Estoy en Madrid. Estoy solo en Madrid. No tengo mucho dinero, pero tengo una beca que me da para algunas cositas.
Es 2018. Sí, creo que es 2018. La crisis de los cuarenta se me ha adelantado y estoy comprando medias y libros como un obseso. No vivo en un país del primer mundo ni tengo para comprarme un Ferrari, así que todo ese nerviosismo raro me ha dado por comprarme medias y libros.
Cerca del hotel donde me alojan hay una tienda de calcetines. No tengo la menor idea de la diferencia entre un calcetín y una media, pero la chica que atiende a los clientes siempre me pregunta lo mismo: ¿Usted está buscando un par de medias o un par de calcetines?
Todo eso me confunde un poco, y decido teñirme el pelo. El chico que pela me quiere hacer un “Maluma” (creo que es un poco de pelo rubio dentro del pelo negro). Salgo teñido y más confundido. Confundido conmigo. Confundido con todo. Mejor vuelvo a lo de los libros. Es más tranquilo. Más sensato.
A mi llegada a Madrid empecé por las librerías más grandes, las cadenas, las duras: la FNAC, La Casa del Libro, La Central, etc… Luego, poco a poco, fui descubriendo librerías más acogedoras, como La Machado o La Buena Vida, o aquella pequeñita que estaba en Chueca y que tenía muchos cómics y novelas gráficas.
Con La Machado tenía una relación bien de película. Desde mi primer viaje a Madrid, años atrás, había establecido una especie de buen rollito con la vendedora. La librera de La Machado (no sé si siga aún ahí: tengo que pedirle a algún amigo que vaya y que me diga, a ver qué bolá) era una mujer de pelo oscuro, de buena figura, de unos cuarenta años, bien fuerte, decidida, lanzada… Una mujer por ahí. Muy buena onda. Cada vez que yo llegaba me la encontraba encaramada en la escalera, organizando; me miraba de arriba a abajo y salía con aquello de: “Llegó el cubano”.
Nos reíamos. Hablábamos un poco. Un día llegué y me la encontré hablando del grupo Marlango con una chica de voz gruesa que se estaba refiriendo a una mala experiencia en Los Ángeles. Cuando miré bien, me di cuenta de que la librera estaba hablando con Leonor Watling.
Dos tipas duras ahí, cara a cara, hablando… Ninguna me miró. Ese día no hubo nada de eso de “Llegó el cubano” ni un carajo.
Nunca tuve el valor de invitar a salir a la librera. Ni supe cómo responder a su flirteo.
No olvido su rostro. Sus brazos. Su pelo siempre limpio. Pero sí he olvidado un poco lo que compré en esa librería. Sé que me llevé el libro de la meditación de David Lynch, los cuentos completos de Bolaño, tres libritos chiquitos de cultura japonesa (esa talla del vacío, las sombras, los espacios).
El libro de Bolaño lo traje para La Habana y después de leerlo se lo regalé a una chica con la que compartí unos meses. La muchacha era fanática al chileno, y como no me vio muy concentrado en nuestra relación, se puso para él. Fue como una especie de cambio.
Extraño un poco ese libro. Sobre todo los primeros cuentos. Aquellos cuentos de escritores, el del autor de Zama, el de la lucha entre escritores. En fin. Ojalá lo esté disfrutando.
Un día llegué a la librería Ocho y Medio, especializada en libros de cine, y me hice un asiduo. Fue bonito. Me hicieron firmar el libro de visitantes. Mi firma entre las firmas de Amenábar, Almodóvar…
Entre los libros de Ocho y Medio me encontré El lápiz y la cámara, de Jaime Rosales. Jaime era profesor mío en la pasantía y quería descargarle al librito, pedirle que me lo firmara. Pero a la salida, me di cuenta de que el libro ya estaba firmado por Rosales, para otro director de cine español. Aquello me hizo explotar el coco. Después de pensarlo, comprendí que seguramente había habido una presentación en la librería, con el autor, y que el dueño del libro no estaba muy interesado en conservarlo y lo dejó allí, firmado y todo. Localicé al director y me dijo que no estaba interesado en recuperar su libro. Se lo conté todo a Jaime Rosales y no se lo tomó muy bien.
En Ocho y Medio me compré también un libro muy bueno de Haneke. Al llegar acá, mucho tiempo después, una amiga/novia se embulló mucho al verlo, y se lo regalé. Para seguir con el espíritu de trueques y equivocaciones de Ocho y Medio, decidí firmarle el libro como si yo fuera otro director de cine cubano. La amiga, la novia, le dio mucho coco a eso con un grupo de amigas, y después no paraban de hablar del novísimo cine cubano.
La librera de Chueca era más seca. Allí encontré las novelas graficas de Alan Moore y la colección de toda la obra del tipo de Black Hole (cosa gorda). Pero la dueña del local nunca estaba pendiente de quien entraba. Era fácil robarse un libro. Estaba loco por llevarme un libro de Berlanga que tenía muchas anécdotas. No me decidí. Me daba miedo perder la visa. Debí ser más lanzado.
A mí las mujeres no me han regalado muchos libros. Soy yo el que más regala. También creo que soy el que más mete la pata, el más infantil, el más ido del aire. Así que ando por ahí pagando esa especie de peaje. Meto la pata y regalo un libro. Les gusta mi librero del cuarto, y las dejo escoger. Así se han llevado toda mi colección de Bergman. Eso duele.
Cuando mi librero fue vaciándose, me fui para La Tertulia. Son gente buena, gracias a ellos me he hecho de cositas lindas, y también me han regalado.
A lo que voy: no sé si es verdad que Martí lo dijo, o si es falso, pero esa tallita de que robar libros no es malo me ha dado fuerte ahora. El otro día fui a casa de una ex y, mientras iba al baño, vi tres libros que me gustaron. No uno. No dos. Tres. Los agarré como si nada, me los metí en la mochila y me sentí superbién.
Después me invitaron a una lectura de poesía en un apartamento en Regla, y también me llevé dos libros.
Ahora, la cosa rica, las maripositas en el estómago, están en que antes de mandar este texto a Hypermedia Magazine, se lo mandé a las mujeres que habían sufrido los robos. Después de par de críticas, fueron a sus libreros y se dieron cuenta de que eran ellas las víctimas. Quedamos en que vendrían a llevarse algo mío a cambio.
Estoy escondiendo las joyas y poniéndoles de carnada cosas buenas también, pero nada excepcional: un Auster, un Murakami, una colección de cuentos de Ediciones Huracán…
Cabrera Infante hablaba en una entrevista de cómo había pasado de perseguir a las mujeres para ir solo tras los libros. En casa de una socia está Mi vida en la maleza de los fantasmas, de Amos Tutuola, y me lo quiero fachar. También me quiero fachar Las gomas, de Robbe-Grillet (que era impotente y se metía un año enamorando a las mujeres para al final no poder hacer nada). En casa de una vecinaestá Here, de Richard McGuire, y no tengo ni la menor idea de cómo me lo voy a llevar.
Hay una sensación hermosa en eso de tirarse en la cama y leer un libro robado. Un libro robado a una mujer. Hay algo de atrás: de atmósfera de caballero y de duelo. No sé.
Las carteras de las mujeres son un misterio. M. llegó acá con un libro de Reinaldo Arenas entre el maquillaje y el cargador del celular. Y Heberto Padilla en una jaba de dulces. Lo mágico en lo cotidiano. El olor del papel. Pequeños placeres.
Cada libro tiene una vida propia y va de una mano a otra, de una casa a otra, así, como si nada, y nada podemos hacer. Soltar y agarrar. Agarrar y oler. Tocar y leer.
De vuelta de mi viaje a España llegué con una maleta llena de libros. Ahora no me queda casi ninguno. Me queda un grupo de amigas que han leído los libros que yo compré, y otro grupo de amigas que me han bloqueado, pero que así y todo cargaron en sus carteras con Buñuel, Jhumpa, Satyajit, Jane, Buri, Bolaño, etc.
Así es la vida.
Horario laboral
Estoy pensando en que esto de ser artista en el trópico es tremenda mierda, en que la culpa de todo la tiene el maldito ego. Debería haberme puesto para conseguir un trabajo estatal. Normal. De 8 a 5. Con los pies en la tierra. Sin esperar que nada caiga del cielo. Hay que tener menos boberías en la cabeza.