Homo Urbanus

No había transcurrido un año desde que llegó al Midwest y ya el paisaje había sido intervenido por una masa bastante uniforme de nuevos vecindarios. Lotes de casas divididos por calles con denominaciones disímiles (hay uno en el que son todos nombres de ciudades y pueblos italianos) y a veces conectados entre sí por viejos tramos de antiguos caminos donde todavía crecen a ambos lados matorrales que casi rozan los autos al pasar. 

Por ellos hay que manejar con sumo cuidado, no sea que terminen autos y viajeros en una cuneta entre yerbajos y zanjas. Todo está siempre por hacerse. Hay siempre por allí unos cervatillos moteados que se quedan mirando fijo antes de mandarse a correr hacia la espesura. 

¿Es él un Homo Urbanus? Todo lo que sabe de la vida en ciudad grande lo aprendió de otros, por otros. Cree que su capacidad de adaptación no es necesariamente distinta de los demás. Vivió apenas por dos años en una ciudad de casi 7 millones de habitantes en su área metropolitana más extendida y eso se le aparece ahora ya muy difuminado, una distante vida anterior caracterizada por una velocidad que jamás previó. 

Pero en realidad, ¿qué significado tenía todo eso para él, de qué ethos estaba rodeado? Su vida misma había comenzado a estar marcada por la transitoriedad, y era eso lo que veía, cambio y movilidad, adonde quiera que iba. ¿La ciudad es nosotros o somos nosotros la ciudad? Para Julien Green, una ciudad como París es tan plural que no es posible llegar a conocerla, no sospechamos la presencia de un mundo que bordeamos, pero no alcanzamos a ver, no tenemos acceso a la “ciudad secreta”.

Una especie de “matriz de la civilización británica” eran aquellas casas de campo que James Lees-Milne intentó conservar alguna vez como patrimonio de un país. Las ficciones inglesas contienen el mapa magnífico de muchas de esas propiedades. Un buen ejemplo de ello es The Good Soldier, lectura del último verano. Vivir en el campo era sinónimo de prosperidad, era silencio e intimidad, era arraigo y además orden, estatus y estabilidad. Había deberes hacia la propiedad heredada, no se concebía que no durara por varias generaciones.

Piensa en eso cuando viaja por el Midwest profundo y ve pasar mansiones con cuidado césped y rebaños de reses, carneros y equinos que deberán poner a buen recaudo cuando llegue el invierno, las temperaturas suelen ser bastante bajas en la zona. Son espacios que a su modo se resisten a ser devorados por el rezoning, la expansión de la turbociudad, la antípolis de cotidiana yesería.

Ya de regreso a la urbe, un college town, vuelve a sumergirse en la movilidad, el caos de nuevas viviendas hechas de materiales que responden a una lógica de cambio, reparaciones y sustituciones, las casas y apartamentos son de muy fácil desarticulación y reconstrucción, y sabe que son la marca de un momento particular en el desarrollo de la ciudad moderna, quizás algo intangible quede.


Cuenta Leonard Cottrell que los griegos miraban con asombro el “espectáculo de sabios europeos” que, termómetro en mano, buscaban aquellos dos homéricos manantiales “donde nace el vertiginoso Escamandro”. Uno era de agua caliente y el otro de agua tan fría “como el granizo, la nieve o el hielo”. Esas aguas son los mimbres de una leyenda. 

¿De cuál tráfico de mitos se nutre, sin embargo, la ciudad moderna? La dinámica del hacer actual prescinde del origen, la desconexión con el pasado es un hecho: hay algo que siempre está fluyendo, que no se detiene para dejar espacio a la identificación con un lugar.

La clave está acaso en la sustitución. En los viejos bateyes de centrales azucareros desmontados por el castrismo tardío, nada vino a sustituir al gigante que había sido puesto a dormir (nunca mejor usado el eufemismo spanglish aquí). Esos pequeños pueblos regresaron a un estado preindustrial en el que se podía cultivar ajíes, pero ni pensar en enlatarlos. Tener que ver a diario un amasijo de torpes ruinas sin solución tiene por fuerza que destrozar un imaginario, sembrar odio en la historia y hacer sangrar el ojo.

El hacinamiento en que se vive en algunas megalópolis —esa “enorme conspiración para confundir extranjeros”, diría Huizinga— hace pensar que la calidad de vida se está trasladando paulatinamente al campo. Pero es falso desde el mismo momento en que quien vive allí es obligado por la burocracia a trasladarse al centro para firmar un papel. 

Lo que buscamos en el campo, más que el mito y los dos manantiales de Homero, no es tanto ya el silencio virgen como la posibilidad de una contemplación sin sonidos fabricados, una coartada para no interactuar y anular el ruido de las demoliciones, la interrupción, las intromisiones, a sabiendas de que lo rural integra el paisaje urbano como la periferia de una gigantografía. 

Pero hoy no puede verse la ciudad moderna, la turbociudad, la antípolis, ni como jardín ni mucho menos como Green veía a París: con su mezcla de devoción, invención y extrañamiento. Nuestra relación con la ciudad actual invita a diferir todos los afectos. El esqueleto de una casa está hecho de muchos pedazos de madera vulgar y sus paredes semejan láminas de yeso. Difícil apasionarse por un pedazo de plástico. El lugar que habitamos ya no puede ser pensado como “depósito común de memoria” (Juanma Agulles), su sedimento se evapora en la provisionalidad.


Las dos ciudades emblemas para los cubanos, La Habana y Miami, no pueden ser más distintas entre sí, aunque sean tan complementarias. 

Si La Habana es el monumento de piedra condenado al derrumbe con música de fondo, lo que crece hacia adentro como el pájaro que vuela en redondo para morir asfixiado en su ano, Miami es lo que busca no definirse, el eros del vidrio, lo que escapa al pathos

Uno se siente tentado con demasiada frecuencia a volver sobre ella; debe ser por su ductilidad, su condición cambiante, su ausencia de “secreto”. Los escritores siempre tratan de atraerla a su redil. Pero Miami es reacia a una idea simplona de lo literario. Lo que da sentido a la literatura caribeña es el barroco, justo lo que no cabe en una playa. 

A Miami habría que narrarla en clave policial, criminológica. Por eso es tan notable la fugacidad y la opacidad de sus mejores autores, sus vidas, sus libros. Por eso Guillermo Rosales y Eddy Campa, Lorenzo García Vega y Reinaldo Arenas, y ese cuento magnífico de Esteban Luis Cárdenas en el que, como en las mejores tramas filmadas en Hollywood, hay un cadáver en algún lugar de la casa en llamas. 


Son las cookies, estúpido, Michael H. Miranda

Son las cookies, estúpido

Michael H. Miranda

¿Pero no cansa ya todo este enredo cubano? Uno está al día, sigue uno leyendo de vez en cuando lo que de allá llega, pero la sensación lostworld sigue ahí tentando nuestra paciencia.