Leo el menú, escojo el sushi con ceviche. Reviso las paredes de negro: Godzillas pintados en naranja, un neón que no entiendo qué representa, un diploma con el nombre de Bruce Lee y —detrás de un cristal, lo único protegido— un cartel original de una de sus películas, roído por el manoseo.
Estos restaurantes japoneses siempre son minúsculos. En cualquier esquina de Tokio u Osaka encuentras una hendija por donde te cuelas, y dentro comes las cosas más deliciosas. Las manos redondeando sushi y maki delante de ti, cortando jengibre y limpiando las esteras. Como si estuvieras en casa.
Cruzo el umbral y un gato huye; lo sigo con la vista: sale disparado hacia la calle, volando sobre los accidentes de la acera. Detrás de mí salieron tres jóvenes que también estaban en el restaurante; se montaron en su carro japonés. Camino, ya sin aire acondicionado, y de pronto alguien me llama.
No esperaba que me reconocieran en esas calles. Lo saludo sin acordarme bien de quién se trata (sin memoria geográfica, la memoria fotográfica no sirve de mucho). Trato de descubrir en sus ojos, por encima de la tela que cubre su nariz y su boca, alguna historia en común. La voz delata que nos conocemos desde pequeños, vivimos puerta con puerta, hacía años que no nos veíamos…
Él me cuenta que su pareja se suicidó. Se tiró del edificio en la calle Cuba, hace unos días. Me dice que él ya no cree en el sistema cubano y no espera nada de él. Que no se va del país porque tiene que cuidar a su madre, y que no entiende hasta dónde van a abusar con eso de las tiendas en MLC.
La Habana Vieja en ruinas era nuestro escenario: ineludible, predecible. Japón era solo el umbral de una puerta.
En Cuba la ilusión dura poco. No es el calor: es la impotencia. Existen espacios que quieren resistir, espacios para que uno se imagine por un instante que está en Madrid, en Roma, en Japón, o en la Cuba del futuro. Pero esa oportunidad solo existe para una clase social muy específica. Una clase social que puede darse el lujo de enajenarse de la realidad cubana durante unos minutos, que con su dinero puede comprar el olvido y, a veces, pasajes de avión al extranjero.
Esos espacios confunden. En ellos, uno cree sentir libertad… Una libertad que es individual, porque está hecha a la medida y no es para compartir. Para mi amigo, cuya novia se suicidó porque no veía solución alguna a sus problemas en este país, lo que cuesta una ración de sushi puede ser toda la entrada de dinero en su casa este mes.
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Tengo que hacerme los espejuelos, no puedo seguir leyendo la letra “o” triplicada dos veces en la palabra oro, y una “r” que parece una “n”. No vale leer inventándote las palabras, si lo que lees es realmente bueno. Salgo resuelta a ver las cosas como son y no como yo quiero que sean.
Los ventanales inmensos de la tienda / consultorio oftalmológico, el aire acondicionado, los buenos modales… Solo faltaba el acento mexicano para creer que no estabas en Cuba. Afuera, una mujer con un niño preguntaba cuánto costaban los espejuelos. Bueno, solo la armadura, sin el cristal. Ciento veinte, señora, ciento veinte CUC.
Desde los once años he usado espejuelos y lentes de contacto; los he perdido o roto en muchas partes del mundo, así que tengo una buena referencia de los precios en distintas latitudes. Con ciento veinte dólares, ciento veinte euros, te compras unas gafas Dior, Ray-Ban, Tom Ford y hasta Prada. Las hay más caras, pero por ese precio es posible adquirir esas marcas, y otras. Si te planificas bien, puedes esperar las ofertas de dos por uno.
Ninguna de las armaduras de aquella tienda era de marca. Miré detenidamente cada sección. Tampoco había ninguna oferta. La actitud era clara: si no tienes para pagarlo, es tu problema. El capitalismo en Cuba es extractivista, abusivo, le falta el sentido de responsabilidad social y de ofrecer más de una opción.
La señora cogió al niño de la mano y se fue pensando, posiblemente, en la cola que le tocaría hacer o en el costo del regalo para que la atendieran en La Ceguera o el Ameijeiras, para que su niño pudiera entender mejor lo que escribían en la pizarra. Yo pensé en la justicia social y en la salud gratuita. Seguro aquella señora llegaría a la conclusión de que, al final, el “particular” que le roba al Estado es más barato y efectivo que el negocio estatal que no tiene en cuenta su salario a la hora de poner los precios de un servicio indispensable. Seguimos en la cultura de la ilegalidad promovida por el Estado.
El señor que estaba delante de mí, nuevo empresario cubano en short (imitando a los millonarios de indumentaria modesta, a lo Steve Jobs), empujó la puerta, indiferente y arrogante. Era su turno. El aire acondicionado que salió de allá dentro, comparado con el calor que absorbe todo el oxígeno de la calle, esclarecía lo que significaba un paso en una dirección y en otra. El umbral que separa a unos cubanos de otros ya es demasiado palpable y empieza a ser imposible de cruzar. Tan alejados están los extremos, que solo pueden volver a tocarse traicionando todo lo que se ha sacrificado en nombre de un bien común.
Al salir de la consulta, recibo un mensaje de audio de WhatsApp. Es la grabación del acoso de un seguroso (defensor de lo que existe hoy en Cuba) a un artista que es activista por la justicia social (defensor de lo que cree que debe cambiar hoy en Cuba). Un gato me pasa por al lado, sigue de cerca unas jabas cargadas con productos del agro, en manos de un señor que obvia los gritos: “¡Oiga, ¿dónde consiguió eso?!”.
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Llevo ocho meses sin acondicionador, y con menos champú del que normalmente uso. Una amiga que trabaja en una peluquería particular me regala un buen tratamiento de cabello, de esos que se demoran varias horas.
Sentada allí, rodeada de las mujeres de los representantes de firmas extranjeras, llenas de oro; de nuevas empresarias con negocios de bodas y quinces para la high class; de chicas buscando arreglarse, porque su look es parte de lo que les genera ganancias, yo recordaba la peluquería que había al lado del apartamento en Queens donde viví cinco años, mientras hacía el proyecto en beneficio de los inmigrantes en Estados Unidos.
Los precios eran similares a los de aquí, pero aquella peluquería, sobre todo los fines de semana, se llenaba de mujeres inmigrantes que limpiaban pisos, cuidaban viejos o cocinaban en restaurantes de esos que tienen la candela muy alta todo el día. Ellas no iban allí para sacarle provecho a su look, o porque estar arregladas las distinguía socialmente: iban allí porque querían sentirse bien, desconectar.
Las conversaciones que se oyen en las peluquerías son como fragmentos de telenovelas. Aquí, todo lo que se oye es pavoneo competitivo: quién está más alto en la escala social, quién conoce el restaurante más trendy del momento. Se hace networking: los contactos pasan de mano en mano. De vez en cuando se escucha algún consejo para conseguir a un hombre “con recursos”, o alguna maldad que se ha hecho para embobecerlo. Las chicas que trabajan en la peluquería se ponen de acuerdo en el menú que van a pedir para sus almuerzos.
En Queens, las chicas que trabajaban en la peluquería también pedían delivery, pero las conversaciones que se oían allí eran sobre los problemas que tenían aquellas mujeres en sus trabajos, en sus casas, en las escuelas de sus hijos… Como si compartiendo experiencias se liberaran de ellas. Como si compartir información pudiera evitarle algún problema a otra. Había allá una especie de solidaridad terapéutica, que no encontré aquí. La política, la cotidiana, la de las leyes injustas que te afectan el día a día, se discutía también en aquella peluquería en Queens. Aquí todas se cuidaban de hablar de algo que pudiera parecer político, como si no quisieran “ofender”.
Cuando salgo de la peluquería veo a un gato muy flaco maullando, casi gritando: aquel sonido no venía de su estómago, sino de algún lugar reprimido.
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Es cierto que no estamos de vuelta al Período Especial. No importa cuántas horas pasemos haciendo cola, cuántos derrumbes; no importa la escasez de pan, la mala planificación de la economía.
No estamos en el Período Especial porque, hoy, la pobreza no es compartida. Hay quienes, no importa lo que pase, ya no serán pobres, aunque no sean todavía oligarcas.
Tampoco somos continuidad.
Se puede decir, sin que nadie sea capaz de negarlo, que en Cuba hay una clase social pobre, muy pobre económicamente, pero también una clase social pobre, muy pobre humanamente.
La Cuba de hoy parece diseñada para el beneficio de estos últimos.
Hoy las decisiones políticas parecen indicar: ¡Abajo los héroes del trabajo! ¡Vivan los VIP!
Notas para un arte en sincronía con el momento político
Se habla mucho del oportunismo del arte político, pero no se habla del oportunismo del arte no-político. Pactar con el silencio es un acto político. Oportunismo y oportuno se parecen, pero no son lo mismo. El arte político es oportuno, aunque sea incómodo no poder llamarlo oportunista.