Oficialmente, el pilar de la política interior y exterior del castrismo ha sido la defensa a ultranza de la soberanía nacional; el punto de referencia de sus actividades políticas, jurídicas y sociales, sujeto del proceso de monopolización y centralización del poder y todos sus órganos. Como defensor y fuente de lo soberano, que ya dura sesenta y tres años, aparece, en teoría, el pueblo —entendido como la población residente en el país—. Este, a su vez —mediante el uso de la fuerza represiva y el terror—, ha transferido la soberanía que le pertenece a un Gobierno totalitario, autodefinido como revolucionario, que dice representarlo. Y este Gobierno, como titular concreto de los principios de la soberanía, la ha definido y ejercido sin restricciones, en beneficio de Fidel y Raúl Castro, y sus familias. Esto se ha constituido per se en la contradicción misma de la definición moderna de soberanía.
La definición moderna de soberanía ha descansado en un elemento fundamental: la democracia. Ha sido el pueblo determinado de un país sobre el que se ha definido la soberanía, mediante elecciones populares, de una manera democrática, una Constitución y sus leyes que regirán al Estado y a los órganos estatales que lo representarán en la manifestación de su voluntad soberana. Votación democrática que implica elegir sin coerción y no cuando un grupúsculo se arroga la representación popular por vía de la represión militar y policial. Estos órganos del Estado y sus agentes se deben someter a sus electores y no viceversa. Así ha funcionado lo soberano en el orden contemporáneo ideal y democrático e implica que, donde no hay pueblo soberano, no hay país soberano (cfr. Alyvas, 2005:91-124; Seyde, 2020:197-234).
En regímenes no democráticos como el cubano, donde no existen los mecanismos para que el pueblo pueda expresar su voluntad de elegir con libertad a aquellos encargados de representarlos, la soberanía se convierte en un concepto vacío, de ficción, vapuleado, que solo representa la voluntad de personas o grupos que de una manera egoísta y cínica se arrogan la representación de lo colectivo en un contexto nacional. La defensa de lo soberano implica entonces, en estos contextos sin democracia, la defensa de intereses de una casta minúscula que, en nombre del pueblo pero en franco detrimento suyo, toma decisiones con un poder absoluto y sin contrapesos.
El modelo de soberanía totalitaria adoptado en la Cuba castrista se asemeja más al tipo de soberanía de los Estados absolutistas de la Edad Media que dieron origen al concepto de lo soberano. En estos, los soberanos o gobernantes, por voluntad divina o natural, hacían recaer sobre ellos la soberanía; poseían el poder absoluto y perpetuo, así como cualquier decisión estatal. No había aquí interpretaciones engañosas ni la ficción del pueblo como fuente de lo soberano (cfr. Sturges, 2011; W. Bain, 2016).
Después de la toma del poder de Fidel Castro en 1959, se construye por primera vez en la historia del país como nación independiente un modelo de soberanía donde se copia lo soberano del medioevo: un soberano llegado al poder de manera violenta, con características absolutistas —camuflado como líder democrático, revolucionario y portador de la voluntad popular— y se convierte en el detentor de todo el poder estatal, sin contrapesos. Pero, a diferencia de las monarquías absolutas, se construiría una narrativa de soberanía emanada del pueblo, nacionalista, que en realidad solo reflejaba la voluntad del líder y su grupo.
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Una falacia que invalida el concepto de soberanía enarbolado por el castrismo; sazonada por un discurso de país subdesarrollado, amenazado por una potencia enemiga que quería a toda costa impedir un proceso autóctono, mientras impulsaba un supuesto desarrollo económico y garantizaría cuotas de justicia social mediante la redistribución de bienes y servicios, dentro de un marco supuestamente democrático con características muy sui géneris.[1] Mentira mayúscula que solo garantizaba la permanencia en el poder de un líder muy totalitario y su Estado leninista de partido único, donde la defensa de lo “soberano” en contra del antiguo Estado hegemónico (Estados Unidos) se convertiría tristemente en un símbolo a imitar en los contextos regionales y del mundo en desarrollo.
A su vez, se permitía desde los inicios de este proceso de soberanía absolutista camuflada una influencia enorme de un poder extranjero extracontinental, la Unión Soviética (URSS), controlada por un centro de poder ruso que, en contra del discurso nacionalista oficial, interfirió en grado superlativo en la conformación del proceso político totalitario cubano al aportar el modelo leninista controlado por un partido comunista y sus fundamentos ideológicos, y permitir —entre otras afrentas a la soberanía— la entrada de tropas extranjeras en la Isla y la instalación de cohetes nucleares en octubre de 1962, en franca contradicción con los principios de nacionalismo revolucionario. Esto se realizaría bajo una consideración de seguridad nacional del régimen —que implicaba en realidad la seguridad de la nueva élite— que, con tal de sobrevivir, puso en peligro no solo la existencia de Cuba como nación, sino de toda la humanidad, al estar cerca de la aniquilación total.[2]
Esta injerencia soviética —que limitaba la soberanía definida por el castrismo y financiaba dadivosamente una economía ineficiente y derrochadora al extremo e incapaz de autofinanciarse—, pasaría por momentos de altas y bajas hasta finales de los años 80; pero se mantendría en lo esencial como hegemónica, con un aliado dependiente en el hemisferio occidental, a pocas millas de su enemigo principal, cuyo papel en la estrategia de su política exterior sería primordial. Para Moscú, este aliado, encarnado en la práctica en la figura de Fidel y su prosoviético hermano como líderes absolutos, demostraba a Estados Unidos que la URSS pasaba a ser una potencia global capaz de retar el poderío estadounidense en su patio trasero.[3]
La Cuba de Fidel Castro se convertiría en un eje fundamental en el sistema soviético de política exterior durante la Guerra Fría; la Isla actuaría como un agente —a veces díscolo— de los intereses soviéticos en la región y en el Tercer Mundo. Un poderoso sistema de relaciones internacionales, de inteligencia y militar sería construido y mantenido por Moscú en un país pequeño, sin necesidad, salvo por la megalomanía e interés de mantener el poder a toda costa por parte de Fidel Castro y su élite subordinada. Recursos y capitales humanos cuantiosos serían desperdiciados en un sistema diplomático-militar sin utilidad práctica para un país con necesidades más imperiosas que hubiesen beneficiado a una población sin voz ni voto en las decisiones que se tomaban en su nombre.
Las relaciones hegemónicas de la URSS sobre Cuba terminarían abruptamente con la implosión de la primera en diciembre de 1991. La nueva Rusia, heredera de una desintegrada URSS, se tuvo que acomodar a un mundo controlado por Estados Unidos, en el cual no era ya un superpoder y donde consideraciones económicas, y no políticas, dominarían el debate de política exterior de las nuevas élites liberales que pasaron a controlar el Kremlin. En consecuencia, Cuba dejaría de ser una prioridad para Moscú. Yeltsin, el primer presidente de una Rusia no soviética, mantendría un nivel muy bajo de relaciones con el otrora aliado estrella.
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En este nuevo contexto, el poder de Fidel Castro estaría en una situación de vulnerabilidad al no tener Cuba una potencia hegemónica que actuara como garante de la falsa soberanía. En esta situación, de peligro real de pérdida del poder —con el país en una crisis que se denominaría, de una manera cínica, Período Especial— Castro, en un ejercicio de simple supervivencia, reforma, bajo principios de pragmatismo y realismo defensivo, los pilares de la defensa a rajatabla de esta soberanía de medioevo camuflada.
En el nuevo modelo se buscaría diversificar las relaciones exteriores de Cuba, drásticamente sacudidas por la desaparición de la URSS y su sistema satelital, ahora enfocadas en reintegrarse en América Latina, y en el Tercer Mundo en general, mientras se buscaba un acercamiento con países occidentales. La pérdida de los mercados, el financiamiento y el apoyo político del mundo soviético debía ser compensada con una diversificación hacia el antes despreciado mundo capitalista democrático.
La victoria de Hugo Chávez en Venezuela en 1999, lograda en parte gracias al apoyo castrista, vendría a confirmar el éxito de esta estrategia. La Venezuela chavista se convertiría en el nuevo mecenas del régimen de Castro, pero en un rol de subordinación y no de hegemonía. La Cuba castrista, aún en una crisis profunda, se encontraría en una posición donde, por primera vez desde 1959, se ejercía un control con apenas influencias hegemónicas externas sobre la falsa soberanía derivada del pueblo.
La estrategia daría resultado. La falsa soberanía del castrismo sobreviviría a expensas de los sacrificios de una nación brutalizada, empobrecida al extremo, amordazada y adormecida por un sistema político nefasto que no solo había incumplido con brindar desarrollo económico y prosperidad a la población, sino que tampoco garantizó cuota alguna de justicia social, y donde ya ni siquiera sería un objetivo pendiente.
En este contexto, y debido a problemas de salud, ocurre el traspaso de poder de Fidel Castro a su hermano Raúl; quien no modifica el alcance del secuestro de la soberanía cubana, aunque sí su diseño. Bajo el raulismo, con Fidel aún vivo, se comienza a variar de manera gradual el significado de lo soberano, rediseñado como el coto exclusivo ya no de una persona con un ideario grandioso, que se representaba como el de toda una nación, sino que ahora se reducía al de una familia con intereses menos épicos y más mundanos.
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Con la muerte de Fidel, Raúl Castro y su entorno familiar cercano consolidarían su poder soberano de manera absoluta, pero con características muy diferentes al de su hermano. Raúl mostraría un desinterés por el discurso y la pompa egocéntrica de su antecesor, delegando funciones de control y toma de decisiones a familiares, y estableciendo un cronograma de entrega del poder formal y administrativo a lugartenientes leales, ineptos, y con poca capacidad para competir y cuestionar a quienes, junto a él, establecían la agenda de lo que implicaba la soberanía nacional.
A partir de la entrega de Raúl a un presidente títere, que se convertiría también en el secretario general del Partido Comunista —y la designación de un primer ministro— un hecho para muchos inédito, pero que en realidad repetía patrones utilizados por Fidel —quien por años no ocupó la presidencia formal del país—, no se producirían cambios en los alcances del secuestro de la soberanía por este grupo pequeño de poder, pero sí se modificaría su significado.
Con el raulismo, se comenzó a priorizar agendas de soberanía de casta camuflada con un carácter más limitado y pragmático, donde el enfrentamiento con quien se había considerado como la principal amenaza soberana se reduciría en lo práctico. Se buscó un proceso de distensión con Estados Unidos, que concluyó con la apertura de relaciones formales y la intensificación del comercio —a pesar del embargo—. Al mismo tiempo, se consolidaría la relación de casi integración con una Venezuela en una crisis económica, social y política colosal, donde fue Cuba quien penetró las estructuras de poder venezolanas y no viceversa. A la vez, se dio más apertura a la inversión de capitales extranjeros, que comenzarían operar en sectores clave de la economía, antes vedados.
Asimismo, se añadirían dos puntos importantes y cruciales para el nuevo diseño soberano raulista.
Primero, se retomaría ahora, con la Rusia de Putin, la estrecha relación que se había tenido con la URSS, la cual, de manera más limitada por su imposibilidad real de asumir el mismo papel que antes, se convertiría de nuevo en el socio estratégico vital para el régimen cubano, pero sin los ilimitados mecenazgos anteriores. No obstante, se condonaría la gigantesca deuda cubana heredada por Rusia de la URSS; a la vez que se estrecharían los lazos militares, con reanudación de programas de adiestramiento, suministro de armas y repuestos, visitas bilaterales de oficiales de alto rango y, sobre todo, se reanudaría la colaboración estratégica entre los ejércitos de ambos Estados. En lo comercial, se aumentarían el comercio bilateral —casi paralizado en la época Yeltsin— y las inversiones rusas en sectores estratégicos cubanos; mientras, en lo político-diplomático, se reiniciaría la alianza multilateral enfocada en disminuir el control hegemónico estadounidense en las agendas globales (cfr. M. J. Bain, 2015:159-168).
Segundo —y no menos importante—, con el raulismo se fomentarían de manera muy dinámica las relaciones con la República Popular China. Las relaciones con la China comunista, a un nivel bajo y distante hasta la caída del eje soviético, si bien se impulsarían dramáticamente durante los últimos años de Fidel en el poder —con visitas oficiales bilaterales a nivel presidencial—, alcanzarían una excelencia mucho mayor durante el mandato de Raúl y su sucesor nominal en la presidencia, Miguel Díaz-Canel. Cuba y China se convirtieron durante este período en aliados estratégicos vitales, lo que se reflejaría en visitas del más alto nivel de funcionarios de ambos países; firma de acuerdos bilaterales en todas las ramas; un aumento de las inversiones chinas y de los programas de cooperación (comerciales, económicos y estratégico/militares); y un nivel compenetración en lo diplomático casi perfecto (cfr. Xianglin, Hearn y Weiguang, 2015:140-152).
La explicación sería lógica: para los chinos, Cuba se posicionaba con un país geoestratégicamente vital, donde el control de recursos naturales, puertos y rutas marítimas le daría una influencia tremenda sobre Estados Unidos. Para Cuba, China se erigía como la principal fuente de financiamiento internacional disponible; además de ser fuente de acceso a tecnología de punta civil militar, y de apoyo político/estratégico.
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Sobre estos ejes internacionales de defensa de la soberanía de una casta reducida, se había conducido la élite liderada por Raúl Castro hasta la llegada de Donald Trump a la presidencia en enero de 2017. Hasta ese momento, el régimen castrista había gozado de cierta estabilidad, marcada por varios factores —no exclusivos—: el apoyo económico de una cada vez más depauperada Venezuela, pero aún con una economía en fase no terminal; una administración en Estados Unidos (Obama) enfrascada en una distensión sin condicionantes, que abría el camino a una modificación aún más radical del diseño de defensa soberana, con Estados Unidos no como fuente primaria de inestabilidad y amenaza; y una aparente tranquilidad social en toda la Isla, alimentada por las esperanzas de una recuperación económica y acompañada por un incremento paralelo de la efectividad y alcances de la represión gubernamental.
La llegada de Trump a la presidencia dio paso a un cierre del proceso de distensión hacia el castrismo, con un consabido aumento de la tensión bilateral, el recrudecimiento de las sanciones y el lenguaje de conflicto por parte de Washington. No solo se endureció el lenguaje y el accionar político económico contra La Habana, sino también hacia el principal aliado y mecenas regional de Cuba, el gobierno de Caracas; que para finales del período Trump daba muestras de una asfixia económica insondable y una incapacidad para mantener los anteriores niveles de subsidio a Cuba. La salida de Trump y la entrada de una nueva administración demócrata a la Casa Blanca no modificarían las políticas hacia Cuba —y Venezuela— impuestas por este. Estados Unidos mantenía su estatus de principal amenaza externa a la soberanía definida por los hermanos Castro.
El inicio de la pandemia de la Covid 19 —y sus efectos catastróficos para la economía cubana—, sumado a un mayor cierre del régimen cubano, que continuaba negándose a escuchar a aquellos que en teoría le daban contenido y legitimidad a su poder soberano, produciría un aumento del malestar de una ciudadanía, que ya abiertamente comenzaba de una manera más o menos estructurada a pedir por el ejercicio de sus oportunidades políticas, hasta ahora silenciadas. Un proceso que en su esencia transitó desde peticiones reformistas hacia otras más radicales que pedían el regreso de la soberanía a las manos de quienes debían ser sus detentores: el pueblo cubano.
La represión brutal del Movimiento San Isidro, el 27N, el 11J y la fallida convocatoria de marcha de Archipiélago mostraron que la defensa de la soberanía de unos pocos por parte del régimen era en la práctica una búsqueda del mantenimiento del poder a toda costa por una casta minúscula; ya percibida de manera más abierta como carente de legitimidad para abrogarse la soberanía de toda una nación. La falacia de la soberanía castrista hacía aguas.
Las consecuencias han sido inmediatas. En lo interno, el raulismo recurrió a la represión dura como única respuesta a las demandas populares de reintegración de la soberanía a sus legítimos representantes. No se contemplaría por los detentores ilegítimos de la soberanía cubana inaugurar una agenda de diálogo, ni siquiera simulado, para escuchar a aquellos de los que supuestamente proviene su poder. En lo externo, se procuró el reforzamiento de los lazos con dos regímenes poderosos afines: Rusia y China, donde la delegación de soberanía —entendida como la entrega de cuotas de poder soberano por parte de esta casta raulista a poderes extranjeros— se incluyó en la agenda como medida desesperada para sobrevivir el vendaval de amenazas internas y externas.
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Rusia, bajo la doctrina acuñada por el presidente Putin de reintegrar a Moscú como potencia decisoria en la política internacional, había dado señales desde la llegada de Raúl Castro al poder de querer reinaugurar una política hacia Cuba —y por extensión hacia una Venezuela controlada por Cuba, y una Nicaragua integrada a este eje bilateral— que yo denominaría como tutelar hegemónica, que plantea la cesión de cuotas de soberanía mediante el establecimiento de bases militares rusas en territorio nacional cubano (Aron, 2013).
Estas intenciones, para 2014, se había hecho públicas con las declaraciones del general Serguéi Shoigu, ministro de Defensa ruso, quien planteó que su país se encontraba en negociaciones con Cuba, Venezuela y Nicaragua para el establecimiento de bases militares con el fin de abastecer buques de guerra y aviones bombarderos rusos de largo alcance. El mismo año, Rusia había indicado públicamente que tenía intenciones de reactivar y enviar personal militar a la antigua base soviética de escucha de Lourdes, en San Antonio de los Baños (Ellis, 2015).
Estas intenciones rusas de ocupar su rol hegemónico sobre una Cuba castrista necesitada de protección habían llegado precedidas por dádivas rusas importantes, en especial en el plano militar, pero no exclusivamente. Con Raúl en el liderazgo máximo cubano, Rusia pagaría por el mantenimiento y la renovación del parque militar ruso del ejército cubano. Para 2011, comenzaría a construir líneas de fabricación de armamento en la Isla y a extender créditos blandos para la compra de armamento de alta tecnología. En lo comercial, la cooperación ruso-cubana tuvo alcances más modestos, pero no por ello menos significativos. Para 2013 el comercio bilateral alcanzó cifras muy superiores a años anteriores —casi 150 millones de dólares—, cayendo para 2020 a 133 millones, como consecuencia de la diminución de la capacidad de pagos y de exportaciones cubanas; unas cifras muy inferiores al promedio de los 1.8 billones de dólares del comercio bilateral con China.
Para 2019, la relación de cooperación estratégica con Rusia pasó a un plano superior con la firma, en octubre de ese año, de un memorándum de cooperación que resultó muy significativo para el futuro de las relaciones bilaterales y sentarían las bases para una futura intervención militar rusa dado el caso de ser necesaria; que coincidió con el aumento de la tensión bilateral cubano-estadounidense bajo la administración Trump (Bugayova et al., 2020). Este memorándum estipuló un mecanismo de consultas periódicas entre los liderazgos político-militares de ambos Estados para establecer las prioridades estratégicas ruso-cubanas. En la práctica, esto implicó un sistema de planeación conjunta con Rusia de las prioridades defensivas el país, basadas en las necesidades de seguridad nacional de los arquitectos de la soberanía castrista. O sea, en una situación de necesidad extrema que pudiera amenazar la “soberanía” cubana, este proceso de consultas —que implica ceder soberanía a un país extranjero en cuanto al poder de decisión del Estado cubano—, pudiera decretar un involucramiento ruso de tipo militar en territorio cubano.
Por ello no fue sorpresa cuando, en junio de 2021, en una reiteración oficial del apoyo de Rusia a sus aliados en América Latina, fundamentalmente a Cuba, Venezuela y Nicaragua, el general Shoigu, ante lo que calificó como “amenazas externas”, afirmó que las distintas formas de presión que experimentan estos países en la actualidad hace que necesiten la ayuda de Moscú “más que nunca”. Esta no era su primera declaración sobre el tema. Poco tiempo antes, el medio ruso Sputnik había citado un discurso suyo durante una conferencia sobre seguridad internacional realizada en Moscú, donde se refirió a que, dada las “amenazas” sufridas por estas naciones (Cuba, Venezuela y Nicaragua), no se podía descartar la posibilidad del uso abierto de la fuerza militar rusa en estos países.
Ya para 2022 las declaraciones de oficiales rusos se harían más preocupantes. El 13 de enero un viceministro ruso de Exteriores, Sergei Ryabkov, quien lideró la delegación rusa en las negociaciones en Ginebra para abordar las tensiones en la frontera con Ucrania, mencionaba públicamente que no podía confirmar ni excluir la posibilidad de que Rusia estableciera infraestructura militar en Cuba y Venezuela en caso de que las tensiones ruso-estadounidense aumentaran.
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Estas declaraciones ya no plantean que el estacionamiento de tropas y armamento estratégico rusos en Cuba —y en su aliado regional— se puede producir por pedido y ante amenazas hacia la seguridad cubana o venezolana, sino que puede darse exclusivamente por necesidades de seguridad rusas. Un planteamiento grave que no ha tenido respuesta cubana. El resultado es preocupante: una potencia extranjera infiere que puede intervenir militarmente en Cuba no por necesidad soberana de la Isla, sino por intereses e iniciativa propios. El pueblo cubano no puede tenerla peor: su soberanía usurpada por los Castro y sus acólitos, y por un poder extranjero que se otorga una acción violatoria inclusive de la falsa soberanía castrista.
Sin embargo, los rusos no son los únicos que se han abrogado el derecho a poseer cuotas de poder soberano en la Cuba raulista. Desgraciadamente, China, la otra nación poderosa que se constituyó en el garante de la supervivencia del poder castrista en un mundo postsoviético, fue ganando cuotas de poder en la Isla, no mediante un accionar duro basado en lo militar —como en el caso ruso—, sino por una estrategia donde el poder blando económico desempeña un rol crucial. El gobierno de Beijing ayudaría a sostener el régimen cubano mediante el involucramiento económico, convirtiéndose en el principal socio comercial y en la mayor fuente de asistencia técnica para Cuba. Asimismo, en lo político, el gobierno chino se ha convertido en un soporte esencial en el plano internacional, con un apoyo irrestricto a La Habana en los organismos multilaterales de Naciones Unidas.
Además, ha sido crucial en el sostenimiento de los sistemas represivos castristas al ayudar a crear mecanismos de control de acceso a Internet en Cuba. En este sentido —con su vasta experiencia en la creación un estado de vigilancia orwelliano muy sofisticado, de alta tecnología, y un complejo sistema de censura de Internet que monitorean y eliminan toda crítica pública—, ha colaborado en construir la red troncal de comunicaciones e Internet de Cuba con equipos y softwaresuministrados por Huawei Technologies y la empresa ZTE. Así, con ayuda china, Cuba logró establecer un mecanismo de vigilancia y control que, si bien no es tan sofisticado ni eficiente como el de Beijing, ha logrado controlar y restringir en cierta medida el acceso de los cubanos a Internet.
En cuanto a inversiones, China también se ha erigido como la principal fuente de inversión asiática en la Isla. Las inversiones chinas comenzarían a iluminar un escaso y derruido sistema industrial cubano, como la millonaria realizada para construir la primera planta ensambladora de computadoras de Cuba, inaugurada en 2017 por Haier. Las empresas chinas también invertido bastante en el sector farmacéutico, relativamente fuerte del país; hace poco se unieron en la producción del medicamento Interferón ALFA-2B. También capitales chinos financiaron la construcción de un puerto de contenedores en Santiago de Cuba, con un préstamo de 120 millones de dólares y desarrollado por China Communications Construction Company Ltd (CCCC). Además, también tiene una presencia fuerte en la Zona Económica Especial (ZEE) del Mariel.
Pero el elemento primordial y central de la injerencia China en Cuba ha sido sin duda la inclusión de la Isla en la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) en 2018, que se concretó durante la primera visita al exterior de Díaz-Canel como presidente. Esta iniciativa es la guía de la política exterior de la doctrina china y una de las más ambiciosas lanzadas por un país en la historia universal contemporánea (Clarke, 2018:84-102). Caracterizada por el gobierno chino como una estrategia que solo busca el beneficio mutuo de chinos y los países receptores de su ayuda, en realidad constituye una iniciativa muy intervencionista a nivel económico, motivada fundamentalmente por intereses estratégicos.[4]
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Así, una Cuba bajo el liderazgo de una élite rapaz, necesitada de inversiones y tecnología pero sin capacidad alguna de pago, se convierte en la presa ideal para un gobierno chino que valora la importancia estratégica de la Isla en lo geográfico, lo humano y lo material. La ubicación de Cuba, al sur de Estados Unidos, y sus puertos naturales envidiables, posicionarían ventajosamente a China para siempre, si llegara a operarlos y a adueñarse ellos, en la relación político-comercial con su principal competidor estratégico: los estadounidenses.
China ya ha mostrado interés en los puertos cubanos y su inclusión en la BRI presagia inversiones amplias en estos, ya iniciadas, que solo pueden ser amortizadas con la entrega a perpetuidad de las operaciones portuarias; que en esencia es entregar la soberanía de la infraestructura física vital de la nación. Lo mismo aplicaría para inversiones chinas en proyectos extractivos, de transporte o industriales, que por falta de capacidad de pago serían entregados en propiedad a los inversores. La Cuba actual totalitaria, y una posible Cuba futura democrática, estarían atadas contractualmente a una renuncia de bienes soberanos cruciales para la Isla y su población. Otra usurpación de la soberanía, esta de manos de los chinos, bajo un enfoque blando, pero que opera en el plano real y no en lo simbólico-fanfarrón como en el caso ruso.
Las conclusiones son devastadoras. La soberanía, que por derecho pertenece a los cubanos, ha sido violada durante más de seis décadas por un poder totalitario en lo nacional y por poderes totalitarios en lo internacional. Pocas naciones han tenido un destino tan trágico.
Referencias bibliográficas:
Alyvas, Andreas (2005): “Soberanía popular, democracia y el poder constituyente”, en Política y Gobierno, (12)1.
Alzugaray, Carlos (1994): “La seguridad de Cuba en el mundo de la post Guerra Fría: Viejos y nuevos desafíos y oportunidades”, en Estudios Internacionales, 27(107/108).
Aron, Leon (2013): “The Putin Doctrine. Russia’s Quest to Rebuild the Soviet State”, en Foreign Affairs, 13 de marzo.
Bain, M. J. (2015): “‘Back to the future?’ Cuban–Russian relations under Raúl Castro”, en Communist and Post-Communist Studies, 48(2/3).
Bain, William (ed.) (2016): Medieval Foundations of International Relations, Routledge, New York.
Bugayova, N. et al. (2020): Russian Security Cooperation Agreements Post-2014, Institute for the Study of War.
Clarke, Michael (2018): “The Belt and Road Initiative: Exploring Beijing’s Motivations and Challenges for its New Silk Road”, en Strategic Analysis, 42(2).
Ellis, R. E. (2015): The New Russian Engagement with Latin America: Strategic Position, Commerce, and Dreams of the Past, Strategic Studies Institute, US Army War College.
Pavlov, Y. I. (1994): Soviet-Cuban alliance 1959-1991, Transaction Publishers, New Brunswick.
Plokhy, Serhii. (2021): Nuclear Folly: A History of the Cuban Missile Crisis, W. W. Norton & Company, New York.
Seyde, F. (2020): “Soberanía y Estado moderno”, en Iuris Tantum, 34(31).
Sturges, Robert S. (2011): Law and Sovereignty in the Middle Ages and the Renaissance, Arizona Studies in the Middle Ages and the Renaissance, Brepols Publishers, Turnhout.
Thorne, Devin y Ben Spevck (2017): “Harbored Ambitions: How China´s Ports Investments are Strategically Reshaping the Indo-Pacific”, C4ADS.
Xianglin, M.; Hearn, A. y L. Weiguang (2015): “China and Cuba: 160 Years and Looking Ahead”, en Latin American Perspectives, 42(6).
Notas:
[1] Esta caracterización del régimen castrista como democrático, justo y defensor de la independencia del país sería sistematizada por la academia vinculada al régimen. Carlos Alzugaray, por solo mencionar un caso, definiría lo que, para él, era la base fundamental de la Cuba de Castro: “Los líderes revolucionarios cubanos han perseguido cuatro objetivos a lo largo de todos estos años: independencia nacional, desarrollo económico, justicia social y democracia política. Esos cuatro objetivos, íntimamente relacionados entre sí, están en el centro de las aspiraciones actuales de Cuba” (1994:589). Una falacia repetida por muchos académicos cubanos hasta la saciedad.
[2] Un libro reciente, con nuevo material de archivos soviéticos, dibuja un panorama muy peligroso durante la Crisis de los misiles en Cuba. La tesis fundamental es que el mundo estuvo muy cerca de la conflagración nuclear y Fidel Castro tuvo un rol crucial en la peligrosidad de la situación (Plokhy, 2021).
[3] Soviet-Cuban alliance 1959-1991, escrito por un alto funcionario de la cancillería soviética, aporta mucha luz sobre la importancia estratégica que la URSS otorgaba a Cuba (Pavlov, 1994).
[4] Para un análisis de las consecuencias para los países suscritos a la BRI, con pérdida de soberanía por la entrega de activos como puertos, infraestructura, etc., mientras se refuerza el rol estratégico y político del régimen chino, cfr Thorne y Spevck (2017).
Liderazgo totalitario fallido y el cambio hacia la democracia en Cuba
¿Cómo un país que se ha preciado de poseer cifras oficiales de educación formal elevadas ha podido generar líderes con actitudes públicas y privadas tan lamentables, que se reflejan en los resultados de su pobre accionar gubernamental?