La segunda cosa horrible que ocurrió en mi recién estrenado matrimonio —la primera fue descubrir que me enrollé con una madridista— tuvo lugar hace par de días, la tarde del 15 de marzo de 2019, cuando M., como quien no quiere la cosa, me regaló varios especímenes de la colección Ámbar, perteneciente a la editorial cubana Gente Nueva, donde la ciencia ficción nacional —como en aquellos versos de Dulce María Loynaz: “Eso pude. Eso valgo”— ha alcanzado su verdadero palco: lo infantojuvenil.
Si no fuera porque vivo en planta baja, esa misma tarde habría saltado del balcón.
Yo leer ciencia ficción cubana no se lo deseo a nadie. ¿Para qué escribir si no puedes usar el término “cefalomo”? Quiero decir que hay un mundo de autores que sodomizan palabras compuestas (“astropuerto”, “geosincronía”, “retroláser”, etc.) y se inventan cosas insólitas (un postperro, por ejemplo) y militan en géneros risibles (fantaciencia, poesía especulativa) y publican libros de portadas dudosas —con letras en WordArt—, formando sagas sobre la destrucción del mundo o el apocalipsis del espacio-tiempo; y me parece muy bien, pero tengo cosas mejores que hacer que sufrir su sintaxis. Porque si hay una historia de la literatura que es la del derribo periódico de los límites de la imaginación narrativa, esa historia no contempla la ciencia ficción cubiche: en su gran mayoría, hecha hoy de peluche y orejitas puntiagudas.
No sé si les pasa también a ustedes, pero a mí este safari por la joven literatura nacional comienza a pasarme factura: ya no sé qué es bueno y qué es malo, en los libros, quizás en la vida. Tal vez, para leer hoy literatura cubana, habría que usar una estrategia baudelaireana, es decir, aprender a encontrar la belleza en medio de la mediocridad. Aunque pensándolo bien, no: lo que decía Baudelaire era otra cosa.
Entonces decidí apostar sobre lo seguro y me llevé a casa La periferia (Fra, 2018), de Martha Acosta Álvarez (Camagüey, 1991). Nada podía salir mal, teniendo en cuenta que Martha acababa de hacerse con el Premio Franz Kafka de Novelas de Gaveta y con el Premio Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar y con el Celestino (2018) y con el Calendario (2017) y con el Pinos Nuevos (2016)… Vaya por delante que La periferia me ha gustado, aunque en este artículo no vaya a parecerlo. A veces un libro te entusiasma por la incomodidad que te provoca. ¿Cómo consigue Martha Acosta generar este desasosiego? Muy fácil, amigos, la clave —aparte de calcar el estilo narrativo de otra camagüeyana: Legna Rodríguez Iglesias— está en repetir las cosas dos veces, esto es: estructuras que empiezan y terminan —reinciden— casi con las mismas palabras. En el lenguaje de las matemáticas a eso se le llama “capicúa” (número que es igual leído de izquierda a derecha que de derecha a izquierda), pero en la prosa se le conoce como “dejà lu” o “imperiosa necesidad de un editor”.
Ejemplo al azar: “La puerta se estremece con golpes. Es buena cerradura. La cerradura me salva. El cuarto también tiene cerradura”. Otro: “Esta es la periferia. El borde del borde de la ciudad iluminada. Lindas luces de la ciudad. La ciudad de la luz. Somos moscas atraídas por la ciudad de la Luz. La gente se amontona al centro de la ciudad de la luz”. De nuevo: “Los hombres golpean la puerta. Los hombres no se cansan. Mi marido es más hombre que todos los hombres que se esconden detrás de la puerta”. Hay captchas para saber si eres un robot, pero no para averiguar por qué Martha Acosta repite palabras impunemente.
Cilicio para los poetas cubanos
A mí hay dos cosas de la joven poesía cubana que me enervan. La primera es el “yo” vacuo. La segunda es la uniformidad.
Vale decir que yo he copiado todas las oraciones una a continuación de la otra, con punto y seguido, pero ella no lo hace. Frente al párrafo poliédrico y extenso a lo Lezama, Martha dispersa la narración en astillas, en oraciones sueltas que nadie sabe por qué —una cosa es el estilo y otra leer como quien juega al pon— no se imantan todas en un solo párrafo. Es como leer la prosa de un autómata. O de un chatter. Leer La periferia es como contemplar el Messenger; el timeline de Twitter; Telegram; o algo así de radiante; yo qué sé. Hagamos un scroll para ejemplificar:
“El agua se lleva todo.
La canción infantil se queda.
Aserrín aserrán los maderos de San Juan. Yo estoy en la cocina.
Orino en el fregadero.
El chorro salpica mis muslos.
El agua se lleva todo menos la canción. Aserrín aserrán los maderos de San Juan.
Pongo a hervir el pan.
Corto la cafetera en rodajas.
La sirvo en una bandeja.
La llevo hasta la mesa.
El pan hierve”.
A eso —escupir oraciones aleatoriamente, como bits en una pantalla— Neal Stephenson le llama en su libro En el principio fue la línea de comandos: “ponerse cirílico”; para otros contiene “un muy fuerte lirismo”; y yo le llamo “Ay, mamacita, qué dolor”.
Se suponía que la novela era un arte coagulado, atento a las profundidades, en donde asienta casi todas sus virtudes. En el cine te enamoras inmediatamente de un rostro; en una novela te enamoras de una personalidad después de recorrer más de cien mil palabras. Pero los cubanos no disponen de tanto tiempo para enamorarse, Martha, y menos aún si tenemos que someternos a la dura prueba de la oración precoz.
¿Y todavía me preguntan por qué la literatura made in Cuba es apenas llevada al cine?
En 2019, como ven, ha valido la pena copiar el Paquete. Hay cosas mejores que ver esta especie de chat novelesco donde las oraciones se encadenan como escritas por personas que ni se conocen ni han leído lo que se pone antes: “Un muerto en la escalera también es un muerto. Me gusta cuando ríes y te llevas una mano a la boca. / Te pareces a la niña que fuiste. / Yo iba al campo a buscar violetas. / Y la ciudad de la luz movió sus piernas largas. El hierro caliente sigue doliéndome”. Está Saturday Night Live.
Si me presentan un escritor como acabo de hacerlo yo, no lo leo nunca. Pero creo que en el caso de Martha Acosta Álvarez eso sería un error. La periferia me parece una calamidad, pero Martha tiene otros libros y un gran talento para las atmósferas, las descripciones. La imagino como esa informática —leo en algún sitio que es graduada de la UCI— que le muestra a un cliente el esqueleto de un programa sin interfaz gráfica, nada, solo el código fuente, y naturalmente para hacerlo le habla del lenguaje de programación utilizado: que si Python, que si PHP, que si Java, un millón de interioridades nerds; pero el cliente, en cambio, no viene por el esqueleto —no le interesa el algoritmo—, viene por el software, esto es: la novela.
Hice una pausa en el camino de Oz para leer El favor de la sirena (Random House, 2018), de Denis Johnson. Me gusta leer a los americanos muertos y enterrados porque todos escriben mejor que yo, que tú, que cualquiera.
La literatura cubana como bluff
Voy a explicar, de gratis, por qué le va mal al 98 % de la joven literatura nacional: en Cuba, casi todos los narradores tienen los pies firmemente apoyados en la tierra de lo inargumental. Por eso este país es tan delirante. Tanto así que muy pocos textos se pueden reducir a una nota de contraportada.
Empecé con Maielis González Fernández (La Habana, 1989) y los relatos Sobre los nerds y otras criaturas mitológicas (Guantanamera, 2016), que no me han parecido malos, pero también es verdad que no me los he leído todos. Maielis tiene un grato sentido narrativo, pero para leer Sobre los nerds… hay que tener veinte años, hay que tener ilusiones, hay que ser impresionable, hay que decir que sí o que no a una jerga. Porque los relatos sobre los nichos —nerds, otherkin, etc., etc.— son como los chistes sobre electricistas: solo te interesan si haces buenos empalmes. Muy pocos han elevado la barrera del interés y saltado. Mis favoritos: Junot Díaz con su enciclopedismo nerd en The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, y Michael Chabon en The Yiddish Policemen’s Union. Sin embargo, yo creo que Miaelis podría perfectamente escribir una novela tan buena como Kentukis, de Samanta Schweblin. Solo resta que la escriba.
Me llevé a casa también Los perros (Guantanamera, 2017), del otrora columnista de Granma Jesús Jank Curbelo. No se dejen llevar por las apariencias, por el hecho de ser el ex de un periódico descrito por Jacobo Timerman como “una degradación del acto de leer”: Jank escribe muy bien. Su libro es interesante, hasta que veinte páginas después te das cuenta de que no es para nada interesante. Solo parecía interesante. Placebo.
Por el camino me topé con Carlos Manuel Álvarez (Matanzas, 1989), del que había leído hace algunos años La tarde de los sucesos definitivos (Abril, 2013) y La tribu. Retratos de Cuba (Sexto Piso, 2017), que oficialmente es su peón puesto en el porvenir. Hay que decir que Carlos Manuel es uno de los mejores periodistas del continente. Sus logros como narrador, sin embargo, yo creo que han sido mucho menores. Al narrador le falta la desfachatez del cronista. Esa soltura. El periodista es un tipo incisivo, el narrador un sujeto absorto. El periodista critica el panfleto y el kitsch, el ardoroso melodrama de Pedro Lemebel en alguna frase (“el cañaveral erótico de la tarde”). El narrador, en cambio, escoge para sí un tono declamatorio similar: “La tarde se adormece, una benadrilina del tamaño del sol”. Medio siglo antes Roque Dalton había escrito: “El comunismo será […], una aspirina del tamaño del sol”.
No es casualidad que Sexto Piso haya borrado el primer libro de Carlos Manuel Álvarez de su autobiografía literaria. Para los hermanos Rabasa (Diego & Eduardo, dueños de la editorial Sexto Piso), La tarde… es un libro fallido, así que cortaron la cabeza de Carlos Manuel Álvarez y se sentaron a esperar que le saliera otra cabeza de ficción: Los caídos (Sexto Piso, 2018).
No estoy aquí para poner cinco estrellitas a nadie, pero Carlos es un narrador maravilloso. Su literatura es la de un escritor que busca sobre todo el triunfo del estilo. Molar, para usar una jerga peninsular. Y aunque no me gustó Los caídos (los personajes están maniatados de tal manera por el efecto de la autorreflexión, que podría llegar a decir que toda la novela existe para reverenciar una única escena: el momento en que se piensan: “yo soy un hombre íntegro que resiste”, dice El Padre para sí mismo, “un hombre que sabe que los héroes de la patria resistieron más, un hombre que sabe que los hombres que son hombres llevan la procesión por dentro”; y todo suena un poco teatral, la verdad), Carlos logra que en no pocos momentos el estilo lo exima inapelablemente de tener que contar algo —que sí lo hace: Los caídos es una historia tipo The Others—, de hacer novela.
Al mismo tiempo, vi un libro estirado y fino en la parte baja de una estantería. Tenía un título digno de alguien que trabaja —según su perfil de Facebook— en la Fundación Antonio Núñez Jiménez: Hábitat (Abril, 2015). ¡Por suerte Miguel Rey es nacido después de 1990! Tenía esa pinta deliciosamente esnob que tiene todo lo destinado a decepcionarnos solo un poquito; además era un Premio Calendario.
Leí Hábitat y descubrí una verdad muy sencilla: algunos autores cubanos escriben muchísimo mejor que otros. Algunas personas tienen un talento natural, y los demás tenemos el talento que dejan estos cabrones. Hábitat es un libro bellísimo: no hay nada más que añadir. Miguel Rey debería dedicarse solo a escribir ficción. Debería olvidar las revistas (dirige la revista Spam), la poesía (sería terrible que Miguel Rey se nos convirtiera en otro poeta cubano), dejar la Fundación Núñez Jiménez, el MINREX (sin comentarios) y dedicarse exclusivamente a escribir. Porque tener un libro interesante no significa nada, la historia reciente de la literatura cubana está repleta de gente prometedora que luego es abducida: miren lo que pasó con Adriana Zamora.
Ahora toca que vayan a la librería Fayad Jamís, compren Hábitat, lo lean y vengan a quejarse aquí. ¿Es amigo tuyo? ¿Te paga con Heinekens? ¿Fuiste jurado del Premio Calendario? ¿Escribiste la nota de contraportada del libro? A todo: no.
(Continuará…)
Lezama y la eyaculación precoz
No sé qué hicimos, no sé cómo nos pusimos, pero el caso es que sin querer y por la cosa de eyacular en sus senos, una parte cayó sobre el manuscrito.