Hace unos años, cuando empecé a trabajar como profesor de Historia en una universidad en el norte del estado de la Florida, ocurrió mi primer enfrentamiento frontal con cierta maquinaria académica que desde países occidentales ha apoyado, de manera irrestricta y feroz, a un régimen que por muchas décadas ha controlado el poder en Cuba. Mi anécdota comenzó cuando la directora del departamento de Historia al que me incorporaba me preguntó si —pese a que había sido contratado para enseñar Historia de África y mi formación era de africanista— podía diseñar e impartir un curso de Historia contemporánea de Cuba dado el enfoque de mi trabajo académico y mi origen. Me encantó la idea, por lo que mi respuesta fue positiva. En semanas diseñé el programa de la asignatura, con una mirada muy crítica.
Inicié el curso y al concluir el semestre fui renovado. Hasta ese momento no había tenido injerencia ni crítica alguna por parte de mis colegas de departamento —ni de ningún otro— sobre esta clase en particular, hasta que una mañana recibí un correo electrónico de una colega de un departamento contiguo dedicado a las ciencias políticas, donde pedía una cita conmigo al día siguiente. La reunión se enfocó en los cuestionamientos enérgicos y militantes por su parte sobre el contenido de mi curso, que consideraba problemático por ser muy crítico con el “proceso revolucionario” cubano, “ejemplo para el mundo”.
Ella —una politóloga que no trabajaba el tema Cuba— en su argumento acusador alegaba que conocía la obra académica de muchos autores cubanos que vivían en la Isla y que refutaban mi visión del país como un régimen no democrático. Aunque algunos de estos autores estaban incluidos en mi curso, sus trabajos, según su criterio, eran tratados de manera poco objetiva en mi clase —ella se había tomado el trabajo de pedir notas de clase a algunos de mis alumnos—. Me repetía una y otra vez que el carácter democrático del gobierno en Cuba era incuestionable desde lo académico, lo que había sido comprobado personalmente en sus dos visitas al país para asistir a sendos congresos de ciencias sociales en las que presenció un pueblo “vibrante, feliz e imbuido en su proceso revolucionario”. Cuba, me decía, era un ejemplo para Latinoamérica de “dignidad y democracia popular” —como historiador, aún guardo las notas del encuentro.
Refuté amablemente los argumentos de la airada profesora y, ante su negativa a establecer una discusión racional, la despedí con cordialidad y no volví a verla. Continué impartiendo mi curso con total libertad, pero el encuentro me dejó un amargo sabor de boca, que supongo ha sido también experimentado por académicos(as) con enfoques críticos como el mío hacia los procesos histórico-políticos relacionados con la Cuba castrista. Este grupo, en sus universidades o centros de investigación —tanto en Norteamérica como a lo largo de América Latina— y en foros académicos regionales y globales, se ha encontrado por lo general en desventaja numérica, mientras ha sido criticado, aislado y menospreciado por parte de una intelectualidad no cubana afín al sistema totalitario castrista que, junto a sus aportadores de fábulas desde el oficialismo intelectual dentro y fuera de la Isla, ha controlado la narrativa intelectual sobre Cuba y su proceso sociopolítico.
Este fenómeno refleja claramente una realidad que ha expuesto la relación extensa y compleja entre movimientos totalitarios e intelectuales desde inicios del siglo XX hasta la actualidad. Han sido incontables los intelectuales que han estado dispuestos a enfocar su trabajo académico —aun sacrificando sus vidas y obras— por la causa de algún paraíso terrenal inalcanzable que ha sido prometido por todos los regímenes totalitarios a lo largo de la historia. Han sido también demasiados quienes incluso han llegado a ocupar papeles de liderazgo en la formación, propagación y organización de estos movimientos, que siempre persiguen un fin determinado mediante la violencia y el terror.
Utopías violentas como el fascismo y el comunismo se han beneficiado históricamente del apoyo de intelectuales como participantes directos en estos procesos a niveles locales. Intelectuales que se convertirían luego en parte de sus élites estatales gobernantes, contribuyendo así de manera decisiva a la expansión de este tipo de movimientos alrededor de todo el mundo, que, una vez consolidados, han contado con el apoyo de académicos foráneos; quienes, en su mayoría, desde distancias seguras, apoyarían y contribuirían al sostenimiento y legitimación de estos regímenes.
Estos intelectuales son definidos por Paul Hollander como moralizadores profesionales y críticos sociales altamente educados que —como mi excolega defensora del régimen cubano— han concentrado sus carreras en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales con el apoyo de instituciones académicas o de investigación financiadas por los regímenes democráticos que desprecian.[1]
Estas personas, idealistas por naturaleza y con preocupaciones epistemológicas marcadas por ideas y cuestiones culturales, sociales y políticas han estado crónicamente insatisfechas con sus propias sociedades capitalistas o con el mundo liberal democrático en su conjunto; reflejándose esta insatisfacción en problemas de identidad que solo pueden ser resueltos por la adopción alternada del elitismo y el igualitarismo que encontrarían sentido en las dictaduras totalitarias que idealizan.[2] Aquí Hollander ha sido brutal en el tratamiento a estos: bajo totalitarismos que aspiran a construir utopías igualitarias, lo intelectual, según estos sujetos, estaría bien integrado, ya no aislado de las masas, tomado en serio y asegurado en sus funciones socioculturales por parte de un filósofo “rey dictador” que ellas y ellos veneran.
Por esto, los intelectuales amantes del totalitarismo a la distancia han necesitado las narrativas de sus contrapartes locales: aquellas que viven y respiran directamente el sistema totalitario, pero que se han plegado a este, para validar y fundamentar estas utopías violentas en construcción.
En el caso cubano en particular, la utopía comunista en que se basó el control totalitario de la nación cubana por parte de este tipo de rey dictador cubano, líder despótico, mesiánico y voluntarista que fue Fidel Castro, se nutrió de un apoyo intelectual local casi mayoritario en los inicios del proceso. Aunque es cierto que se debilitaría con el devenir de los años por la desafiliación gradual al proceso de muchas voces intelectuales eminentes como las de Felipe Pazos, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Franqui o Heberto Padilla, entre otros más, que reflejaban una fuerte y genuina adhesión en los inicios del régimen de una parte considerable de la población hacia un proceso revolucionario que barría con el gobierno impopular anterior.
Intelectuales como Raúl Roa, Nicolás Guillén, Carlos Rafael Rodríguez, Roberto Fernández Retamar —u otros más cercanos en el tiempo, como Abel Prieto—, por solo mencionar algunos nombres, se convertirían en la tropa de choque intelectual del nuevo grupo en el poder, que los incorporaría como suyos bajo una nueva categoría, definiéndolos como intelectuales funcionarios. En esta categoría —en correspondencia con la condición del intelectual orgánico al poder definida por Gramsci—, se encargarían de organizar y dirigir la construcción de una visión de mundo que armonizase y normalizase las ideas e intereses del máximo líder cubano, su élite subordinada y su concepción de Estado totalitario con el conjunto del cuerpo social cubano que se les supeditaba mediante el uso de la fuerza bruta y el terror de Estado.[3]
El rol de esta nueva clase de intelectual “revolucionaria” y funcionaria imponía que debía dejar de ser crítica e inquisidora del poder —una condición esencial de la intelectualidad— para pasar solo a ser un eje crucial en el proceso de prolongación y mantenimiento de la aceptación popular hacia la clase dirigente y el Estado totalitario que esta había edificado. Debía diseñar y reproducir todo el tiempo una narrativa que, desde lo teórico, en sus diversos campos del saber, legitimara al sistema de poder no solo hacia lo interno, sino también hacia lo internacional. Como funcionarios, debían también convertirse en el brazo ejecutor de las políticas represivas hacia todo lo intelectualmente crítico, como piezas clave en el mantenimiento del orden bajo la nueva legalidad totalitaria.[4]
En otras palabras, los intelectuales funcionarios cubanos en su papel de comisarios se transformaron en represores en toda ley, donde todo lo que quedaba fuera de las líneas generales de la política intelectual castrista debía ser denunciado, rebatido y eliminado. Estas líneas eran extremas y habían sido trazadas por Fidel Castro en su encuentro con intelectuales y artistas en junio de 1961, donde diría de manera clara que todos los intelectuales y artistas revolucionarios debían poner a la Revolución por encima incluso de su espíritu creador, de manera que los más revolucionarios serían aquellos que estuvieran dispuestos a sacrificar hasta su propia vocación por ella, ya que “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.
En este alegato de Castro, de corte eminentemente fascista —en una reproducción burda de lo definido en su momento por Mussolini como su concepción de Estado— ningún individuo, incluidos los intelectuales, tenía ya derecho a crear o actuar con independencia del Estado que representaba y regía por su voluntad —apoyado por un partido político de corte único y matizado además por patrones ideológicos inamovibles y eternos—. El escenario intelectual de este nuevo orden debía ser vigilado y limitado continuamente, donde el control absoluto, las directrices de lo permisible, la censura y la subordinación a unos determinados patrones ideológicos marcarían la creación artística y académica de la Isla por más de seis décadas.
¿Y dónde quedaban aquellos intelectuales que no eran funcionarios, pero que operarían bajo las reglas establecidas por el régimen totalitario? ¿Qué papel jugarían dentro del entramado establecido por el poder en el ejercicio de sus labores de creación artística o académica? ¿Cómo se complementaban estos con aquellos foráneos que validaban sus obras y, a su vez, les servían de referencia?
El rol y el papel de los intelectuales en la periferia de las élites en la Cuba castrista se asemejaría a aquel que había existido en los países bajo controles totalitarios similares. La vida intelectual bajo estos regímenes ha sido definida magistralmente por el profesor rumano Andrei Plesu, para quien puede ser posible, de manera paradójica, porque es potencialmente imposible. En otras palabras, la posibilidad muy reducida de tener una vida intelectual normal le permite tener su propia fuerza y una capacidad de beneficiarse de todas las grietas del sistema mientras se mantenga en los límites establecidos por este. Lo intelectual no desaparece acá, pero se adapta, se moldea y contorsiona a las necesidades del régimen. La vida intelectual en lo abierto y lo público se convierte en un multiplicador de la voluntad del Estado totalitario y sus detentores, bajo los principios rectores de las ideologías oficiales establecidas por los diversos regímenes, ya sean fascistas o marxista-leninistas.[5]
Estas contorsiones en el caso de la intelectualidad orgánica y oficial cubana, la permitida, la única reconocida —y donde las no permitidas no existirían nunca ni se considerarían como intelectuales propiamente, ubicándolas en trabajos no intelectuales o expulsándolas del país—, articularían, a través de los años de control totalitario, narrativas influidas por un oportunismo de supervivencia que validaban y daban sentido a un régimen brutalmente antidemocrático, donde el sentido de pertenencia a la nación se teorizaba —y aún se hace, de una manera escalofriante— como de por sí “revolucionaria”, indivisible de lo oficial de carácter socialista, donde el sistema es irrevocable. Una pertenencia que, por aprobación popular cuasi unánime, decían, sería teorizado como un sistema excepcionalmente democrático, único. Algo casi imposible de defender, pero que se hizo posible y se materializó con una considerable producción intelectual rastrera y oportunista, donde unos se citaban a los otros, sirviendo además de fuentes a aquellos fuera de la Isla que los reverenciaban. Lo potencialmente imposible de Plesu se hacía posible.
No obstante, esta intelectualidad útil —subordinada y vigilada por aquella que ejercía como comisarios ilustrados siempre vigilantes—, con prohibiciones extremas a su quehacer intelectual básico, llegó incluso a ver limitado su uso de formas y medios con los que se podían realizar las alabanzas defensivas y legitimadoras al régimen durante períodos como el llamado Quinquenio Gris.
La individualidad de las expresiones intelectuales y sus formas no populares debían desaparecer para dar paso a “expresiones colectivas” que instrumentalizaban el control político de lo intelectual; que no era otra cosa que su desaparición. Lo popular, lo antintelectual debía prevalecer —según el máximo líder cubano que despreciaba todo lo intelectual que pudiese opacar su narrativa constante— sobre “unas minorías privilegiadas escribiendo cuestiones de las cuales no se derivaba ninguna utilidad, expresiones de decadencia». Se necesitaba entonces convertir hacia lo intelectual «a todo un pueblo».
La producción intelectual “revolucionaria” llegaría a caer a niveles tan básicos y patéticos durante la segunda mitad de los años 70 que se comprendió desde el poder la necesidad de una vuelta de timón hacia una flexibilización de las reglas y límites de la creación intelectual desde lo oficial, concluyéndose el Quinquenio Gris para dar paso a un período donde se ampliaría el uso de formas e intelectuales que, de una manera más eficiente, defendieran y validaran lo excepcionalmente positivo de un régimen distante de serlo. Esta defensa se hizo más compleja y variada, con ciertas libertades hacia el ejercicio de una crítica “revolucionaria” que no cuestionase lo en teoría irrevocable y valioso del socialismo cubano y su liderazgo.
Las “expresiones colectivas” en sustitución de la individualidad intelectual se olvidarían, para pasar a un proceso donde las formas y los contenidos se occidentalizarían de cierta manera. Estas fueron gradualmente abandonando —pero sin desecharlo— el carácter de manual soviético panfletario que había prevalecido durante los años 60 y 70. La producción literaria y académica se complejizó, volviéndose más creíble y cercana —aunque no crítica hacia el sistema político y social— a las contrapartes en Occidente que habían mirado con ojos complacientes a una Cuba totalitaria.
Este proceso de apoyo internacional, donde intelectuales de peso considerable de todas las esferas habían mostrado, desde 1959, una fascinación casi rayana a un fanatismo acrítico hacia Fidel Castro y la anomalía de su sistema dictatorial de ideología comunista en las Américas, ahora se reforzaba por el establecimiento de una continua colaboración, no precisamente física, pero sí gradualmente creciente, entre este tipo de intelectuales y sus contrapartes cubanas autorizadas.
Para los años 90, con la implosión del socialismo europeo y de la Unión Soviética, el oficialismo cubano tuvo que comenzar a relacionarse con un mundo occidental que antes despreciaba, por lo que la intelectualidad oficialmente validada comenzó acercamientos físicos de regular periodicidad con sus colegas occidentales; tanto con aquellos eternos admiradores del régimen, como con aquellos acríticos o tímidamente críticos que empezaron a visitar la Isla con más regularidad, o eran recibidos en sus universidades o institutos occidentales. Estos acercamientos e intercambios produjeron la emergencia lógica de ciertas aperturas a debates —periódicas pero muy limitadas en alcances— que condujeron a peticiones de mayores libertades académicas, las que fueron aplastadas por el régimen.[6]
El fracaso de estas peticiones aperturistas de ciertos sectores intelectuales condujeron a un mayor cierre del espacio crítico, con el consiguiente reforzamiento de conductas sumisas de supervivencia intelectual reflejadas en el reforzamiento de la unanimidad en la producción académica, de validación total al oficialismo y su conducción del país.[7] Esta unanimidad se reflejaría, asimismo, en los resultados de las investigaciones que sobre Cuba se hacían en el extranjero mediante fuentes académicas y datos oficiales cubanos. No existirían otras voces que cuestionaran las narrativas impuestas y diseminadas desde el oficialismo académico ni los medios para accesarlas en Cuba. Lo emanado desde lo oficial era, y es, lo real para este sector de la academia.
Esto se explica en el hecho de que académicos del campo de las humanidades y las ciencias sociales occidentales, en el cumplimiento de su ritual obligado en sistemas de intercambio académico de realizar sus investigaciones con la cooperación, las citas y la validación de datos por los colegas locales en los países donde realizan sus trabajos de campo, comenzaron a depender —durante una período de mayor apertura institucional cubana a recibir investigadores extranjeros e intercambiar visitas— de las únicas instituciones y colegas locales autorizadas por el régimen cubano a ejercer como tales. Estas universidades cubanas y los que trabajan en ellas, sometidas a un absoluto control totalitario eran, y son, las únicas que aportarían narrativas, fuentes, datos y disponibilidad para debatir. Artículos, tesis de grado, libros, conferencias, etc., repetían esta dinámica impuesta por el totalitarismo cubano de resaltar lo valioso, excepcionalmente único de la Cuba castrista como faro de independencia, autodeterminación ante políticas imperiales, justicia social y democracia popular de nuevo tipo.
Comenzaría entonces un proceso de retroalimentación mutua entre estas intelectualidades de dentro y fuera de Cuba, donde los de adentro empezarían a copar todos los espacios académicos disponibles en el tema Cuba —los nacionales han estado totalmente controlados desde 1960— en publicaciones y encuentros académicos en el exterior que, con la salida del poder de Fidel Castro por enfermedad y la asunción de su hermano Raúl Castro, se haría más consistente, amplio y periódico.
Con el raulismo —y el vacío de la narrativa siempre presente de Fidel, sumado a la mediocridad de intelecto y expresión del nuevo liderazgo—, serían estos intelectuales orgánicos al poder quienes llenarían el espacio necesario para continuar produciendo una fabulación lógica y creíble para públicos internos y externos. Esta clase intelectual reconocida como tal, siempre dentro de los límites impuestos, comenzaría a teorizar con un lenguaje más sofisticado sobre una nueva etapa de modificación del sistema político cubano, donde el socialismo de carácter irrevocable, con su dirigencia de siempre, podía automodificarse —nunca transformarse— hacia algo más cercano a lo “democrático”, donde el debate superficial sería tolerado. Una narrativa que dibujaba a una supuesta Cuba en transición hacia un socialismo más democrático de lo que ya era, afectada por un embargo estadounidense que lastraba el progreso del país y era el culpable de todos sus males económicos. Esta ficción —junto a sus proponentes— sería reverenciada y reproducida en foros, instituciones y medios internacionales hasta la saciedad. Se aplicaba y se cumplía el principio de que una mentira repetida se convierte en verdad.
Esta dinámica puede explicar la actitud pro régimen de mi excolega en la Florida, cuyas únicas referencias y fuentes sobre la temática cubana han provenido desde la academia oficial cubana. Sus lecturas, fuentes, datos e intercambios han llegado casi en su totalidad desde académicos e instituciones cubanas designadas, aprobadas y controladas desde el oficialismo totalitario, donde lo que se investiga y publica está supeditado al poder totalitario. Según su lógica, sus colegas cubanos defensores de lo oficialista, que viven y trabajan en Cuba —con algunos ya encontrando incluso espacios de inserción en universidades no cubanas—, son las únicas referencias válidas para documentar los procesos sociopolíticos en Cuba. Sus visitas a la Isla también se rigen por esta dinámica, como fue el caso de los dos congresos a los que mi excompañera de trabajo asistió, controlados y regidos por anfitriones oficiales cubanos.
Este proceso de control absoluto sobre narrativas producidas desde lo oficial cubano para imponerse sobre cualquier crítica sustancial al régimen comenzaría a profundizarse en los encuentros académicos organizados fuera de Cuba. Armando Chaguaceda, en un texto fundamental, expuso los mecanismos utilizados por el castrismo para abarrotar de personeros oficialistas —algunos con pedigrí académico, otros sin cualificaciones y unos terceros respondiendo a intereses vinculados con la policía política— los foros académicos en el extranjero: la saturación de intelectuales oficialistas en foros como LASA y CLACSO, donde la sobrerrepresentación cubana supera incluso la de países enormes como México, Brasil o Colombia; el actuar como delegación o bloque por parte de estas numerosas delegaciones cubanas, con un discurso único, desde el oficialismo, donde el principio fidelista de lo colectivo sobre lo individual se ha erigido como la regla; la reproducción de mecanismos totalitarios en estos foros no cubanos, con actos de repudio a voces críticas, boicots a presentaciones indeseables para el régimen cubano, etc.; y el uso de la superioridad numérica —y de la intelectualidad pro totalitaria extranjera— para imponer el control directivo de estos foros académicos occidentales.[8]
Ahora, pese a todo este control totalitario de lo intelectual y de las narrativas que se producen desde él, existen desarrollos claros que exponen aún más esta problemática y la comienzan a modificar. Hasta hace unos pocos años el control de los medios de producción y difusión de ideas intelectuales estaba por completo controlado por la dictadura —un término que inexplicablemente es rechazado por ciertos sectores intelectuales que incluso han sido críticos con el régimen cubano—. Con la llegada y expansión del Internet a la Isla, aquellos intelectuales silenciados, anulados, que no tenían posibilidad alguna de dar a conocer sus trabajos dentro y fuera del país, empezaron a hacerse escuchar de manera gradual, lo que implicaría un rompimiento del monopolio absoluto del Estado totalitario en la creación de narrativas intelectuales desde dentro de Cuba.
Con la dinamización del proceso de oportunidades políticas en Cuba a partir de 2019 y su apoteosis en los sucesos del 11 de julio de 2021 (11J), las narrativas oficialistas sufrirían un duro golpe de credibilidad. Estas —pese a la insistencia en la transformación magnánima y democrática de un régimen en realidad más cerrado, brutal y represivo— se rebatían por la realidad misma del país. Las insatisfacciones y deseos de cambio de una ciudadanía silenciada y la “orden de combate” de Díaz-Canel de aplastar a los manifestantes del 11J en modo terror genocida, y la posterior represión brutal durante y después del 11J, deslegitimaron las fabulaciones que se habían impuesto desde el intelectualismo oficialista, a lo que se le sumaría la amplificación desde medios y foros alternativos al Estado cubano de las voces intelectuales que desde dentro de la Isla —sumadas a las voces críticas tradicionales de una cierta intelectualidad exiliada— ya lograban hacer resonar narrativas realmente contestatarias y de promoción de un cambio hacia la democracia.
Dentro de estas voces que dinamizaban discursos alternativos al poder de la minúscula casta castrista se comenzaría a producir otra fase interesante y significativa: muchos intelectuales reconocidos y vinculados institucionalmente por el régimen —que hasta entonces habían adoptado posiciones cercanas a lo oficialista o con esperanzas de reforma dentro de los límites establecidos—, ahora, en un escenario pos-11J, comenzarían a desafiar abiertamente las narrativas que habían sustentado y propagado en el pasado. Estas posiciones de rompimiento —éticas y valientes— han marcado un hito importante, aunque no extendido y aún minoritario, que, de seguir ampliándose, pudiera constituirse en una variable fundamental en la transformación de los contenidos sobre Cuba hacia lo interno y externo.
Ante esto, el régimen y sus intelectuales aún acólitos pueden sentir amenazado su monopolio narrativo, hasta ese momento casi absoluto. Lo increíble es que se ha continuado con la estrategia de repetir las mismas falacias de toda la vida, de culpar al 11J de la interferencia externa, de caracterizar a los cientos de miles de manifestantes del 11J como delincuentes violentos, de plantear que la mayoría de sus peticiones fueron económicas —y por ende resultado del embargo estadounidense— y de que el socialismo continuaba un proceso de transformación hacia un amorfo más democrático. Estos argumentos se repiten ahora hasta la saciedad en foros académicos, publicaciones, programas de televisión, canales de Internet, tanto en la Isla como en el extranjero. Encima, se ha generado además una agresividad aún más visible hacia los argumentos y las voces críticas, y un aumento de la presencia y actividad de los encargados de transmitir estos mensajes con contenido camuflado como académico.[9]
Las preguntas que se imponen en este escenario pos-11J para Cuba se relacionan con qué hacer ante estas dinámicas: ¿cómo hacer avanzar una agenda efectiva que exponga y denuncie estas contranarrativas oficialistas, que han sido tan eficientes y han perdurado por tanto tiempo?; ¿cómo hacer entrar en razón a esta clase intelectual, cubana y extranjera, que tiene una concepción de mundo muy crítica hacia el capitalismo, el liberalismo o la democracia, de que el régimen cubano no es ejemplo de nada?; ¿pueden ser estos convencidos de que, pese a sus afiliaciones ideológicas, las utopías igualitarias violentas que violan derechos humanos fundamentales no son compatibles con ningún tipo de construcción social?
Las respuestas pueden parecer imposibles o titánicas. Pueden ir por el aumento de la confrontación directa y dura, de denuncia hacia esta claque intelectual cubana y extranjera amante del totalitarismo. Esto implica que se puedan recibir acusaciones de caer en los mismos patrones de los comportamientos denunciados. Agentes del imperio, macartistas, intolerantes, traidores, son adjetivos utilizados con demasía por aquellos en el polo totalitario —muchos con agendas claramente repulsivas y oscuras, y otros con cierta honestidad ciega de amor hacia lo totalitario—, quienes han impedido hasta ahora debatir a las voces disidentes y diferentes de lo tolerado por la oficialidad.
Otras preguntas pueden ir más apegadas al diálogo, al debate con esos que lo han impedido. ¿Es posible? ¿Con quiénes debatir: con los coroneles “académicos” o con los que realmente lo son, aunque no coincidamos? Sería posible y preferible, siempre que se dé en el plano público cubano, abierto y en igualdad de condiciones, donde los que hoy sufren el totalitarismo dentro de Cuba puedan ver a aquellos intelectuales que disienten exponer sus argumentos en foros académicos cubanos en la Isla, en medios independientes del Estado en total libertad y en los propios medios controlados por el Estado. Si estas condiciones no se cumplen, entonces no hay debate ni discusión real. Discusiones en foros cerrados e inaccesibles para los cubanos en la Isla, con una singularidad casi absoluta de voces oficialistas, no son debates, son farsas con objetivos propagandísticos y de legitimación del régimen.
Entonces, mientras no haya igualdad de condiciones para debatir, la estrategia más coherente, que parece ser más consecuente, real, es la del enfrentamiento frontal con esas posiciones fabuladas de apoyo a la dictadura, mientras se ofrece apoyo irrestricto a las voces intelectuales realmente críticas dentro de Cuba —aquellas que lo han sido siempre y las nuevas que se han sumado—. Estas voces tienen prioridad y deben ser amplificadas.
Solo así, en un mediano y largo plazos, los cubanos y los no cubanos, académicos o no, podremos aceptar narrativas diferentes a las que por más de sesenta años se nos han impuesto; aunque se nos acuse de traidores o macartistas.[10] Igual en unos años podría reencontrarme con mi excolega y tomarme un café sin que me reproche mi posición política sobre mi país de nacimiento. Sería una buena señal en el camino del fin del envilecimiento en las relaciones intelectuales en y sobre la Cuba futura. Ojalá ocurra.
© En portada: Esteban Lazo, Abel Prieto, Raúl Castro, Miguel Barnet y Roberto Fernández Retamar.
Notas:
[1] Hollander, en sus dos libros más conocidos, ofrece quizás la caracterización más clara y objetiva que he leído sobre la clase intelectual insatisfecha con las sociedades en que han vivido y desarrollado sus carreras, explicando sus posiciones ante totalitarismos (Political Pilgrims Travels of Western Intellectuals to the Soviet Union, China, and Cuba, 1928–1978, Oxford University Press, Oxford, 1981; y From Benito Mussolini to Hugo Chávez: Intellectuals and a Century of Political Hero Worship, Cambridge University Press, Cambridge, 2017).
[2] Otro libro crucial sobre los problemas de identidad de muchos intelectuales occidentales ante el capitalismo y las soluciones que procuran, es Mind vs Money: The War between Intellectuals and Capitalism, de Alan S. Kahan (Transaction Publishers, New Brunswick, 2010).
[3] Sobre Gramsci y el intelectual orgánico, cfr. Antonio Gramsci: Gramsci y la filosofía de la praxis (Ediciones Península, Barcelona, 1970).
[4] Uno de los panfletos más ilustrativos de la mentalidad de esta clase de intelectual funcionario es un texto publicado por Fernández Retamar en 1966, donde define las directrices de comportamiento de este nuevo sujeto intelectual en la Cuba totalitaria (“Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”, en Cuadernos Americanos, vol. CXLIX, año XXV, no. 6, noviembre-diciembre, 1966, pp. 36-54).
[5] Andrei Plesu: “Intellectual Life Under Dictatorship”, en Representations, no. 49, 1995, pp. 61-71.
[6] El caso más emblemático fue el CEA. Cfr. Maurizio Giuliano: El caso CEA. Intelectuales e inquisidores en Cuba. ¿Perestroika en la isla? (Ediciones Universal, Miami, 1998).
[7] Un libro, de una calidad pésima, que usé en mi clase sobre Cuba reflejó este período. La obra, escrita por Martínez Heredia en 2001 (El corrimiento hacia el rojo, Letras Cubanas, La Habana), reproduce todos los clichés académicos falaces de este tipo de intelectuales sumisos que alcanzaron un punto álgido en este período de retroceso intelectual. Los pasajes que traduje para mis estudiantes causaron mucha impresión en ellos por su nivel panfletario y totalitario.
[8] Armando Chaguaceda: “El Estado cubano y la Academia latinoamericanista: Una mirada al poder incisivo”, en RevistaIberoamericana, vol. LXXXVI, no. 270, enero-marzo, 2020, pp. 345-360.
[9] Esto se ha reflejado en un aumento de la presencia de este tipo de intelectuales en foros académicos, desde ferias del libro internacionales hasta conferencias o paneles académicos. Además de los mismos nombres de siempre —a los que se les invita a encuentros sin contrapartes críticas o se les cita en profusión en medios de prensa—, otros “intelectuales” de dudosa afiliación han sido lanzados al ruedo académico, como aquellos pertenecientes a la escuela ideológica del partido único en el poder, los que coparon casi el 100 por ciento de un reciente panel en LASA sobre el 11J o la presencia de un “antiguo” oficial de alta graduación del Ministerio del Interior cubano camuflado como académico en el mismo foro.
[10] Las acusaciones de traición a los que disienten se enmarca en el mas burdo marco totalitario, mientras que lo de macartismo no toma en cuenta que una condición necesaria para su ocurrencia que este se produzca desde el poder (prácticas que han ocurrido efectivamente desde el lado oficial).
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