensemos en Pedro Páramo, de Juan Rulfo. El protagonista se está quedando dormido sobre una roca áspera, después de haber andado todo el día por el desierto, y dice, antes de quedarse frito: “El mejor colchón es el cansancio”. La frase original era: “el mejor colchón es quedarse dormido después de una larga caminata”. De eso estamos hablando.

Yo no soy el editor de Rulfo, ni Jorge Álvarez (el tipo que publicó la primera novela de Puig, los primeros libros de Ricardo Piglia, Rodolfo Walsh, Germán García, y que puso en crisis el estatuto de Losada, Emecé y Sudamericana, que eran las grandes editoriales argentinas), ni Luis Chitarroni, y mucho menos Roberto Calasso, pero a fuerza de lectura he identificado algunos de los callos más visibles del periodismo cubano contemporáneo (la literatura nacional requiere una columna aparte). Cosas que podrían arreglarse de un simple martillazo, una edición sencilla. No se trata de ofrecer una norma. Se trata de ofrecer observaciones tipo “Conducir a toda velocidad contra un muro suele acabar mal”.

UNO

De todos los medios para asesinar el interés de un lector por tu reportaje, el estilo es el más rápido y el más definitivo. Si para describir un hecho basta con una sola palabra sencilla, la palabra “salir”, por ejemplo, ¿por qué entonces tus personajes deben “emerger” de las habitaciones, o las ideas deben “permear” sus actos?

Cuando nos encontramos con un “era de un blanco inmaculado” en el mejor de los casos esa expresión solo significa que era de color blanco, y en el peor, nada.

Para muchos periodistas cubiches, el estilo consiste en utilizar frases hechas: si la jinetera que entrevistas se parece “a la Dama de las Camelias”, es mejor aclarar que no tiene tuberculosis.

DOS

Emplear un simple “dijo” es una convención tan firmemente establecida que los lectores apenas si reparan en él. Esto ayuda a que el diálogo parezca real, pues así se consigue que la estructura del diálogo sea invisible. A muchos periodistas, sin embargo, les molesta esa repetición de “dijo”, o la ausencia de todo verbo introductor, e intentan mejorar la estructura del diálogo mediante el uso de “verbos de decir” insólitos y poco lubricados. Cosas como el personaje “apostrofó” o “increpó”. También son comunes los hombres que “elucidan”, “apostillan” y que pase el que sigue…

TRES

La imagen que creas es estrambótica o etílica. En un huracán, las olas deben chocar contra el faro del Morro “con la fuerza torrencial de la micción de un adolescente”. Un hombre apasionado debe hacerle el amor a su mujer con el mismo ardor con que “Bruno Rodríguez Parrilla habla en la ONU”.

CUATRO

El periodista hiperestésico. Se basa en una antigua superstición: el periodista debe ser una esponja, un tipo que lo capta todo. Una antena, en suma. Se encuentran cosas del tipo: “el aire huele a hipoclorito”.

CINCO

Cuando el vocabulario es tan superante que el periodista es un genio o un loco. Si escribes “ebúrneos” en vez de “de marfil”, eso no le dice nada al lector, aparte del hecho de que conoces la palabra “ebúrneo” (aunque no necesariamente su significado). Escribir no es un campeonato de patinaje artístico, en el que hay que hacer las figuras más difíciles para ganar.

Ojo: si conoces algún término propio de la caza de ballenas o alguna palabra que solo usaban los maestresalas a mediados del siglo XVIII, sería un desperdicio que no apareciera en tu crónica.

SEIS

El periodista tautológico: las frases del tipo “llevaba un sombrero en la cabeza”, “era un elefante grande de color gris” o “era una habitación con suelo, paredes y techo”.

SIETE

El taquígrafo del tribunal: cuando se reproduce al milímetro toda la secuencia de un diálogo. “Pero yo quiero representar la vida con todos sus detalles mundanos y tontos”, puedes alegar. “Así es como habla la gente”. Sí, es verdad, y a esa misma gente no le apetecerá seguir leyendo tu crónica. De la misma manera que no mencionas cada dos por tres que tu personaje parpadea, debes evitar toda la cháchara de atmósfera. Cosas del tipo: “Oe, oe, asere, ¿te cuadra una moja pa la Covadonga?”. Y el taxista guantanamero responde: “Dipué dete viaje, men, voy pal gao a comer macho asao”. Una vihuela y tenemos el Martín Fierro cubano.

OCHO

El tumor benigno: se trata de una escena, epígrafe o pasaje de una crónica que puede extirparse limpiamente sin riesgo a causar daño al conjunto del organismo. En el periodismo cubano esos fragmentos están generalmente secuestrados por el Yo-del-periodista. El reportero extasiado ante la presa Zaza o ante la letra de las canciones de Yoyo Ibarra, funciona como los dibujos de los niños: increíblemente cautivadores para sus padres, de un interés relativo para parientes y amigos, y sin ninguna importancia para el resto de la humanidad.

NUEVE

Imaginen la situación siguiente: “¡Cojone! ¡Cuándo pinga piensan poner la luz!, dijo Yosvanoty soezmente”. Cargan sus diálogos con adverbios para decirle al lector lo que el personaje está sintiendo, a pesar de que sea obvio.

El clásico: “Te quiero –digo Yumilka amorosamente”.

DIEZ

Algunos periodistas exhiben un admirable conocimiento de la literatura inglesa del siglo XVI o su fascinación por la tipografía alemana, pues escriben con Mayúscula Inicial Todos los Nombres Importantes o Cualquier Otra Palabra que se lo Parezca. No nos estamos refiriendo a esos periodistas que siguen la actual moda de usar las denominadas Mayúsculas Irónicas; hablamos de aquellos reporteros que dan por descontado que Patria, Amor, Honor y Triunfo deben escribirse con mayúscula porque son Términos Muy Importantes.

Continuará…