Hacía el frío nocturno de cualquier primero de enero en Texas. Su amigo salió a despedirse y de paso a sacar a su perrito. Ya había arrancado el auto cuando miró a través del cristal y lo vio alejarse por el parquecito al lado de la casa, envuelto en una manta que le daba un aspecto sombrío y extraño, perdiéndose en una oscuridad de donde no salió más para sus amigos, no lo volvieron a ver.
Al poco tiempo supo de su derrumbe y muerte. En unas tres semanas, aquella persona con la que hablaba todas las semanas, que bailaba hasta extenuarse en una fiesta de fin de año, que leía y escribía disciplinadamente, había dejado de existir.
Tras la muerte de un ser querido, amigo entrañable, su voz y su recuerdo quedan como suspendidos, como gravitando, y su nombre ya no es posible pronunciarlo, ya no se puede, y si se escapa se hace una breve pausa, se toma un poco de aire, el aire que le faltó al otro, pues es poco menos que la confirmación de alguna culpa, y la distancia que se impone entre su oscuridad y la de los sobrevivientes.
Sin embargo, y tal lo ve Camus, matarse es confesar, dejarnos saber que la vida lo aniquiló, lo sobrepasó. Ese amigo del que habla Camus en El mito de Sísifo puede ser aquel que recibe los últimos mensajes del suicida sin interpretar que está pidiendo ayuda y es muy injusto hoy culparlo de haber destrozado, con su partida, la vida de los otros si no nos atrevemos a reconocer nuestra propia responsabilidad. Su amigo había enfermado de algo oscuro e incomprensible y no encontró escapatoria. Todavía meses después de su muerte seguía recibiendo llamadas para saber si algo nuevo había salido a la luz, pero ya no hay nada que responder, ya todo es invierno y silencio, y francamente de qué nos sirve.
Las estadísticas revelan que cada día se suicidan unas mil personas como promedio, mientras otras diez mil lo intentan. Así, el suicidio toca a todos tan de cerca —quién no ha tenido una experiencia similar con un familiar, un amigo, un vecino, un compañero de estudios o trabajo, un conocido— que he llegado a pensar si hay algún ser humano al margen de un fenómeno tan universal y a la vez tan difícil de asir y abordar. “Todo el mundo lo esconde”, dice Cioran.
“El carácter destructivo no vive del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del sentimiento de que el suicidio no merece la pena”, escribió Benjamin cuando todavía era posible pensar que podría encontrarse una explicación siquiera somera a este asunto, otro capítulo de lo terrible de vivir, que hizo que Albert Camus lo colocara en el centro de toda reflexión filosófica.
Una descripción de la infelicidad conlleva la posibilidad de su superación, dice Sebald. Hay quien insiste en indagar si hay un secreto supremo detrás del suicidio. Hay también quien insiste en hacer interpretaciones morales como si se tratara de un nuevo caso para los inspectores del fundamentalismo. Disponerse a morir en Occidente es arrastrar la pierna putrefacta de las interpretaciones morales.
Hay desde luego una mínima esperanza de reencuentro con los que han partido, o al menos eso leemos en aquella carta que Lezama le envía a María Zambrano cuando muere Araceli y él la imagina devastada, sin fuerzas. Lezama escribe eso en el peor momento de su biografía, ya anciano y con pocos lectores, escasos amigos, ningún reconocimiento. Lezama quiere que ella piense, de paso todos con ella, que hay un retorno ya sea gaseoso, y que eso nos consuela porque “nacemos antes de nacer y morimos antes de morir”, la muerte termina engendrando a todos de nuevo, aunque sea en un espacio indefinible como la memoria, pues los seres amados nunca están demasiado lejos.
No es posible saber si hay reencuentro. Pero sí se puede reflexionar aunque sea un poco sobre la propia y pobre condición humana. Se vive entre dos aguas obsesas, la de desear la muerte y la de buscar a toda costa alejarla. Emil Durkheim en El suicidio (1897) apunta a la falta de integración del individuo a la sociedad.
La mentira de nuestros padres
Kipling dedicó un epitafio a su hijo muerto en la I Guerra Mundial: “Si alguien pregunta por qué hemos muerto, díganle que porque nuestros padres mintieron.” He ahí el gran asunto de la narrativa cubana que es el gran tema de Los caídos, de Carlos Manuel Álvarez.
Y sin embargo es absurdo que la vida obligue a acumular años: nada está justificado sin la resistencia a la finitud. Por eso en realidad no se llega a entender actos suicidas que de otro modo nos pondrían en disyuntivas demasiado severas ante nuestra falta de argumentos y herramientas para entender el problema.
A raíz de la muerte del amigo, comenzó a recopilar textos que abordaran el tema. Un largo año de búsquedas y sorpresas. Lentamente, como un notario parsimonioso y marcado por un vacío. Los primeros resultados, el primer momento de una investigación que tomará tiempo, quizás años, quedan aquí expuestos en cortos fragmentos para no hacer todavía más extensa esta muestra.
***
“Primer patán
¿Hay que enterrar con entierro cristiano a la que voluntariamente busca su propia salvación?
Segundo patán
Te digo que lo es, y por lo tanto haz su tumba derecha. El alguacil ha indagado sobre ella, y encuentra que debe ser un entierro cristiano.
Primer patán
¿Cómo es posible eso? A menos que se haya ahogado en defensa propia.
Segundo patán
Bueno, así se ha visto.
Primer patán
Debe ser se offendendo; no puede ser de otra manera; porque ahí está el asunto: Si me ahogo voluntariamente, eso supone un acto, y un acto tiene tres ramas, que son actuar, hacer y ejecutar; érgolis, se ahogó voluntariamente.
Segundo patán
No, pero escúchame, señor zapador.
Primer patán
Permíteme: aquí está el agua; bien. Aquí está un hombre; bien. Si el hombre va hacia esa agua y se ahoga, es, quieras que no, que él va, ¿te das cuenta? Pero si el agua viene a él y lo ahoga, no se ahoga a sí mismo. Érgolis, el que no es culpable de su propia muerte no acorta su propia vida”.
William Shakespeare, Hamlet, quinto acto, escena I. (Traducción: Tomás Segovia).
“Es impío, dice la antigua superstición romana, desviar los ríos de su cauce o invadir los privilegios de la naturaleza. Es impío, dice la superstición francesa, inocular contra la viruela o usurpar los dominios de la providencia provocando de manera voluntaria dolencias y enfermedades. Es impío, dice la moderna superstición europea, poner fin a nuestra vida y rebelarse de este modo contra nuestro creador. ¿Y por qué no iba a ser impío, pregunto yo, construir casas, cultivar la tierra o navegar por los mares? En todas esas acciones empleamos los poderes de nuestra mente y de nuestro cuerpo para introducir alguna novedad en el curso de la naturaleza y en ninguna de ellas hacemos mas que eso. Son todas, por tanto, inocentes por igual o por igual criminales”.
David Hume, “Sobre el suicidio”.
“La palabra suicidio guarda un profundo sentido moral e ideológico. Se trata de un neologismo aparecido en la Inglaterra del siglo XVII, en el tratado Religio medici, de Thomas Browne, espíritu meditativo y sereno, cuyo texto, antes de que fuera impreso en 1642, circuló manuscrito durante al menos un lustro (…) Browne combina en Religio los términos self-killing y suicidium. En este vocablo, procedente del latín, intervienen sui (‘de sí mismo’) y caedere (‘matar’), toda vez que la terminación deriva de homicidium”.
Ramón Andrés, Semper Dolens. Historia del suicidio en Occidente.
“Queda como una posibilidad que el suicidio sólo tenga lugar en un estado de locura. Si por sí mismo no es una locura especial, no habrá una forma de la locura en la que no pueda aparecer. No será mas que un síndrome episódico y frecuente de ella. ¿Se podría deducir de esta frecuencia la conclusión de que no se produzca en estado de salud y de que sea un indicio cierto de enajenación mental?
“Esta conclusión sería precipitada. Si entre los actos de los alienados hay algunos que les son peculiares y que pueden servir para caracterizar la locura, hay otros, por el contrario, que son comunes con los de los hombres sanos, aunque revistan en los locos una forma especial. A priori no hay razón para clasificar el suicidio en la primera de estas dos categorías. Los alienistas afirman, que la mayor parte de los suicidas que ellos han conocido, presentaban todos los síntomas de la enajenación mental; pero este testimonio no es suficiente para resolver la cuestión, porque semejantes observaciones son con frecuencia demasiado elementales, y de una experiencia tan estrechamente especializada no puede inducirse ninguna ley general. De los suicidas que ellos han conocido y que, naturalmente, eran alienados, no puede sacarse una consecuencia aplicable a aquellos que no han observado y que tal vez son los más numerosos”.
Emile Durkheim, El suicidio.
“Como último recurso de fuga ante la vida, queda la muerte. El suicidio es la conclusión extrema de los derrotados en la lucha por adquirir poderío. Sin embargo, es sólo la de aquellos que no encuentran ya un regreso a la comunidad de que se salieron ni camino ninguno hacia una comunidad nueva”.
Otto Rühle, El alma del niño proletario.
“Se comprende entonces lo que hay de extraño y de superficial, de fascinante y de engañoso en el suicidio. Matarse es tomar una muerte por otra, es una especie de extraño juego de palabras. Voy hacia la muerte que está en el mundo a mi disposición y creo así alcanzar la otra muerte, sobre la que no tengo ningún poder, que no tiene ningún poder sobre mí, porque no tiene nada que ver conmigo, la ignoro y me ignora, es la intimidad vacía de esta ignorancia. Por eso, el suicidio es esencialmente una apuesta, algo azaroso, no porque yo me conceda una oportunidad de vivir, como ocurre a veces, sino porque es un salto, el pasaje de la certeza de un acto proyectado, conscientemente decidido y virilmente ejecutado, a lo que desorienta todo proyecto, es extraño a toda decisión, lo indeciso, lo incierto, el desmoronamiento de lo no-actuante y la oscuridad de lo no-verdadero.
(…)
“Hay en el suicidio una notable intención de suprimir el futuro como misterio de la muerte: de algún modo uno quiere matarse para que el futuro no tenga secretos, para hacerlo claro y legible, para que deje de ser la oscura reserva de la muerte indescifrable. Así, el suicidio no es lo que acoge la muerte, sino más bien lo que querría suprimirla como futuro, privarla de esa parte de futuro que parece ser su esencia, hacerla superficial, sin espesor y sin peligro. Pero ese cálculo es vano. Las precauciones más minuciosas, las precisiones y seguridades más detenidamente pensadas nada pueden sobre esta indeterminación esencial, el que la muerte nunca es relación con un momento determinado, así como tampoco tiene una relación conmigo”.
Maurice Blanchot, El espacio literario.
“Para matarse es necesario ser sorprendido por la desgracia, hay que ser apto para concebir algo fuera de ella. Sólo un alma recientemente invadida por las decepciones puede resolverse a un acto tan capital. El que se ha acostumbrado a no creer más en la vida, el que se ejercita plenamente para no esperar nada de ella, nunca se atreverá a concluir mediante un gesto una amargura inveterada. Ha adquirido el automatismo de la desgracia; se ha salvado. Demasiado bien sabe que nada desmentirá esta hez de lo irrepàrable en la que ha naufragado su esperanza, y que en su corazón, los seres y las cosas han depositado toda su quintaesencia de horror y de podredumbre. Para acabar con uno mismo es indispensable haber imaginado la felicidad durante mucho tiempo, estar disponible para la novedad, haber sido aplastado por lo inaudito. En cambio, para un clásico de la infelicidad no hay nada inaudito; todo es interminable, los sufrimientos se encadenan pero nunca tiene fin; lo irremediable, en lugar de ser una revelación, es un sistema, su sistema. Y así posterga la genialidad del suicidio; para matarse hay que saber qué matar. Cuando uno arrastra su ausencia y con ella, no resquemores, sino la idea de ellos, no es posible liquidar en la carne la abstracción de lo que no es, ni ahogar en la sangre la falta ideal de consuelo. ¿De qué deshacerse, cuando no pertenecemos a nada, cuando ya no podemos mendigar ninguna ilusión, cuando las lágrimas exigen una prodigiosa iniciativa y unos recursos inmensos? El suicidio requiere entusiasmo, es una inspiración: una desgracia fresca y resuelta, demasiado sedienta de acción y sometida a los reflejos”.
E. M. Cioran: “El suicidio como forma de conocimiento”.
El año que leyó el Quijote
Érase que se era un escritor en twitter que era muy combativo y muy anticapitalista y antioccidental, y que decía que no lo había radicalizado el Corán, sino el Quijote. Se llevó una buena beca del gobierno de turno y cerró su trinchera antimperialista. ¿Te parece que eso es muy viejo? No. Eso acaba de suceder.
“Los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo”.
Cesare Pavese, El oficio de vivir.
“—Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio.
—Sí —me respondió lentamente, como si juntara recuerdos—, pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el Hotel Las Delicias había subido a la pieza 19. Allí me había suicidado.
(…)
—Los estoicos enseñan que no debemos quejarnos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya…”.
Jorge Luis Borges, “Agosto 25, 1983”.
“Es cierto que un desocupado es menos suicida que una enamorada abandonada pero, en tiempos de crisis, la melancolía se impone, se dice, hace su arqueología, produce sus representaciones y su saber. Una melancolía escrita seguramente no tiene gran cosa que ver con el estupor asilar que lleva el mismo nombre. Más allá de la confusión terminológica que hemos mantenido hasta ahora (¿qué es una melancolía?, ¿qué es una depresión?), nos encontramos aquí ante una paradoja enigmática que no dejará de interrogarnos: si la pérdida, el duelo, la ausencia desencadenan el acto imaginario y lo alimentan de manera permanente tanto como lo amenazan y lo estropean, también es notable que el fetiche de la obra se erige en condenar esa pena movilizadora. El artista que se consume de melancolía es al mismo tiempo el más encarnizado en combatir la renuncia simbólica que lo envuelve… Hasta que lo golpea la muerte o, para algunos, se impone el suicidio como triunfo final sobre la nada del objeto perdido…”.
Julia Kristeva, Sol negro. Depresión y melancolía.
“[E]l aspecto del barbilindo Larra es el de un mancebo blandito y perfumado, con carrillos en los que la barba no consigue entrar, por más que lo intenta. Por eso decíamos que su cara no está a la altura del tiro que se metió en los sesos. Es una cara todavía a medio cocer. En cambio en el tiro vemos un gesto de gran hombría, de mucha fiereza, un como desplante delante de los cuernos de la vida. Y además innecesario. Todavía hoy nadie comprende de una manera cabal las razones que Larra tuviera para suicidarse. La mayoría sigue pensando que no fue más que una rabieta del niño consentido y mimado que fue siempre. Aún en 1943 su biógrafo, el grave Melchor Almagro de San Martín, seguía haciéndose esta pregunta, por lo demás muy lógica: ¿Pero pudo o no pudo Larra consumar el acto con su amante Dolores Armijo?”
Andrés Trapiello: “La cerbatana del dandy” (en Sólo eran sombras).
“Inglaterra ‘pasa por ser —según Ochoa— el país clásico del suicidio’. ‘Los ingleses —afirma Montesquieu— se matan sin que podamos imaginar ninguna razón que les determine a ello; se matan aun cuando gocen de plena felicidad (…) Es efecto de una enfermedad, depende del estado físico del organismo y es independiente de cualquier otra causa’. En última instancia, Montesquieu achaca este misterioso mal de los espíritus al clima, pero Diderot discrepa: ‘Si viajan fuera de su país es por matarse en otra parte’. Otro viajero francés, citado por Robert Southey, enumera más causas: el humo del carbón; la fatalidad judaica con que observan el domingo; la mezcla, en sus estómagos, de carne y cerveza, que inundaría su cuerpo de atrabilis y humores nefastos. (…) En octubre —cita Paul Morand—, el inglés mata el faisán; en noviembre se mata a sí mismo”.
Ignacio Peyró, Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa.
“¿Hacia ninguna parte? Dante dedica a los suicidas uno de los cantos más oscuros del Infierno. En el séptimo círculo, debajo de los herejes que arden en sus ataúdes y de los asesinos que hierven en un río de sangre, hay un bosque oscuro y sin caminos donde las almas de los suicidas habitan eternamente en los árboles en forma de espinas torcidas y venenosas. Las harpías, con sus alas y sus vientres emplumados, sus rostros humanos y sus pies en forma de garra, anidan en esos árboles nudosos y van devorando sus hojas. El bosque entero resuena de lamentos. Cuando Dante, desconcertado, parte una de las ramas, el punto en que ha sido quebrada se tiñe de sangre oscura y se oye una voz que clama: ‘¿Por qué me rompes?’”.
Hermann Burger, Tratatado lógico-suicidalis. Matarse uno mismo.
“Indudablemente, Améry no sabía aún, cuando a principios de 1938, junto a Kalterherberg [literalmente, albergue frío] —cuándo habrá tenido un lugar un nombre de peor agüero—, cruzó la frontera del exilio en Bélgica, lo difícil que sería en definitiva soportar la tensión entre una patria cada vez más extraña y un extranjero cada vez más familiar. Sin embargo, al final lo supo. El hecho de que Améry, en octubre de 1978, suspendiera de forma al parecer totalmente súbita un viaje de lecturas públicas que lo había llevado por Hamburgo, Kiel, Neumünster y Oldenburg hasta Marburg, y que debía continuar por Mannhein, Heidelberg, Karlsruhe, la Feria de Frankfurt, Stuttgart y Schwäbisch Hall, para dirigirse a Salzburgo, donde se quitó la vida en el Hotel Österreichischer Hof [Corte Austríaca], esa forma en muchos aspectos ostensiva de recorrer el camino hacia la libertad tenía también no poco que ver con la solución del conflicto irresoluble entre patria y exilio o, como dijo una vez Cioran, entre le foyer et le lointain”.
W. G. Sebald, “País perdido” (en Pútrida patria).
Lector en otoño
Volvieron a hacerle la pregunta, no escuchada en mucho tiempo, de si la inspiración regía sus trabajos poéticos. Más bien los rigen mis demonios, estuvo demasiado tentado a decir.
“Una muchacha se tira del cuarto piso; deja la cocina limpia y en orden, para eso le pagan. Una señora, antes de arrojarse al pozo del ascensor, se quita los zapatos nuevos y los deja en el rellano: ¿para qué estropearlos? Otra señora se dispara dentro de la bañera: inútil ensuciar el suelo. Un soldado se mata, le encuentran en el bolsillo una nota: “Señor Capitán, me mato y no sé por qué. Disculpe la molestia.” Lo que conmueve de estas salidas es la delicadeza de los protagonistas, que roza el ridículo, al presumir que evitarán un pequeño fastidio a quienes quedan. En suma: quienes se van son los mejores”.
Ennio Flaiano, Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956.
“El suicidio es uno de los grandes misterios para mí. La decisión del suicida es muy misteriosa. Yo soy cristiano, católico, romano, con todas las dudas y las luchas que es normal que tenga una persona que tiene la fe. Hay días en que amanezco en blanco y en fin, ahí me agarro como puedo. Entonces, ya sé que atentar contra tu vida y quitarte la vida es muy grave. Porque, desde luego, si llega a haber algo al otro lado, imagínate lo que has hecho, llegas allá en pelota. Pero de todas maneras, contra el dogma y contra los principios de la Iglesia, yo creo que hay momentos en que nosotros tenemos el derecho y la absoluta libertad, y a veces el deber de quitarnos la vida”.
Álvaro Mutis: “Llevamos la muerte con nosotros desde que nacemos”.
Entrevista con Héctor Abad Faciolince.
“No descarto, como es lógico, un suicidio popular, sea para evitar la crueldad de una enfermedad, la humillación de la deshonra, la desesperación o el tedio, pero los suicidios que obedecen a causas asimilables a un comportamiento civil aceptado, son falsos suicidios y eutanasias ennoblecidas. El suicidio gratuito o teológico —el de Kirilov y el de Ferrater— no obedece a ninguna causa popular sino a la más elevada afirmación de la vida y a una medida reflexión sobre las condiciones de la temporalidad”.
Félix de Azúa, “¿Por qué no me suicido? Nota sobre el ‘caso Ferrater’”.
“Tardó tanto en tomar esa decisión que tuvo tiempo de asistir como espectador a la célebre oleada de suicidios juveniles en el París de 1924, una moda que fue duramente criticada por alguno de los comensales de Port Actif: ‘Todo esto de quitarse la vida —escribió Szalay— parece hoy en día cosa exclusiva de los jóvenes con voluntad de necios, y el más joven y necio de todos o, al menos, el más cercano a nosotros es el impetuoso Rigaut; habrá que hacer algo con la extrema juventud y el suicidio, dos palabras que actualmente parecen estrechamente ligadas y que sintonizan muy poco con el espíritu portátil’. Y Paul Morand, en clara alusión a su amigo Rigaut, terminó una conferencia en Reims con estas palabras: ‘No es serio, señores. Si uno desea quitarse la vida debe hacerlo con prontitud, es decir, cuando es todavía un niño; hacerlo más tarde es algo ligeramente ridículo, pues no se puede seguir siendo tímido cuando se tienen ya más de siete años’”.
Enrique Vila-Matas, Historia abreviada de la literatura portátil.
“Así pues, el suicidio nos pone en la doble tesitura de una extraña reticencia y una inusual locuacidad: sin palabras y al mismo tiempo verborreicos. Pero toda contradicción lo es sólo en apariencia, no es significativa. A lo que nos enfrentamos aquí es a una inhibición, un enorme bloqueo social, psíquico y existencial que nos acorrala e impide pensar: o bien sentimos una insaciable curiosidad por los detalles desagradables, íntimos y sucios de los últimos segundos de un suicida y husmeamos historias truculentas a la menor oportunidad; o bien no nos atrevemos a mirar porque la perspectiva resulta demasiado aterradora y, en vez de ello, nos tapamos la cara con las manos y echamos un vistazo entre los dedos, como si estuviéramos viendo una película de terror. Sea como fuere, escondemos algo, reprimimos algo, ocultamos algo con nuestro silencio, con nuestro parloteo interminable o, en efecto, con nuestra rabia”.
Simon Critchley, Apuntes sobre el suicidio.
“Suicidarse en Japón es muy caro para los familiares del suicida, me explica R. Si alguien se suicida en una estación de tren, los familiares del occiso se ven obligados a pagar a la compañía ferroviaria el millonario costo que cada minuto de retraso le cuesta a todo el sistema; sin contar los gastos de limpieza de las vías. Tirarse de un edificio es menos oneroso, aunque los costos dependerán de dónde caiga el cuerpo”.
Horacio Castellanos Moya, Cuaderno de Tokio. Los cuervos de Sangenjaya.
“Palabras como ‘devastado’ o ‘traumatizado’ no sirven para describir cómo me sentí cuando supe que mi mejor amigo se había suicidado. Len hablaba a menudo sobre el suicidio y siempre rechazando la idea, que yo le sugería, de acudir a terapia, pero yo no estaba preparado para escuchar lo que me decía por teléfono aquel día, el Labor Day de 1968: había tomado una sobredosis de pastillas. Incapaz de convencerlo de que colgara inmediatamente y llamara a una ambulancia, y sabiendo que me llamaba desde la casa de sus padres en New York, distante unas cinco horas de Ithaca, donde yo vivía, me vi a mí mismo impotente y en pánico, y cuando, contrariamente a su deseo, decidí colgar y llamar a la policía, sentí que lo estaba traicionando. Me dijo que se cortaría las venas si yo decidía intervenir: su cuerpo fue descubierto al otro día en su auto. Por muchos años estuve muy perturbado por su muerte y era incapaz de hablar con nadie sobre ese tema. La fuerza más poderosa para continuar haciendo lo que hago, escribir y dar clases, ha sido la de la necesidad de trabajar a pesar de la culpa que me paralizaba, la angustia y la confusión que es el legado —o la ausencia de él— del suicidio”.
Jeffrey Berman, Surviving Literary Suicide. (Traducción: Michael H. Miranda).
“Pero más que en éste o aquel rasgo del ‘carácter nacional’ yo pondría el acento en cierto aprendizaje del suicidio —del suicidio en sí mismo— como conducta socialmente aceptada para hacer frente a la adversidad. Y eso no ocurre bajo una síntesis nacional previa, sino todo lo contrario: tiene lugar en un país disjunto, con contextos sociales, de género, familiares, etc., diversos, donde no siempre operan las mismas claves. Es el suicidio el que podría explicar a la sociedad y no a la inversa, como recuerda Baudelot. Es la violencia lo que le da sentido a la historia y probablemente, en el caso cubano, a un fenómeno tan complejo como su alta suicidabilidad a lo largo del tiempo”.
Pedro Marqués de Armas, entrevistado por Duanel Díaz.
“No puedo más. Me mato. En el cajón de mi mesa hay cheques firmados”.
José Mallorquí, nota de suicidio, 1972.
Los poemas cosidos de María Negroni
Toda pasión es siempre pasión por el abismo, pero solo ante la posibilidad del abismo puede uno tomar conciencia de nuestra brevedad.