Liderazgo totalitario fallido y el cambio hacia la democracia en Cuba

La imagen del ministro de Economía cubano presentando una diapositiva donde informaba que su tutor de tesis doctoral era nada más y nada menos que su jefe, el presidente Miguel Díaz-Canel, es una constatación de cuán antimeritocrático, anticompetitivo, divorciado de la realidad y absurdo es el régimen totalitario que controla el poder en Cuba

Díaz-Canel, un ingeniero eléctrico que toda su vida ha trabajado como un funcionario fiel y acrítico de la enorme burocracia del Partido Comunista de Cuba (PCC) —notorio por su probada carencia de talento, tanto oratorio como intelectual—, sería la persona menos indicada para fungir como el asesor académico del más alto funcionario encargado de dirigir la política económica de un país sumido en una gravísima crisis, donde la economía juega un papel central. 

Que un ministro sea asesorado en una tesis doctoral de economía por alguien que no tiene idea de cómo funciona la teoría económica, o que el propio presidente y el resto de sus ministros se comporten y hablen como matones de barrio, con lenguaje y actitudes deficientes y nada refinadas, demostrando continuamente sus incompetencias en el plano público —que se reflejan en un deterioro quizás insalvable de todos los indicadores que hacen a Cuba un país viable—, no solo ponen de manifiesto el carácter antidemocrático y totalitario del régimen al que sirven, sino también suponen una realidad inexorable: la probada incapacidad y actitudes de este liderazgo se constituyen en uno de los factores más importantes para producir un cambio hacia un sistema democrático en Cuba; son líderes tan brutalmente incapaces, que se convierten en catalizadores clave para un cambio revolucionario en la Isla

Estos líderes cubanos, ineptos e ineficaces —marcados por las imágenes poderosas de sus enormes barrigas, sus automóviles de lujo, sus casas en zonas exclusivas, sus escoltas, sus familiares viviendo y mostrando sus privilegios, en franco contraste con la depauperación generalizada en que viven sus gobernados— manifiestan una característica muy marcada en regímenes de la misma índole totalitaria, desde los Estados fascistas hasta los de tipo leninista: viven, interactúan y gobiernan dentro de una burbuja separada de la realidad. Una desconexión que, cuando llega a ser total, pone en peligro su existencia.

En este sentido, Arendt señalaba que: 

En términos prácticos, la paradoja del totalitarismo en el poder es que la posesión de todos los instrumentos de poder y violencia gubernamentales en un país no se constituye en una bendición absoluta para un movimiento totalitario. Su desprecio por los hechos, su estricta adhesión a las reglas de un mundo ficticio, se vuelven cada vez más difíciles de mantener, pero siguen siendo tan esenciales como antes. El poder significa una confrontación directa con la realidad, y el totalitarismo en el poder está constantemente preocupado por superar este desafío.[1]

Tal paradoja de Arendt se ha reflejado perfectamente en la Cuba castrista, en un desafío que no solo no la ha superado, sino que en la última década ha alcanzado niveles tan penosamente caricaturescos que hacen que la necesidad de librarse de este liderazgo fallido por parte de la ciudadanía se impone como ineludible; aun cuando una naciente sociedad civil cubana todavía no cuente con las condiciones óptimas para lograrlo. 

La falta total de percepción por parte de los líderes políticos totalitarios cubanos de la verdadera realidad del país, a lo que se suma una inhabilidad absoluta para comprender la naturaleza de los retos que deben enfrentar, se ha manifestado en una fe ciega, obtusa e irreal en su propia capacidad —que no es más que incapacidad— para gobernar, y que aviva la creciente repulsa popular hacia la fallida gestión gubernamental que puede conducir —llegado un punto límite— a un proceso revolucionario inevitable que los expulse del poder.

La frase pronunciada por Díaz-Canel ante un foro de dirigentes gubernamentales y partidarios, publicada por el diario oficial Granma el 11 de diciembre de 2021, constituye en sí misma un monumento a la desconexión y ceguera de una dirigencia que vive en un universo paralelo: “Vamos a abrir el 2022 con esperanza; vamos a abrir el 2022 con alegría, porque nos podemos reponer, a partir de todo lo que hemos logrado y de todo lo que tenemos previsto”. Esta declaración lo resume todo y sirve como explicación fehaciente del porqué del mal estado de la nación bajo este poder gubernamental nominal fallido.

Y hablo de poder nominal porque esta dirigencia formal a la cabeza del Estado y del partido único de gobierno ha funcionado como tapadera a otra élite más minúscula e inaccesible, que ha sido la verdadera detentora del poder de decisión totalitario —representando a una única familia con el apellido Castro— y ha marcado el destino trágico de toda una nación, solo sobre consideraciones mezquinas y aberrantes que la favorecen. 

Estas consideraciones exponen otro nivel de desconexión con el mundo real, más grave y cínico, que se materializa en un Estado dentro de otro Estado —con una corporación militar como GAESA, por ejemplo, con más recursos y poder que el mismo Estado, como coto privado de esta familia con características seudomonárquicas—, que se sobrepone sobre toda la depauperada estructura estatal cubana y su burocracia.[2]

El resultado de este control que emana desde una única familia es visible: inversiones millonarias en hoteles de lujo, campos de golf, autos para el turismo versus desinversión en sectores clave para la población (salud, educación, transporte público, producción alimentaria, etc.), de cuya mejoría depende, paradójicamente, la propia supervivencia de estas élites depredadoras.[3]

Este nivel de desconexión y falta de empatía se ha reflejado en hospitales colapsados y sin insumos, escuelas semiderruidas, parques habitacionales paupérrimos, transporte público inexistente, emigración a niveles alarmantes y hambre generalizada. Resultados terribles que se han tratado de mantener bajo otra premisa que se impone también bajo una consideración errada y de resultados también trágicos: el mantenimiento de un nivel de terror creciente como medio exclusivo para imponer obediencia a una población cada vez más harta del control absoluto y de la probada ineficiencia de sus élites totalitarias. 

Este comportamiento, desde las élites, de disociación y falta de capacidad política para entender lo grave y complejo del proceso que enfrentan, contradice las consideraciones más elementales que se han producido en procesos históricos similares; donde grupos de poder de la misma naturaleza han optado —llegado un momento que han considerado crítico para su propia supervivencia— por hacer concesiones no deseables para sus intereses, pero necesarias para el mantenimiento del poder.

Estas concesiones, a veces elementales, han buscado bajar la presión social que ha amenazado a gobernantes autoritarios o totalitarios, una vez que han entendido que en momentos críticos necesitan inducir mecanismos de compromiso político y cooperación. En su momento, estos líderes no democráticos han aplicado una lógica simple: necesitan más cooperación social por medios blandos y no represivos como única manera de sobrevivir, y esto solo se ha podido lograr mediante amplias concesiones en términos de políticas públicas, que le otorgan a la ciudadanía bajo su control la sensación de cambio, aun cuando ellos sigan detentando el poder de manera directa o indirecta.[4]

En la Cuba actual ha pasado todo lo contrario. Las élites gobernantes se han negado continuamente a aplicar las transformaciones más mínimas, necesarias, para que el país salga de la mayor crisis económica y social de su historia, lo que hubiese posibilitado también que no viesen peligrar su control sobre el país, ejercido de manera diferente a la actual. 

Esta necedad suicida, tanto para el país como para las propias cúpulas totalitarias, se ha materializado en varias dinámicas: 1) la selección por la minúscula élite familiar encabezada por Raúl Castro de una dirigencia dócil, inepta y leal, que de una manera oficial gobierna en su nombre; 2) han preferido gobernar con una cerrazón total a demandas socioeconómicas emanadas desde el conjunto de la sociedad cubana; 3) ante el aumento de la inconformidad social, reflejada en el crecimiento de movimientos que inicialmente han reclamado el inicio de reformas pero no de transformaciones profundas, han respondido con represión; 4) ante el recrudecimiento de la crisis generalizada, exacerbada por una pandemia, han ignorado no solo las demandas sociales, sino la implementación de medidas mínimas, básicas y de sentido común, que permitan una pequeña mejoría de las intolerables condiciones de vida de la ciudadanía; 5) han priorizado el terror generalizado como una respuesta a la profundización de la crisis, mientras continúan sus prácticas depredadoras y criminales que canalizan recursos desde la ciudadanía hacia ellos y no viceversa. 

Estas dinámicas han producido una situación de no retorno —cuya primera señal de alarma fue el 11 de julio de 2021— que tiende a agravarse, y que sorprendentemente no ha generado aún ninguna respuesta inteligente por parte del Gobierno y sus dirigentes. Por el contrario, parecen empeñados en azuzar el enojo popular con más discursos vacíos, terror represivo, prácticas económicas depredadoras y menos voluntad de escuchar y dialogar con su población. Una desconexión tan absoluta que solo puede llevar a un resultado plausible a mediano y largo plazo: una situación revolucionaria generalizada que posibilite la salida de estas élites del poder. 

Ahora, ¿cómo se explica una ceguera tan absoluta de estas élites totalitarias, en última instancia promotoras de un cambio político debido a su ineficacia? ¿Cómo un país que se ha preciado de poseer cifras oficiales de educación formal elevadas ha podido generar líderes con actitudes públicas y privadas tan lamentables, que se reflejan en los resultados de su pobre accionar gubernamental? ¿Cómo se explica que estas élites tomen decisiones continuamente erradas, una y otra vez, que ponen en peligro su propia supervivencia? 

Las respuestas requieren un análisis histórico, que puede explicarse a partir de la adopción de un Estado totalitario de partido único tipo leninista tras el triunfo de la Revolución cubana en 1959. Este modelo, desarrollado por primera vez por Lenin en Rusia después de la Revolución de 1917, subordinaba al electorado y al Gobierno a la organización de un partido político con poderes absolutos, con modificaciones que hizo del pensamiento marxista centradas en elementos relativamente poco desarrollados de organización y liderazgo. Este añadiría al marxismo una teoría del partido de élite como organizador de la revolución proletaria que daría al traste con el Estado burgués.[5]

Como en la Rusia de Lenin, con el advenimiento de la Revolución cubana se dieron pasos importantes hacia la destrucción del Estado liberal burgués, que para finales de 1958 estaba controlado por un régimen autoritario y corrupto, pero que aún permitía cierto pluralismo político y el funcionamiento de instituciones independientes al Gobierno, tanto estatales como no gubernamentales. Estas instituciones fueron eliminadas por un gobierno personalista, basado en la figura Fidel Castro como líder todopoderoso y omnipresente, que en poco tiempo asumió en su totalidad un modelo leninista de Estado controlado por un partido único: el Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba —PCC a partir de 1965 —, que para 1976, con la Constitución de ese mismo año, se reconocería a sí mismo como “la fuerza rectora superior de la sociedad y del Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia las altas metas de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista”.

En este modelo copiado del leninista, las instituciones del Partido y del Estado fueron unificadas bajo el control partidario, lo que posibilitó a miembros del PCC ocupar la casi totalidad de los cargos públicos. Estos controlarían estrictamente las nominaciones a cualquier cargo; de hecho, con frecuencia habría un solo candidato por cargo. Además, los funcionarios del Partido ejercerían la prerrogativa de reclamar cualquier cargo público y, de no ser ocupado por estos, serían, asimismo, vigilados de cerca por funcionarios partidistas.

A la vez, el sistema político dictatorial cubano se vanaglorió de ser “democrático” bajo dos fundamentos falsos: uno de carácter electoral y otro de índole organizativa: en lo electoral, se erigiría un sistema de sufragio con resultados predeterminados por el Partido, que comenzó a nombrar representantes al llamado Poder Popular. En este amañado sistema de elecciones, sería siempre el Partido el que autorizaría y validaría formalmente a quienes ocupan cargos públicos. Estas seudoelecciones se caracterizarían históricamente en el caso cubano por una participación forzada de votantes en extremo alta y el virtual respaldo unánime a los nominados, lo que ha servido para justificar por el régimen cualquier reclamo de legitimación popular. 

En lo organizativo, el sistema político cubano de partido único comenzó a operar bajo las normas teóricas de centralismo democrático: solo rendía cuentas a sí mismo, su disciplina se volvió estrictamente incuestionable y las minorías se subordinaban a la mayoría, por lo que las políticas determinadas por los funcionarios de nivel superior serían vinculantes para los niveles inferiores. Esto produjo una ausencia de total competencia basada en méritos en todo el sistema administrativo del gobierno cubano y una cultura política de no cuestionar a superiores bajo un sistema de férreo ordeno y mando. 

Este tipo de subordinación a un “centralismo” controlado por el partido único eliminó toda posibilidad de competencia basada en méritos para acceder a puestos de liderazgo dentro del Estado cubano. A diferencia de los sistemas democráticos, o los sistemas semidemocráticos —como el cubano pos-1959—, donde las elecciones proporcionan el foro para el cambio de líderes y los medios de legitimación popular, y las constituciones estipulan que esas elecciones sean periódicas y limiten la permanencia de los funcionarios, el proceso de sucesión del modelo cubano de partido leninista único comenzó a desarrollarse por completo dentro de los límites definidos por el PCC. Se eliminó el modelo competitivo de ascenso a la burocracia estatal por uno no competitivo, basado en la lealtad partidaria como único requisito.

En este modelo cubano pos-1959, el acceso a puestos de dirección en los organismos del Estado, los tribunales, las universidades, las empresas estatales —únicas permitidas— y las ONG —denominadas de masas y asimiladas por el Partido— no fueron a recaer ni en los más trabajadores ni en los más capaces: serían reservadas exclusivamente para los más leales a las políticas del partido único. De esta manera, solo se lograría ascender en cualquier jerarquía —ya fuera política, social, o científica— no por talento, méritos propios o trabajo abnegado, sino porque los candidatos han estado dispuestos a ajustarse a las reglas del Partido y el Gobierno. 

Estas reglas, aunque han variado en diferentes momentos de la mal llamada Revolución cubana, han sido consistentes; por lo general, excluyeron en un inicio a la antigua élite gobernante y a sus hijos, a los abiertamente opuestos al sistema político y, en algunos momentos, a creyentes religiosos, mientras, en teoría, beneficiaban a la clase trabajadora. Pero en realidad han favorecido a las personas que han profesado fe en voz alta al Partido y a sus reuniones, a los Comités de Defensa de la Revolución o que participan en demostraciones públicas de apoyo al régimen e incluso de repudio a sus detractores; es decir, aquellas que están dispuestas a todo en nombre del régimen y su partido único.

Cuba, entonces, ha estado regida por más de 60 años por una oligarquía partidista —cada vez más militar y menos civil— que, a diferencia de las oligarquías ordinarias a lo largo de la historia anterior del país, ha permitido la movilidad ascendente basado en un único principio: solo las personas verdaderamente fieles al sistema de partido único pueden avanzar socialmente. Y estas han sido en su gran mayoría oportunistas, con poco criterio o fanáticas, que han aceptado, sin criticar, cualquier orden, con un resentimiento hacia todo lo que contradice la visión monolítica del Estado totalitario que representan. 

Por eso no sorprende que individuos con una marcada falta de talento y sin vocación de liderazgo —como Díaz-Canel, el primer ministro Marrero y sus ministros, o los familiares de Raúl Castro que los controlan— hayan alcanzado la cúpula administrativa nominal o real del Estado totalitario cubano, con resultados negativos tan predecibles. Estos personajes cumplen a cabalidad con lo que Arendt observó sobre la atracción al totalitarismo de personas que se sienten resentidas o fracasadas, quienes reemplazan “invariablemente a todos los talentos de primer nivel, independientemente de sus simpatías, con esos chiflados y tontos cuya falta de inteligencia y creatividad sigue siendo la mejor garantía de su lealtad”.[6]

Esta oligarquía cubana ha conducido a Cuba al mayor estado de depauperación social y económica desde la fundación del país como República, que ha sumido a su población en un nivel de hartazgo pronunciado —e insondable— hacia el régimen que la gobierna.

La conclusión que se impone es simple e ineludible: las élites totalitarias que controlan el Estado cubano —con el poder simbólico y real— son un reflejo del modelo antidemocrático, anticompetitivo y antimeritocrático de partido único que ha imperado en Cuba por más de 60 años. Estas cúpulas son tan incapaces, están tan desconectadas de la realidad, y manejan la gestión de lo público de una manera tan fallida, criminal y obtusa, que se convierten en catalizadores clave para un cambio revolucionario en la Isla. La falta de visión y las actitudes de este liderazgo mezquino probablemente empujarán a un cambio hacia un sistema democrático en Cuba. No dejan otro camino. Cuba se merece mejores gobernantes; el futuro de la nación lo reclama.


© Imagen de portada: Khashayar Kouchpeydeh.




Notas:
[1] Hannah Arendt: The Origins of Totalitarism, Schocken Books, New York, 1951, pp. 391-392.
[2] Thiemann y Mare, en un reciente estudio sobre la economía cubana, consideran a GAESA y sus subsidiarias como un Estado corporativo independiente, controlado por la familia Castro, y distinto y separado del Estado cubano, que busca maximizar sus márgenes de ganancias al convertir a la ciudadanía en clientes de pago; además de basar su obtención de beneficios maximizados en el férreo monopolio que ejercen sobre todos los sectores comerciales y la regulación desfavorable de posibles competidores [L. Thiemann y C. Mare: “Multiple Economies and Everyday Resistance in Cuba: A Bottom-up Transition”, en B. Hoffmann (ed.): Social Policies and Institutional Reform in Post-COVID Cuba, 1ra ed., Verlag Barbara Budrich, 2021, pp. 183-206]. 
[3] El economista cubano Pedro Monreal, con datos obtenidos de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI) de Cuba, publicó en su cuenta de Twitter datos sobre la inversión semestral en la Isla, que ratifica el mayor peso que concede el régimen cubano a los servicios empresariales, actividad inmobiliaria y de alquiler —con turismo incluido—, en detrimento de sectores como la salud pública, la educación o agricultura. Por ejemplo, datos de inversión acumulada en Cuba de enero a junio de 2021 indicaron que la inversión en “servicios empresariales, actividades inmobiliarias y de alquiler (con turismo incluido)” fue 56,8 veces mayor que la inversión en salud y 14,5 superior a la inversión agropecuaria.
[4] Jennifer Gandhi hizo un excelente estudio de las diversas opciones que han tomado los regímenes no democráticos cuando han visto su poder amenazado. Estas siempre han incluido concesiones que implican la búsqueda de compromisos y cooperación con los retadores, como mecanismo de supervivencia para este tipo de regímenes (“Authoritarian Institutions and the Survival of Autocrats”, en Comparative Political Studies, vol. 40, no. 11, 2007, pp. 1279-1301. 
[5] Uno de los mejores y concisos análisis que he leído sobre la creación del Estado leninista y su carácter antidemocrático e inequitativo, fundado bajo principios muy elementales y autoritarios de liderazgo se encuentra en D. N. Nelson: “Leninists and Political Inequalities: The Nonrevolutionary Politics of Communist States”, en Comparative Politics, 14(3), 1982, pp. 307–328.
[6] Arendt: ob. cit., p. 339.




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Oscar Grandío Moráguez

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