Jesús Lara Sotelo: la franqueza del guerrero

Uno de los “secretos” más sugestivos y reveladores de la cultura cubana ahora mismo es la presencia rara y paradójicamente esquiva, como de aerolito que cae y rebota una y otra vez, de Jesús Lara Sotelo. Un hombre que se encuentra lejos de los grupos, de los pelotones de marcha y contramarcha, de las capillas, las corrientes y las modas. 

En apariencia surgido (si fueran a concretarse sus orígenes) en las artes visuales, y con un predicamento muy sólido en tanto pintor (y escultor y fotógrafo y ceramista), es muy probable que Jesús Lara haya nacido, contra todo indicio, en la reflexión poética, en la escritura de poemas en prosa. Tal vez ese mundo y el otro han sido uno solo en él, tal vez emergieron ya articulados. 

De Lara ya se habían publicado, en años recientes, Lebensraum y El laberinto ante mí, entre otros, y hace unos pocos meses dio a conocer La vaguedad y otros problemas (Letras Cubanas, 2019), antología de sus textos realizada por el poeta Omar Pérez, quien recogió poemas escritos por Lara desde 1994 hasta hoy. 

Es el Lara de siempre, sumido en un activismo furiosamente metaforizador, en una idea plural y elocuente de la ciudadanía hacia los cuatro puntos cardinales, y que apuesta todo el tiempo por la dignidad. Pero también es (y de modo vivo, penetrante) un Lara sensual y corporal. No me arriesgaría si dijera que esta colección posee el regusto de un erotismo signado por la veracidad, aparte de representar lo que Lara ha solido ser: un escritor que intenta detallar, en textos propensos al microrrelato, las formas del desastre y la esperanza.

Jesús Lara vuelve a decirnos que sabe muy bien por qué la poesía es algo que ondula y se agita entre los libros, sin adentrarse en ellos, o sin escapar, como un fluido, de ellos.

Escoge esa modalidad del fragmento que accede a calmar dos deseos complementarios: el de dibujar lo instantáneo, en una mirada que lo abarca todo de golpe, y el de posponer y sorprender gracias a esa manera suya de diferir los hechos, que es el mecanismo básico de la narratividad. Primero mira tras un impulso vehemente. Después desmenuza las imágenes en una reflexión muy indirecta, pero muy laboriosa.

Sin embargo, este procedimiento es visible en sus cuadros. Lo mismo en esos paisajes extrañísimos que se tornan paisajes interiores (bosques del espíritu, selvas donde el verde tiende a lo negro y se hace gótico), que en sus abstracciones “sentimentales”: pinturas matéricas donde hay, por ejemplo, granos de arroz y trozos de ropa interior femenina.


La intimidad.

Como dice el propio Lara: es necesario “aprehender el vértigo”. Pero también se aprende del vértigo. Hoy por hoy, nos dice, no somos otra cosa que vértigo, o acaso la pelea contra él, más la ilusión de vivir, más la alegría del cuerpo, más la quiebra de casi todos los ideales, más la soledad, más la confianza en dos o tres personas que están al alcance de la mano, más aquello que podemos crear. 

Lo demás es pura fanfarria incómoda, pura catástrofe, pura engañifa. En estos tiempos de decepción y de terquedad de la mentira, de utopías maquilladas, de discursos huecos, si uno no viaja al interior de sí mismo y de algunos seres escogidos, está perdido.

La realidad de la vida es aquello en lo que confiamos, de acuerdo con los textos de Lara, para otorgarle nuestro crédito y decir: “he aquí el sitio donde vivimos”. Me refiero a un espacio y un tiempo habitados e hipersaturados. Ergo: la realidad de la vida vive fuera de nosotros, pero se hace inteligible porque pasa por nosotros y la vomitamos escandalosamente tras digerirla mal, en una mezcla de belleza y horror.

Leyendo los textos seleccionados por Omar Pérez uno llega a la conclusión de que la justificadísima mala fama del hombre contemporáneo, más los diversos grados de violencia que caracteriza su andadura en los últimos cien años, activan un panorama de imágenes que Lara reactiva para que dialoguen unas con otras. Se manifiestan en el tiempo y el espacio de los textos, pero también en la realidad: como causas, como efectos y como simultaneidad aturdidora y amenazante.

Lara se encuentra fuera de eso que llamamos vida literaria, no hace ese tipo de vida. Tampoco es el tipo de pintor que anda reuniéndose con otros pintores. No es un solitario hosco, pero sí es un avaro del tiempo creativo. La verdad de la imaginación nos advierte que siempre estás a solas contigo mismo, o en compañía de tus grandes deseos, tus grandes esperanzas, tus grandes sueños. No importa que pises las losas de Machu Picchu, o que te pares a mirar la Puerta de los Leones de Micenas, o que acaricies las murallas de Ávila bajo el sol. No importa que estés en el malecón habanero, entre la ciudad y el océano.



En La vaguedad y otros problemas (un título que, por cierto, podríamos emparentar con el ensayismo anunciado, como una pequeña trampa, en otro: el de los versos de T. S. Eliot en Prufrock y otras observaciones), Lara se adentra con firmeza no solo en referentes de la pintura universal, sino también en formas donde el poema se “pictorializa”, para usar un término forzado y un tanto pomposo. En verdad, sin embargo, ciertos poemas de este libro están como pintados, y hasta sentimos el movimiento de los pinceles por entre las palabras.

He aquí una temeridad que Lara ejecuta como si nada: hablarles a los cuadros como escritor, y hablarle a su yo lírico como pintor. Yo es otro, pero también (complejamente) el mismo. Otra vez las máscaras. Al final, como sostenía Heidegger, la palabra es la Casa del Ser, origen y ceniza de todo cuanto existe en la comprobación y la reminiscencia. 

Hay signos de desesperación en hechos minúsculos o en enormes gestos históricos: Lara va del rincón inadvertido donde se agita una criatura sin nombre, al mapa donde se intenta fijar el padecimiento. De lo doméstico a la skyline de las grandes ciudades. 

A propósito del horno de su escritura, lo que sus imágenes van urdiendo tiende (en el paisaje) a transformarse en cánticos. Pero él sabe muy bien, como escritor circundado y hasta acorralado por las visiones, que en instantes muy precisos hay imágenes de una fuerza enmudecedora, pues le cierran la puerta al lenguaje, lo excluyen, lo devastan o lo destierran hacia esa comarca de lo real donde el horror cotidiano deja de ser efable. 

Lara acude, pues, a la modelación de metáforas adyacentes, que por simple vecindad o por contraste o por complementación elaborarían una conjetura (un modelo hipersensible) acerca de la tristeza inexpresable de nuestros días, como cuando las olas de una playa mueven ligeramente el cuerpo bocabajo de un niño inmigrante, ahogado en algún mar de la cultísima Europa.

Y, aun así, Lara escribe: “Lo inconcluso merece ser nuestro signo”. Nos invita a aceptar un pacto con el régimen de la visualidad y, en específico, la pintura. Cuadros o poemas, siempre necesitaremos lidiar con el lenguaje. Su táctica es, pues, la de disolver los límites entre un mundo y el otro. Los falsos límites, las falsas fronteras. Concentrarlo todo en las palabras.

¿Quién es Jesús Lara, pintor más reconocido fuera de la isla que dentro de ella? ¿Quién es ese hombre negro que trafica con metáforas y que escribe constantemente sobre las rebeliones, según ha insinuado ya en varios textos? 

Esta antología funciona como el diario de un sujeto que se aleja de las humillaciones (del sinuoso racismo, del desdén, de la envidia, del silencio) después de apagarlas con el ácido de las metáforas, del mismo modo que obliga al miedo a retirarse y desaparecer para dar libre curso a una compasión activa, belicosa y, sin embargo, delicada. Lo imagino como un samurái, un solitario cordial siempre armado y al servicio de un yo expansivo y exigente. 

He aquí la franqueza del guerrero.


Rituales de apareamiento

Rituales de apareamiento

Alberto Garrandés

Esta columna también podría haberse titulado Love Is In The Air, como la célebre canción de John Paul Young. Unos extraños vientos rojizos, soplados en el polvo del Sahara por antiguos demonios, han redoblado el calor de La Habana al conformar una insólita pantalla de polvo que hace resistencia a las lluvias.


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