Notas de un mal voyeur (I)

Hubiera querido que el avión se detuviera un rato, se congelara sobre aquel gran tajo profundo que vimos abajo, en la tierra en ese instante verde, ya no más volcánica. Esos paisajes de México que después no sabes si están o los soñaste en el sopor de un viaje que se inició a las cinco de la mañana y que todavía no acaba. 

Esos paisajes, decía, que no pertenecen solamente al territorio de la capital federal, pero que no muestran lagos ni ríos, sino pequeños pueblitos perdidos entre montañas.

Después, en conversación con amigos, les pregunto si conocen o han visto también ese desfiladero, ese tajo oscuro, que es un espectáculo magnífico a la vista de cualquier viajero, desde el aire. 

Pero no lo conocen, no lo han visto y entonces pasa lo de siempre: dudo, no existe, me lo he inventado. No pude verificarlo in situ pues no hay conexión en el teléfono, solo unos pocos pagan el cargo extra para tener internet durante el vuelo. El resto, la mayoría, se abstiene por un par de horas, quizás menos, de lo que es la vida en tierra: la hiperconectividad, la sobreexposición, la mensajería. 

En el vientre del avión, viajamos pasmados, a la espera de un aviso, el de llegar, el de cambiar de realidad. “Los espectadores se pasman cuando pasa el tren”, dice Kafka en sus diarios. Al aterrizar, lo primero es el tintineo de las notificaciones de los celulares. Es imposible esperar un minuto más. Se regresa a la vida conectada, basta de ruptura y silencio en nuestro mundo. 

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Cuando uno de los pilotos debe ir al baño, se abre la puerta de la cabina, este sale y de inmediato una aeromoza ingresa y se clausura la puerta. El piloto que ha quedado al mando de ninguna manera puede estar solo. Es el resultado de aquel desastre del vuelo 9525 de Germanwings que cubría la ruta entre Barcelona y Düsseldorf y que se estrelló en los Alpes porque, según el informe, el copiloto decidió suicidarse.

Lo que vemos ahora es que luego de que el piloto se encierra en el baño, la segunda aeromoza extiende sus brazos para bloquear el acceso de cualquier otra persona. 

Cuando el piloto termina en el baño, toma el teléfono y llama a la cabina. La puerta se abre, sale la aeromoza, todos retornan a sus puestos. 

Soy mal voyeur. Esta coreografía no la he visto yo, no puedo verla desde donde estoy sentado, sino M., que me la cuenta.

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Le pregunto cuánto vale y me corrige: “Cuesta, cuánto cuesta”. 

México siempre me pone a prueba. Tiene que ver desde luego con los “idiomas” mexicanos, los meandros de unas formas de hablar, pero también con nuestros vacíos de conocimientos, nuestras incapacidades para traducir.

Pensaba que era común en español preguntar por el valor de algo. Ciertamente precio y valor pueden no ser equivalentes, un objeto o servicio no siempre cuestan lo que valen en realidad. 

Sin embargo, muchas veces esas disyuntivas nos traen sin cuidado. Valor o costo, la diferencia no siempre es tan nítida. El valor de un objeto siempre se lo damos nosotros, no en tanto compradores, sino en tanto definidores. 

El caso es que salí del lugar con una expresión de cierta extrañeza. La situación que había vivido era rara y normal a la vez. Yo estaba en territorio ajeno, no estaba respetando la norma lingüística que nos exige un nivel de adaptación inmediato a códigos ajenos. 

En cambio, pocas veces somos corregidos o llamados al orden. He aquí una muestra de las imposibilidades de la comunicación. Esta vez había sido interpelado: hable correctamente, siga la norma, usted está fuera de lugar. Cuál es la “norma” y cuál mi “lugar”. 

Pero hablamos aquí de lenguas, de un tipo particular que insiste en su semántica de apertura y clausura. Un ejemplo de este último es el verbo “coger”, cuyo uso se cierra al ser considerado parte de la jerga de lo erótico, vedado al uso común. Y otro como “aventarse”, tan de México, abierto a un sinnúmero de posibilidades y que por su sonoridad no deja a ningún extranjero indiferente.

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Cuatro o cinco veces ya de visita en México y el primer pensamiento se desata siempre en el magma de la tensión lingüística, de idiomas que buscan forzosamente una complementariedad a todas luces bastante improbable, pero cada vez más extendida. 

Por la ventanilla del taxi palabras tomadas del inglés me devuelven a momentos iniciales de mi estancia en Texas, ese laboratorio del espanglish. La vecindad con el inglés, que creíamos poco posible en Jalisco, también impone sus correlatos, sus juegos. 

El lenguaje de los negocios se presta más para trasiegos lingüísticos, de ahí pickup, delivery, wrecka, washatería, checar. Ni hablar de lo tecnológico, reino global de la anglofilia. No así lo culinario, tan arraigado, duro de penetrar.

Nomás. 

Apenitas.

Los múltiples idiomas de varios México. Otra forma de la ilegibilidad.

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En un tianguis: “Para preguntar te haces el chistoso, pero para pagar te haces pendejo”.

En la televisión: “El que no habla vive feliz”.

En una versión del clásico “Pare cochero”, por Pío Leyva con la Gloria Matancera: “Tu caballo anoche comió primero”.

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El lenguaje de los signos, el de la navegación marina, tan precisos, tan ininteligibles. Así, ciertas acepciones y usos regionales de las palabras. En Argentina: chimango, croto, linyera, changador, palabras que encuentro en los Diarios de Emilio Renzi. Aquel “no se conflictúe” escuchado también en Argentina por otro escritor de diarios menos conspicuos que los de Ricardo Piglia. 

“El lenguaje, esa frágil y enloquecida materia sin cuerpo, es lo que nos anuda a los seres humanos”, dice una voz, la del abuelo, en el primer volumen de los Diarios de Emilio Renzi.

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Antonin Artaud viajó hasta Cuernavaca solo para escuchar cómo tocaban el tambor teponaztli. Su sonido podría ser la banda sonora de la destrucción de un mundo. “Todas las manifestaciones surrealistas han participado de ese espíritu suicida en el que el verdadero suicidio no interviene jamás”, escribe. 

Nosotros hemos regresado a Guadalajara en busca de alguna música, mi oportunidad para un walseriano paseo entre libros, que en propiedad nunca he podido ejercer como hubiera querido y eso ha marcado demasiado mi experiencia lectora. 

Tengo que viajar a México para darme el gusto de escuchar mis propios tambores teponaztli, el sonido de un mundo en declive en el que me eduqué: el siglo XX fue uno en el que explotaron indagaciones literarias que no nos prepararon para un mundo sin libros y sin lectores, el universo selfie, el asunto del homo videns, transformador no ya de nuestra forma de leer, sino de nuestra propia percepción de la cultura y la ilustración.

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Sin ser una persona que lea doscientos libros en un año, digamos que padezco a mi manera un exceso lector. Mi definición de la libertad es poder comprar los libros que quiero. Que ese verbo, poder, defina a su vez todas mis capacidades. 

La vida en Estados Unidos me ha dado esa posibilidad, pero a la vez me resta otras, como la de caminar librerías, participar de un comercio diferente de libros. 

Cuando alguien nos visita, lo único que tengo para mostrar son libros. Pero a nadie le interesa. La sensación de descolocación es total. Y también la confirmación de la soledad del lector: el acto de leer es privado y no trasciende, no aparece en las conversaciones.

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Mi biografía lectora comprende dos momentos definidores: el niño que una mañana lee la Odisea sobre la cama de sus padres en la vieja casa de madera. ¿Qué edad tiene, diez años? ¿Por qué Homero? ¿Por qué está en casa y no en la escuela? 

Es probable que fuera el verano de 1984. Ese año. 

Esa línea del tiempo lo llevará años después a la lectura enfebrecida de novelas policiales, que abandonará del todo y para siempre en 1992.

El segundo momento ocurre a partir de ese año, cuando aquel niño es ya un joven muy desorientado que ingresa a la universidad y comienza a escuchar por primera vez algunos nombres que serán los que acaben marcando su relación con la literatura.

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Escribir es defender la soledad en que vivo, dijo María Zambrano. Editar hoy desde un cuarto propio, desprendido del mundo, no se aleja de esa idea. Es a lo que parecen abocados algunos sellos editoriales que no refieren lugar. Las sabemos españolas, pero no si son madrileñas, barcelonesas o valencianas. No es que tal información sea decisiva para un lector, lo sabemos, pero sí apuntan, como síntoma, a un escenario que intenta borrar ciertas localizaciones que estaban en la médula del quehacer editorial desde hace décadas.

De lugares y traslados se hace una literatura. Era importante saber dónde se pensaba, se editaba e imprimía un libro. Ahora solo queda la huella de una imprenta que sí parece interesada en dejar establecidas sus coordenadas. Al negocio de las imprentas sí le interesa el mapeo, al de la edición parece que ya no tanto.

Con algunas librerías que únicamente venden por internet sucede igual. Su dirección remite a un anodino warehouse en medio de la nada en Kentucky u Ohio. O un despersonalizado negocio dentro de un shopping center en un punto de San Diego bien cerca de la frontera.

César Aira en Continuación de ideas diversas:

Una diferencia entre el lector joven y el viejo lector (no tiene que ver con las edades cronológicas, en años) es que el viejo lector puede hacer una historia de sus pasiones con los libros. El joven lector tiene una relación más intelectual con los libros, más fría. No por una diferencia en el carácter o el entusiasmo, sino simplemente por el tiempo. (Pero dije que no era una cuestión de tiempo. No lo es. Se trata del tiempo como mito biográfico, mito elaborado a lo largo de la lectura).

Y luego esto:

Uno de los varios motivos por los que me opongo a la promoción de la lectura es el más evidente de todos, y por ello el menos visible: los libros están llenos de vulgaridad, prejuicios, estereotipos, falsedades. Su frecuentación no puede sino embotar el pensamiento y la sensibilidad, distorsionar las ideas, falsificar la experiencia.

Se dirá que los buenos libros no son así, y que producen los efectos contrarios a éstos. De acuerdo, pero los únicos que leen buenos libros son los que leen desde siempre y no necesitan campañas de promoción de la lectura. Los que no han leído, y se deciden a hacerlo por una de estas campañas, necesariamente van a leer libros malos.

Es un cuaderno que muchos han celebrado y donde, como puede verse, hay ideas muy provocadoras, pero al que le sobrará siempre su primera entrada, su reivindicación del acto de ignorar.

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Hay nueva edición de los Apuntes de invierno sobre impresiones de verano, de Dostoievski, por Hermida Editores. En la portada, en una foto que Charles Marville tomó en 1875, un hombre accede a un urinario público en medio de la plaza de Saint Germain, en París. La huella del orine se escapa por debajo de la puerta de madera y corre por el paseo. 

Sobre charcos de orine, comenzaban a nacer ideas que implosionaban la escritura, dispositivos verbales a contrapié.

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Parte II