La rumba del diablo

Anoche fumaba frente al ordenador en una sala completamente cerrada. Todas las ventanas trancadas. Las luces apagadas. El humo subía. Pensaba en mi mujer. Pensaba en ella, que no es mía. Ella es de ella. Pensaba en lo raro que era querer así a alguien. 

Me entraron ganas de irme de las redes sociales. Quería desaparecer. Llamar a los amigos de Hypermedia y decirles que iba a descansar, parar por un año. Quizás, si me callaba, mis textos del pasado agarrarían una importancia mayor. No sé. 

Me di par de galletas mentales. No soy tan importante. Da igual si escribo o no. Da igual si aparezco en el Facebook de un “amigo” o no. 

Por otro lado, desaparecer es un lujo. Un lujo que no puedo darme. Quisiera meterme un año escribiendo una novela de verdad. Centrarme solo en eso. Pero, ¿cómo me ganaría el pan? 

No, desaparecer es un lujo. Un lujo que, en la Cuba de coleros y obsesión con la pasta de dientes, no puedo darme.

Sorpresa en la mañana. Me piden más textos. ¿La gente no se cansará de leerme? Pienso, de nuevo fumando, que da igual. El ego sigue hablando. No es tan importante. 

Tener dinero para comer, para que mi madre tenga una vianda que hervirme o freírme, eso sí es importante. Y el que no entienda, que se vaya a otra cosa. Para no decir que se vaya a la pinga, porque en mis textos no siempre tiene que haber una mala palabra. 

Da igual, es el ego hablando.

Reviso un documento y en el fondo me pongo a ver un video de un cubano hablando mal de una cubana. Como música de fondo, escucho los insultos. Nadie queda bien, ni el que critica ni el criticado. Es como si el diablo se apoderara de todos nosotros y nos dijera: “Llegó la hora de bailar mi rumba”.

Paso al video de la cubana respondiéndole al cubano. Tampoco se ve nada bien. Un amigo me escribe, está nervioso porque tiene miedo que lo mencionen. Es conocido de uno de los que está en conflicto. 

En un punto, también todo esto da igual. Pero es curioso. Es curioso cómo todos somos testigos o actores de ciertas maneras de perpetuar el odio

Las redes sociales no están para sorprenderte con un síndrome de Stendhal. Se ve poco un piñazo de belleza que te devuelva la fe. A veces, en pequeños grupos, se encuentra la belleza. Lo que sí está al alcance de la mano es el show, el circo.

El circo cubano. 

Qué seres más raros somos. 

O no: a lo mejor somos muy sencillos. Simples. 

Hace años, ya lo he contado, que quiero hacer una película con esta sinopsis: 

“Tres mujeres, dos muertas y una viva, buscan la belleza en un pueblo infernal de Cuba”.

No me acaba de salir. No avanzo. 

Volviendo a lo de los videos, las directas, los LIVE, las tiraderas: me parece que los cubanos y las cubanas, allá, acá, acullá, andamos como pollitos ciegos chocando contra el mismo cascarón. Este le dice a aquel, el otro le dice al otro. Y así andamos entretenidos mientras el diablo, en algún lugar cómodo, se toma un vasito de Coca-Cola con hielo y se echa otro show. 

Otro show mejor, un show noruego. El Oslo show. El oso show.

Quizá el diablo si pueda escribir:

“Tres mujeres, dos muertas y una viva, buscan la belleza en un pueblo infernal de Cuba”. 

Pero él haría un cambio. Quedaría así: 

“Tres mujeres, dos vivas y una muerta, buscan la belleza en un pueblo infernal de la Isla”.

Ay, qué ganas de ser noruego. Para desaparecer de verdad en el bosque y hacerme el cazador. No mataría ninguna liebre, eso en estos tiempos no está bien visto; pero sí caminaría sobre la escarcha, escuchando el silencio. El silencio que solo sería roto por otro cazador, a lo lejos, su boca saboreando alguna bebida loca de esas, hechas con frutos secos.

Pero eso es un lujo que no se me regaló. 

El diablo es del carajo, pero Dios es de pinga.

Esta rumba, esta conga que va para atrás, nos arrastra aunque no queramos. Y aunque nos hagamos los duros, los nórdicos, nuestros pies se mueven como si tuvieran vida propia.

Lo único que me ata a este país es la playa, el tabaco y el sexo. El día que se me acabe de caer el rabo, ya solo quedarán el tabaco y la playa. El día que enferme, no quedará nada.

¿De dónde sale tanto odio? ¿Quién nos lo enseñó? ¿Por qué siempre caemos en lo mismo?

Carlos, qué ingenuo eres, no todo el mundo es tan bobo y tan burguesito como tú, me dice una mujer sin dientes mientras me toca la cabecita.

Lo curioso de todo es que la rumba del diablo es como un central: devora las cañas, las maticas nuevas, y espera a otras, y así se va muriendo la gente y llega gente nueva, sangre fresca para ser devorada.

¿Cuántos presos siguen presos sin que siquiera sepamos sus nombres?

¿Cuántos poetas con libros publicados son maltratados en el adoquín? 

¿Cómo era el poema aquel, el del hombre que pateaba a una paloma como si patease su vida?

Mucha bulla. Poca comida. 

Mucha gritería. Poca bronca real.

Nadie anda disfrazado de Maceo. Pero en Italia hay par de cuarentones locos que andan vestidos del 26 de julio. Qué país más loco, tú.

Y después me dicen, con mala onda, que me repito. Claro que me repito. Si lo único que trae paz es el amor. Lo único que me hace dejar de bailar con el odio es un buen amor.

Mamar, chupar, embarrarme la cara con ese líquido vital. Oler, lamer. Eso. Lo demás es mierda. Modestamente. Solo hablo de mí.

Me detengo, hay otra cosa que me trae paz: escribir estas pinguitas y escribir para el cine. Como decía Almodóvar en Los abrazos partidos: una película no puede nacer del odio. El diablo no tiene espacio ahí. Es mucho tiempo de preparación y pensamiento como para dejarse corroer. Una película es amor. Una película es un bollito mojado.

El odio lo ven después los críticos que son malos o envidiosos, y los censores. Sobre todo los censores.

No soy un santo. Soy de los primeros que busca el debate en las redes y me como las uñas viendo todo ese circo. El diablo también me puede.

Qué entereza la del tipo alejado, la del que no tiene celular, ni correo electrónico, ni está enterado de nada.

Qué lujo vivir en una finca alejada. Trabajoso. Pero tranquilo. Una finca con una cabañita de madera y un radio. Un radio que emita viejas canciones. Canciones de Celia Cruz. Canciones de Machín. Donde un locutor, con voz suave, nos diga: 

“Sí los queremos. Sí los necesitamos. No se vayan. El país es de ustedes. Todos vamos adelante”.

Un radio de un Dios, un Dios distinto. Uno que sí pueda alejar el ritmo del diablo. Qué bobito soy.

Prendo el tabaco viejo. Me miro al espejo. Veo un panda con un tabaco en la mano. 




Sombras de mi nueva normalidad - Carlos Lechuga

Sombras de mi nueva normalidad

Carlos Lechuga

Caminar La Habana Vieja estos días es algo raro. Parece el escenario de una película de zombis. Hace poco, en la Mesa Redonda de la televisión estatal, estaban hablando de nuevas medidas para tratar de salvar un país que se hunde en el mar; al mismo tiempo, yo tenía a un amigo en el teléfono diciéndome: “Asere, somos sobrevivientes”.