Los poemas cosidos de María Negroni

Pablo Gianera ha contado lo que sigue: al morir Erik Satie se encontraron en su habitación de Arcueil varias cajas de tabacos repletas de tirillas de papel en las que el músico tomaba apuntes. Cuatro mil miniaturas rectangulares donde describía lugares imaginarios, órdenes religiosas ficticias e instrumentos musicales de imposible ejecución. 

No es posible dar unidad a tantos jirones de un pensamiento complejo. Mucho menos de manera póstuma. Nos queda, en cambio, el artefacto que recupere desde la elaboración poética “esa mezcla de insania y pesar que siempre nos afectó”.

De Islandia (Monte Ávila Editores, 1994), muy atrás, a Archivo Dickinson (La Bestia Equilátera, 2018) y Objeto Satie (Caja Negra, 2018), lo primero es la variedad de registros que presenta la escritura de María Negroni. Justo como un autor que compone para ser escuchado en 1598, el año del fin de las guerras de religión en Francia o el del nacimiento de Johann Crüger, creador de himnos. Basta de ser modernos, basta de querer ser lo que es absurdo que seamos. “Hay que volverse anacrónicos. Componer, pintar, urdir retrasos”.

La pasión por el artefacto mínimo es lo que ha llevado a Negroni a fijar la mirada en Cornell, Dickinson y Satie. Toda pasión es siempre pasión por el abismo, pero solo ante la posibilidad del abismo puede uno evolucionar, o sea, tomar conciencia de nuestra brevedad. Al servir a un Dios, la música es el primer intento de competir con él. La poesía, sin embargo, no compite: la poesía es exponerse, quedar a la intemperie abierto al castigo del absoluto. 

Satie coleccionaba paraguas, también trajes de terciopelo azul. En su habitación, un piano roto, las cajitas, una edición de Las flores del mal. La metáfora del piano roto sería la de crear una música que no pueda ser escuchada. El afán de coleccionar encierra la búsqueda de la novedad en el espacio vacío, en el paréntesis, el agujero por donde aflora la nada, ese abismo.

“Nunca pertenecí a la cáfila de los músicos, ni siquiera a la de los seres que tienen cuerpo. Soy un objeto sinóptico, autodidacta y retórico, un poco háptico”, escribe Satie/Negroni. ¿No es Negroni la que nos está diciendo que tras haber vivido por veinticinco años en Nueva York se sintió descolgada, que nunca perteneció a un mapa que identifica a la poesía argentina con una ruta (también unos archivos) específica? La única forma de re-crear el país donde se nace es desconociéndolo, poniendo el pulgar sobre el mapa de esa memoria.

De modo que la escritura de Negroni puede ser programática: “La intención es mostrar cómo, a pesar de utilizar distintos soportes, los tres comparten la pasión por la miniatura, la manía del coleccionismo, la propensión al aislamiento y, sobre todo, la decisión de ocupar una posición excéntrica en relación a la época y el medio artístico donde les tocó vivir”.

Pero esto no es recomendable tomarlo al pie de la letra. Lo que disparó Archivo Dickinson fue el lexicón descubierto en los archivos de la “dama blanca de Armherst” que atesora alguna universidad americana. A un manojo de palabras tirado sobre la página en blanco corresponden setenta y ocho nuevos rectángulos de papel con una voz que quizás nos resulte, desde nuestros prejuicios o desde los zigzagueos que ejecutamos ante una trayectoria, más ajustada a aquella de Islandia, a la Negroni que creemos más “real”.

Todo el tiempo ahí afuera blasonan de certezas: el arte es esto, la poesía es aquello, esto no es una novela. Y sin embargo lo único cierto y de veras estimulante en literatura es la duda. Cree uno que lo sabe, pero continuamente nos estamos sobreponiendo, negando esa opacidad, posando con certezas, porque con dudas nadie posa.

Para la palabra Noche, escribe esto Negroni: “Todo lo que no ocurre es cierto: las ansias, la peste, los amantes, nada que no pudieran comer buitres”. ¿Qué palabra no existe en este archivo? Millones, desde luego, pero si debe haber una llamada a cerrar este libro es Pactos, el territorio donde quien escribe debe encontrarse con su lector para decirle: “Hagamos una cosa: yo me presento de pronto en el jardín con nada y, por una vez, soy más grande que yo, soy casi un no soy, un eco impracticable, a punto de alcanzar su manifiesto impersonal […] como sombra que llegó hasta aquí —aunque desmejorada— a bendecir la vida, no a escribirla”.

Para Negroni, hacemos literatura a partir de dos cosas: la infancia y la literatura misma, y se ha referido a la poesía de Emily Dickinson como una cajita (otra vez Cornell) musical o una larga conversación con Dios, el Dios de Emiliy Dickinson. Una visita al herbario donde se cosen poemas. Así, los de María Negroni son poemas cosidos bajo la luz acuosa de unos rayos que traspasan techo y paredes del invernadero.

Creemos que adquirimos una voz al escribir el primer poema y que debemos ser leales a ella hasta que pongamos el punto final al último texto de nuestra vida cuando lo que en realidad hacemos es prolongar una monotonía. Negroni ha roto ese vaso, lo recompone y nos lo devuelve a la manera de un kintsugi. Porque es así como en realidad pensamos, a partir (y a través) de latidos, de pulsaciones.

Coser los poemas es tributar no al hodgepodge, sino a los beats, al flash de una cámara que reitera instantes simples y triviales de una vida hasta que nos estalla la cabeza. Como ante aquella pieza imposible de Satie, “Vejaciones”, que ha recordado Gianera en el epílogo de Objeto Satie, apenas 153 notas que deben repetirse 840 veces consecutivas hasta cubrir 18 horas y 40 minutos. 

Tal como resume Negroni una de sus charlas: “La impertinencia como categoría estética”. O bien: “Hacia una epistemología del no saber”.

Coser es eso.