Rusia, Cuba y el cuento del imperialismo bueno

Pocos días después de la invasión rusa a Ucrania, su embajada en La Habana le pedía a los cubanos que dejasen de telefonear a la sede diplomática para mostrar apoyo a su país y rechazo a la intervención imperial militar de Putin. Sus líneas telefónicas habían colapsado por la cantidad de llamadas recibidas. Como opción, la embajada habilitó una cuenta de correo electrónico y, en pocas horas, habían recibido miles de mensajes. 

La embajada fue cercada por efectivos policiales y paramilitares, volviendo imposible para los cubanos dar su apoyo a la causa ucraniana de manera presencial. La única persona que logró entrar a la sede —gracias a la ayuda de una diplomática ucraniana—, con un ramo de flores, fue apresada al salir. Aun así, el cerco policial debió ser reforzado y ampliado debido a la cantidad de gente que merodeaba en las cercanías. 

El rechazo ciudadano en Cuba a un diseño de política imperialista que viola la integridad territorial de un Estado soberano —en este caso de la Rusia gobernada por Putin— es evidente y no puede sorprender a nadie: esta ha sido oficialmente la guía de la política exterior castrista desde 1959, fundamentada en el continuo repudio al derecho que se arrogan Estados poderosos —percibidos como imperios— a intervenir y violar la soberanía de aquellos más pequeños. Los cubanos que han tratado de ir a la embajada, llamado por teléfono, enviado emails o posteado en sus redes sociales su apoyo a la soberanía ucraniana, no han hecho otra cosa que estar en consonancia con lo que han escuchado de su gobierno totalitario durante más de seis décadas.

Nada más proimperialista que esta posición cubana.

El apoyo de muchos cubanos a la causa ucraniana contrasta con el del régimen cubano, el cual ha declarado una y otra vez su alineación con la política imperial rusa de intervenir militarmente en una nación vecina más débil, en franca violación de la carta de las Naciones Unidas. La Habana ha justificado este reiterado apoyo a la invasión con un argumento simple: la invasión a Ucrania es consecuencia de las acciones de Occidente y no culpa del invasor. 

El argumento del oficialismo cubano machaca en una lógica que plantea que Occidente, en relación a su política hacia Ucrania de incluirla en su eje político, defensivo y económico —por petición soberana ucraniana y no por imposición externa— ha ignorado una realidad clara e inmutable: Ucrania se encuentra dentro de la esfera de influencia rusa. Por ende, Rusia ha visto amenazada su seguridad, pese a que en ningún momento el gobierno en Kiev ha declarado intención de atacarla ni de poner en peligro su sistema político y de gobierno. 

Esta defensa a Rusia del régimen castrista contradice sus propios enunciados básicos y rectores de política exterior, al legitimar una invasión bajo consideraciones basadas en el respeto de las esferas de influencias de una potencia poderosa; esferas que no han sido otra cosa que reclamos de Estados con pretensiones imperiales de controlar de manera exclusiva o predominante un área o territorio extranjero. Nada más proimperialista que esta posición cubana, que vuelve a Ucrania un país sin derecho a dictar su presente y futuro de manera independiente, sin más opción que someterse a los designios imperiales de su poderosa vecina Rusia. 

El nivel de cinismo de esta postura castrista llegó a niveles tales, que llegaría a plantear que la violación de la soberanía del Estado checoslovaco era “una ficción y una mentira”.

Este reconocimiento cubano a una política imperial clásica, contrapuesta a sus propios principios antimperialistas, muestra la burda hipocresía de un régimen que, por años, ha predicado que el país y su “revolución” se han regido por el llamado a la no intervención extranjera en los asuntos cubanos; en particular de Estados Unidos, hegemónica para Cuba, la cual, aun estando en la esfera de influencia estadounidense, tenía el derecho soberano de escoger un camino de desarrollo contrario a los intereses de Washington. La contradicción acá es evidente: lo que aplica para otros no aplica para el régimen cubano y sus aliados. Hay entonces imperialismos buenos y malos. El ruso se clasifica en el primero.

El apoyo de la Cuba castrista a una intervención militar imperial de una potencia aliada no es nuevo en la historia de su política exterior. En 1968, el gobierno de Fidel Castro, de su propia voz, apoyó de manera incondicional la invasión militar de la Unión Soviética (URSS) a Checoslovaquia, con el pretexto de que el gobierno de Praga, en su decisión de actuar de manera soberana y sin respetar los designios de la URSS como país hegemónico, marchaba hacia “una situación contrarrevolucionaria” que era necesario impedir. 

La lógica de Fidel Castro se constituía en una aberración a los principios que predicaba a nivel nacional e internacional: defendía el derecho de su gobierno a la autodeterminación e independencia ante una potencia vecina que veía amenazada su esfera de influencia, pero aplaudía la invasión violatoria de la autodeterminación e independencia de otro Estado por una potencia que tenía las mismas consideraciones imperiales. El nivel de cinismo de esta postura castrista llegó a niveles tales, que llegaría a plantear que la violación de la soberanía del Estado checoslovaco era “una ficción y una mentira”.

Este respaldo ciudadano va más allá del mero apoyo a un país agredido: es respaldar también el camino democrático escogido por el pueblo ucraniano.

Más de cinco décadas después, el régimen cubano, aun sin la presencia física del fundador de su dinastía tiránica, repite casi literalmente los mismos argumentos; ahora con la salvedad de que el sistema internacional actual, y la inserción de la Cuba castrista en este, es muy diferente. No existe ya un eje bajo la égida de la todo poderosa URSS alrededor del que gravitaban Estados satélites totalitarios leninistas que dependían y se sometían a esta, y a los cuales protegía, donde la soberanía, incluso para Cuba, era una quimera. 

El entonces sistema internacional bipolar permitió a la Cuba de 1968 omitir las críticas provenientes del eje enemigo; no necesitaban al mundo occidental capitalista ni a su izquierda, como tampoco le hacía falta darle racionalidad a la contradicción intrínseca de su apoyo a un imperialismo mientras enfrentaba a otro. Sin embargo, la situación interna de la Cuba actual es diferente, marcada ahora por una profunda crisis económica, social y política; sin mecenazgos exteriores; con un liderazgo incapaz y para nada carismático; y con una ciudadanía empeñada en retomar el ejercicio de sus oportunidades políticas. 

Por tanto, las consecuencias de esta contradicción implícita en el apoyo de las élites castristas a la intervención militar rusa son también muy distintas. En primer lugar, se reflejan en el apoyo —aunque reprimido— de una buena parte de la ciudadanía cubana a la causa ucraniana. Un apoyo ciudadano que, si bien va de la mano con lo que ha sido programático del régimen, se opone a lo que ahora proviene desde lo oficial. Algo impensable en 1968. Pero este respaldo ciudadano va más allá del mero apoyo a un país agredido: es respaldar también el camino democrático escogido por el pueblo ucraniano en contra del autoritarismo que pretende imponer Moscú. Aquí radica la verdadera intención del régimen: silenciar el sentir ciudadano hacia el tema.

La amenaza del nacionalismo que Cuba esgrime como justificación entraña una consecuencia peligrosa.

En segundo lugar, La Habana, repitiendo la narrativa de Putin, ha mostrado al nacionalismo ucraniano, por la supuesta amenaza que representa para Rusia, como una de las causas primarias que, desde el oficialismo cubano, propicia y legaliza una “intervención defensiva” rusa. Paradójicamente, el realce del nacionalismo cubano ha sido el eje principal de la construcción de la narrativa desde 1959 de una Cuba supuestamente soberana, con un sistema socialista irrevocable, iniciado en el siglo XIX y con la “revolución socialista” como el fin de la construcción de una identidad nacional cubana distinta y diferenciada. 

Un nacionalismo que ha sido condición sine qua non para el enfrentamiento con Estados Unidos como potencia imperialista enemiga. Y esto es precisamente lo que ha hecho Ucrania y su liderazgo electo de modo democrático en la defensa de su soberanía frente a una Rusia con pretensiones imperiales. La amenaza del nacionalismo que Cuba esgrime como justificación entraña una consecuencia peligrosa: el reconocimiento implícito cubano de la legalidad de cualquier ocupación militar estadounidense en países bajo su esfera de influencia, la Isla incluida. 

Por otra parte, el apoyo a una Rusia agresora, en contradicción con las bases programáticas del régimen, profundiza aún más la pérdida de credibilidad y legitimidad de la élite en el poder subordinada a Raúl Castro. Este proceso de deslegitimación, que ya ha comenzado, se ha hecho más evidente con la situación ruso-ucraniana. Ha sido incomprensible para muchos en la Isla —y fuera de ella— el hecho de que la dirigencia cubana no solo haya apoyado una causa percibida como ilegítima, sino que haya dejado en manos de la Federación Rusa el manejo de la narrativa sobre el tema, hablando a nombre del gobierno de Cuba. 

Esta alineación cubana con Rusia ha sido un tema impopular no solo en la Isla, sino a nivel global, y puede implicar para Cuba más costos que beneficios.

Así, han sido los rusos quienes adelantaron el apoyo cubano y quienes, en nombre de Cuba, anunciaron el reconocimiento de La Habana a las repúblicas secesionistas del este de Ucrania; incluso, previo al inicio de la invasión, declararon que podían estacionar tropas rusas en la Isla por necesidad de la Federación y no nuestra. La pasividad cubana, marcada por sus silencios oficiales y el dejar hacer a una diligencia rusa fanfarrona y muy locuaz, ha puesto de manifiesto a una Cuba subordinada a un poder extranjero imperial, que ni siquiera en la práctica es un socio vital en lo comercial, financiero, tecnológico, aunque sí aparentemente en lo estratégico y lo militar. 

Esta alineación cubana con Rusia ha sido un tema impopular no solo en la Isla, sino a nivel global, y puede implicar para Cuba más costos que beneficios, incluso podría poner en peligro la viabilidad a mediano y largo plazos del propio régimen cubano. Aquí tomaría un rol central el tema de las sanciones a Rusia. El hecho de poner este tema en el centro de las políticas de Occidente para castigar la intervención militar rusa a Ucrania no ha sido buena noticia para los sátrapas cubanos. El consenso hacia el endurecimiento de sanciones, embargos, congelamiento de cuentas y otras acciones financieras, económicas y comerciales hacia Rusia, sus gobernantes y oligarcas, bien podría revertirse hacia Cuba y su clase en el poder. 

A esta clase minúscula cubana, incapaz y falta de empatía —que durante años ha luchado por la solidaridad internacional contra el embargo estadounidense, al cual muestra como el culpable del fracaso económico del sistema comunista cubano y del empobrecimiento de su ciudadanía— no le conviene que el tema de sanciones sea central; más cuando Cuba es uno de los pocos países que ha mostrado apoyo irrestricto a un Estado que se ha convertido en un paria dentro del sistema internacional. La situación creada por los vínculos con este paria no solo invalida las campañas antiembargo del régimen cubano a nivel internacional, sino que puede significar un recrudecimiento de este, con consecuencias aún más devastadoras para la élite que controla el poder en la Isla. 

Cuba, Nicaragua y Venezuela “sentirán el apretón” por sus alianzas con Rusia y sus apoyos a la invasión a Ucrania.

De hecho, la administración estadounidense del presidente Biden ha declarado abiertamente que su Gobierno no solo no flexibilizará el bloque de sanciones económicas relacionadas con el embargo hacia Cuba, sino que pudieran recrudecerse las restricciones económico-comerciales; un aumento del nivel de la tensión política bilateral podría conducir a la reanudación del nivel de las tensiones existentes antes del acercamiento promovido por Obama. 

¿En la práctica, qué pudiese significar esto para las relaciones bilaterales Cuba-Estados Unidos?: la suspensión de programas de cooperación; el endurecimiento de las restricciones para el comercio bilateral —hoy fundamental en varias ramas—; la suspensión o disminución de vuelos; un aumento de las limitaciones para el envío de remesas; el establecimiento de mecanismos más efectivos para detectar lavado de activos cubanos en el sistema financiero internacional; la ampliación de sanciones individuales a funcionarios cubanos; y el aumento de sanciones a empresas internacionales con inversiones o negocios en Cuba, entre otras medidas. 

Juan González, asesor especial para América Latina del presidente Biden, públicamente declaró que Cuba, Nicaragua y Venezuela “sentirán el apretón” por sus alianzas con Rusia y sus apoyos a la invasión a Ucrania, con medidas “tan robustas que tendrán impacto sobre aquellos Gobiernos que tienen afiliaciones económicas con Rusia”. En una economía en fase terminal como la cubana, un mayor endurecimiento de las sanciones sería catastrófico.

Una disminución de mecanismos de cooperación, inversiones, apoyos políticos, bien puede producirse en este nuevo contexto.

Otro elemento desfavorable pudiera producirse en los planos multilaterales y regionales. Las relaciones del gobierno cubano con la Unión Europea (UE) seguramente tenderán a deteriorarse como consecuencia de la repulsión de los países europeos ante el accionar de otros, como Cuba, que han abrazado a Rusia y sus políticas imperiales en el viejo continente. Naciones como Alemania, los Países Bajos, Francia, o la misma España, favorables a la adopción de una postura blanda y complaciente con la dictadura cubana, podrían modificar su visión hacia las relaciones con Cuba —como ya se ha hecho en las últimas dos semanas con Rusia—, donde la moderación puede transformarse en acciones punitivas. 

Seguramente, en el seno de la UE podrá modificarse la posición flexible que sustituyó a la Posición Común de 1996, que condicionaba todo acuerdo con La Habana a que el régimen se democratizara y respetara los derechos humanos. Ahora, para muchos gobiernos europeos debe resultar claro que, de la misma manera en que no funcionó la complacencia y moderación de la UE con Rusia, el fin de la Posición Común ha permitido a los gobernantes cubanos perpetuarse en el poder sin llevar a cabo ninguna reforma democrática, mientras violan con impunidad los derechos humanos de sus ciudadanos. Una disminución de mecanismos de cooperación, inversiones, apoyos políticos, bien puede producirse en este nuevo contexto e, incluso, se pudieran reanudar los llamados a la democratización y al respeto de los derechos humanos en la Isla desde la propia diplomacia de la UE, su Parlamento o sus Estados miembros. 

En la región latinoamericana, casi todos los países han condenado la agresión rusa de una u otra manera; desde posiciones tibias y ambiguas como la argentina, brasileña o boliviana; pasando por intermedias, como la del México de López Obrador, a las firmes y contundentes del resto, donde solo la anomalías antidemocráticas de Cuba, Venezuela y Nicaragua han apoyado abiertamente la agresión rusa —con el híbrido autoritario del régimen de Bukele en El Salvador, absteniéndose dos veces en votaciones de condena a Rusia en Naciones Unidas—. Esto pone a Cuba y sus aliados autoritarios regionales en una posición precaria de mayor aislamiento, que pudiera traducirse en medidas impulsadas desde Washington y secundadas por muchos en la región que compliquen las relaciones bilateral y multilateral en el área de estos regímenes. 

El régimen cubano ha sido poco estratégico al mantener una lealtad a toda prueba con un Estado como el ruso.

Una de las consecuencias del apoyo de Fidel Castro a la invasión soviética en Checoslovaquia fue el rompimiento de una parte de la izquierda democrática mundial con su régimen. Intelectuales y políticos de izquierda que hasta ese momento habían mostrado apoyo y solidaridad con la Cuba castrista —percibida por ellos como revolucionaria y antimperialista— se sintieron decepcionados y traicionados por el apoyo total de Castro a una invasión imperial ilegal y sangrienta. 

Así, la reiteración del apoyo de la Cuba castrista a un suceso histórico similar podría producir otra repulsa en algunos sectores de la izquierda mundial que aún mantienen su respaldo a los tiranos cubanos. No obstante a que la ruptura actual desde la izquierda pudiera no ser mayoritaria, el régimen ahora sí los necesita a todos porque estos sectores —sobre todo aquellos vinculados con el diseño de políticas— son vitales para el mantenimiento de la solidaridad internacional de un régimen que no lo merece. Cualquier fisura en esas redes de apoyo al castrismo provenientes de la izquierda mundial importará bastante frente a una posible ruptura de estos sectores con un régimen en las antípodas de los principios de las verdaderas izquierdas de carácter democrático. 

Lo cierto es que el régimen cubano ha sido poco estratégico al mantener una lealtad a toda prueba con un Estado como el ruso, incapaz de mantener con Cuba un mecenazgo como el de la extinta URSS, invertir, comerciar, transferir tecnología e incluso poseer la capacidad real de defenderla estratégicamente, pese a sus declaraciones que pisotean la falsa soberanía del Estado totalitario castrista. Esta torpeza de las élites sometidas a Raúl Castro de apostar por un régimen afín en lo político, pero sin posibilidad de garantizar la supervivencia de su poder totalitario, las ha puesto en una situación compleja en todos los ámbitos, pudiendo incluso convertirse en un catalizador para el cambio hacia la democracia en Cuba.

Cuba no escapará de este proceso.

Las repercusiones de las últimas dos semanas para una Cuba controlada por una tiranía durante más de seis décadas no pueden ser más negativas. La invasión rusa a Ucrania, independientemente de su resolución en el ámbito bélico —según Kori Schake en un artículo publicado en The Atlantic—, no ha producido los resultados de retroceso democrático a nivel global esperados por Putin y sus aliados antidemocráticos; por el contrario, ha revitalizado de una manera inesperada el orden liberal de Occidente, donde la democracia aún ocupa un lugar central. 

Cuba no escapará de este proceso. Los efectos de las acciones repulsivas de Rusia en la arena internacional y de aquellos aliados que la aplauden no tardarán en llegar en forma de democracia. Lo sabe el pueblo cubano que hoy se solidariza con la causa ucraniana y lo saben también los represores que prohíben hacerla pública. Así lo demuestra el cambio a un voto de abstención en la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas que condenó la agresión rusa. Una señal pequeña, pero que revela que los brutos, violentos e inmorales que hoy gobiernan Cuba no podrán, a la larga, imponerse sobre aquellos que sueñan con una isla bajo una democracia, aunque sea imperfecta como la ucraniana que quiere obliterar Putin. Como ha dicho Anne Applebaum, lo imposible, de pronto, puede ser posible. 


© En la imagen de portada: los presidentes de Rusia y Cuba, Vladimir Putin y Miguel Díaz-Canel.




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Václav Havel, la búsqueda de la verdad y el fin del totalitarismo en Cuba

Oscar Grandío Moráguez

Las élites totalitarias cubanas también deberían leer a Havel; aunque dudo que lo hagan.